Dibujo: María Lublin

Fernando Chulak: “Le escapo a los límites entre el bien y el mal en la literatura”

Entrevista a Fernando Chulak, autor de Jauría, una novela negra que trabaja lo marginal y la tercerización de la violencia en un pueblo llamado Villa Epecuén.  Dibujo María Lublin – Fotografía: Gisele Velázquez

 

Los clubes siguen siendo el sostén de identificación de los barrios. Oxigenan el panorama visual, conectan, remedan el fervor de la disociación que produce lo virtual. Allí, en el Juventud de Belgrano, entre Virrey Avilés y Conde, funciona el encuentro pactado con Fernando Chulak. La entrada presume el convite, y los golpes de pelota de voley rebotando contra el piso plastificado hacen creer posible el ingreso. Pero el cierre del buffet nos hace, finalmente, trasladarnos a una cervecería cercana. Él se muestra abierto aunque aclara no estar acostumbrado a dar notas. Cada tanto, mira su celular, está atento al diálogo con su pareja que transita sus últimos meses de embarazo. Habla de los años que pasó trabajando su texto, de cómo los personajes fueron apareciendo, concatenándose, dándole forma final a una historia que, paradójicamente, parece un punto de partida de algo mayor.

Jauría (Aquilina – Negro Absoluto) es su primera novela. Un relato que amalgama muchas de las características del género negro en pos de una historia de misterio y sordidez que, por muchos momentos, incomoda. Sergio, su protagonista, es un tipo solitario, tosco y poco idealista de Villa Epecuén que hereda un criadero de dogos de un extraño y sombrío personaje, quien ha hecho las veces de padre y maestro de vida. Desde hace más de un año, a pedido de un mafioso local, Sergio guarda ahí, a modo de rehén, a un tal Fonseca. Un hombre serio, culto y sistematizado que mira la televisión, toma mate por las tardes y repite el mismo ritual de escritura día tras día: un enigmático episodio relacionado a la muerte de su padre. En ese mundo concentrado y a la vista previsible, donde los silencios se traducen a pesar de las palabras, Sergio irá desentrañando los secretos detrás del cautivo, los que le permitirán resignificar su propia condición, dejar atrás la permisividad y amainar las cadenas de su propia opresión. Las mismas que cuidan de los perros, que esperan; expectantes, hambrientos de voracidad y violencia, dispuestos a sembrar de instinto un pueblo falto de reacción, desolado, casi muerto.

 

 

Jauría parece una novela de espera, en ese sentido ¿puede pensarse a los personajes como sujetos que buscan desentrañar la esencia de su identidad?

En el caso de Sergio, tiene que continuar. Él no decide mucho. Es un personaje que claramente no sabe hacer otra cosa. Se cree bueno en lo que hace, pero es lo único que sabe hacer, no le da para algo más. Eso se ve en la forma de comunicarse con el otro personaje, es un tipo limitado. La novela va un poco por ahí: qué capacidad tiene cada uno de los personajes de elegir lo que le toca. Porque el otro personaje también, está encerrado en una escena que repite día y noche, todo el tiempo. Ahí aparece la pregunta de nuevo: ¿Cuánto de eso elige y cuánto está condenado a vivir una y otra vez? Creo que las identidades, en parte, les vienen casi predefinidas a ellos y luchan contra eso, o las aceptan.

Y eso funciona como una metáfora de la retención de los perros.

Exacto, sí. No quería que fuera una alegoría demasiado obvia, pero no por eso le escapé. Claramente Sergio actúa a través de los perros en todo sentido: toda su violencia, todo lo que él es capaz lo pone por medio de los perros, y eso es lo que lo frustra respecto del otro personaje. Él no puede hacerle sentir a Fonseca lo que le pasa con los perros. Ahí se ve a las claras su limitación, no sabe transmitirle la importancia que tienen los perros, como sujeto, para él.

¿Por qué la elección de Villa Epecuén como el escenario central del relato?

En realidad a Villa Epecuén la tomo desde bastante antes de Jauría. Es un lugar que conocí personalmente y me importó mucho. Está absolutamente bajo el agua, pero no llega a ser un pueblo fantasma. Primero porque hay una persona que vive ahí, un tal Pablo Novak. Y además porque tiene una laguna de fondo, donde habitan flamencos rosados. Con lo cual, es una ruina, como la de Pompeya en Italia, que es la muerte total, pero con la vida que traen los flamencos. Es curioso, pero cuando a los habitantes los evacuaron, ellos creyeron que iban en algún momento a volver. Eso motivó a que dejaran todos sus objetos cotidianos a la vista. Villa Epecuén es un lugar cargado de salitre, de total aridez, de invisibilidad, pero con la vida ahí, latente. La primera vez que lo visité, hace unos diez años, me fui con la sensación de que con un lugar así se puede narrar una historia, al estilo de crónica sobre lo que pasó o armar una suerte de distopía, pensando que si hubiera habido un dique de contención sería hoy distinto. Eso te permite tener una serie de historias que en algún punto son tuyas. Vos estás armando el lugar a tu gusto, no te tenés que ceñir a lo que realmente pasó. Luego, seguí escribiendo sobre el lugar, cuentos, y, es más, ahora trabajo otra novela ahí. La conozco tanto que sé perfectamente dónde está cada cosa. Sé que en la Avenida San Martin, cuando entrás, tenés una YPF y hay una rotonda, pero no sé ni me interesa si es así en la Villa Epecuén real. En la mía es así.

Existe un asomo de la distopía constante en la novela, y eso se puede ver en el tramo final donde Sergio recorre el pueblo viendo todas las persianas bajas y al chino del supermercado subido arriba del local con una escopeta en la mano.

Es una imagen del fin del mundo, al menos si el mundo fuera sólo Epecuén. En Jauría lo es.

Hay una escena muy inflexiva de Jauría cuando Palau, el dueño del criadero, le dice a Sergio que hay dos clases de personas: las que están dispuestas a matar y las que ponen un criadero. Bajo esa concepción, ¿Sergio proyecta en los perros lo que él no está dispuesto a enfrentar?

Es uno de los gérmenes de la novela. El cuento original parte de un personaje cuya frustración tenía que ver con que los perros estaban puestos como un elemento funcional a lo que quería el criador y el apostador. A través del perro los personajes se animan a hacer lo que no pueden desde sí mismos: matan mediante los perros. Es una violencia tercerizada.  Y es uno de los elementos que más me interesaba. El que no se anima ni quiere mancharse con sangre, lo hace a través del perro.

Esta idea de que la violencia humana se media a través de los perros, hace pensar que la barbarie nunca se civilizó, sólo se revistió de otra cosa.

Sí, ahí está la tercerización de la violencia. Y no es excluyente de la violencia, todo esta tercerizado: la producción de alimentos, de bienes de consumo, lo que fuera. Todo, y uno no quiere saber la historia que hay detrás, tan solo recibir aquello por lo que uno disfruta, sea la violencia – que es también un divertimento – o el bien de consumo. Siempre hay una vía por la que te llega y uno terceriza a través de eso. En este caso con la violencia.

Es interesante cuando Sergio le comenta a Fonseca que los perros que están hambrientos o tiene poca actividad empiezan a morderse entre ellos, funciona como una gran analogía del enfrentamiento social entre una misma clase a expensas de un poder externo.

En algún punto lo que no sacás para afuera, te mata por dentro. Y aparece otra vez uno de los temas de la novela, el encierro. Y hablo de encierro en todo sentido: de los perros, de Fonseca, de Sergio; está todo contenido todo el tiempo.

También Epecuén parece, al fin de cuentas, una gran jaula.

Totalmente, al menos en esta novela. No es que necesariamente el lugar sea así, es un lugar conectado con otros pueblos. No está en el medio de la nada. Pero en Jauría está puesto al servicio de esa idea.

¿Cuál es el punto de partida que te permitió ir construyendo la idea de Jauría?

De cómo surge la idea al resultado final hay una deformación por completo. La idea inicial sale de un artículo que leo en un diario español. Cuando jamás en mi vida leí diarios españoles, y menos impresos, ni siquiera online. Ahí me encuentro con una carta de lectores, y un tipo que defendía la tauromaquia y daba argumentos a su favor. Obviamente, a mí me parece una animalada, un espanto. Pero quería saber qué argumentos él daba a favor, más allá de la idea trillada de “lo cultural”, que no termina explicando nada. En cambio, que él buscara salir a argumentar con algo sólido me resultó interesante. Los argumentos no eran la gran cosa, hablaba entre otras cuestiones de las contradicciones de los que critican, como, por ejemplo, los que lo señalan y son carnívoros. Argumentos endebles. Pero a partir de allí me resultó interesante la idea de narrar desde un personaje al que le pareciera correcto o, mejor dicho, que naturalizara por completo usar a un perro para matar o morir. En cambio, con el otro personaje, Fonseca, en un principio lo tenía en la cabeza. Que fuera alguien que escribiera todos los días el mismo texto: letra por letra y palabra por palabra, idéntico. Y tenía que encontrar un motivo lo suficientemente fuerte que justificara eso.

¿Por qué poner en foco esa idea de escribir todos los días lo mismo?

En algún punto es lo que nos pasa a todos los que escribimos. Vas dibujando la historia, la modificás, pero en cierta forma es siempre la misma. Al menos a mí me pasa, para no generalizar. De ahi la repetición. Este mecanismo de leer lo que escribiste el día anterior, al próximo volver a leerlo y que te parezca una porquería. Reescribirlo. Esa repetición constante la llevé al absurdo en el personaje. Pero, a su vez, la diferencia es que no sabes cuánto de esta historia el tipo la está pensando, ¿uno es capaz de pensar tantas veces lo mismo? Que el mismo proceso mental te lleve a las mismas palabras, a la misma coma. Ahí está el absurdo. Cualquiera que escriba literatura, poesía, periodismo, sabe que es imposible.

Da la impresión de que entre Sergio y Fonseca los roles de amo y esclavo terminan desdibujándose, ¿qué buscabas mostrar de eso?

No pretendo meterme en la dialéctica del amo y el esclavo porque me excede. Pero está claro que hay una complementariedad, que uno no existe sin el otro. Por otra parte, además de las relaciones de poder entre estos personajes, hay un punto al que se llega después de cuatrocientos trece días que es el de la convivencia. Cada uno se trata de cuidar mediante el otro, hasta hay cierto respeto. Por más que Sergio actúe a partir de las órdenes que le da Nelson – donde ahí si hay una relación de poder – ya que Sergio solamente acata, entre Fonseca y Sergio no. Conviven y se respetan. Es que en algún punto lo que busca Sergio es la comodidad. Solo quiere su pago periódico. Y la forma más fácil de conseguirlo es no cuestionar.

Los dos protagonistas parecen estar en una pelea contra el tiempo.

Una vez que Sergio sabe la verdad de Fonseca sí. Antes no. Quiere que todo se extienda lo necesario. No le preocupa nada por fuera del circuito que armó. No tiene necesidad de amigos, tampoco de mujeres. Ni lo afectivo ni lo sexual. El querer ganar tiempo tiene que ver con que Sergio no sabe qué hacer, no es capaz de manejarse solo, repite ritos, como el de bautizar a los perros. No tiene una finalidad al hacer las cosas. Todo está en el poco guion que él tiene en la cabeza.

¿Qué tiene Jauría de novela negra y en qué se diferencia del género?

Claramente no es una novela de género. Es cierto que tiene elementos de la novela negra: gira en torno a lo criminal y también a lo marginal, que es la palabra que mejor le cabe. Pero no hay un misterio o un crimen que averiguar, en todo caso el misterio está atrás, en la historia de cada uno. En ese sentido, no sigue los lineamientos clásicos de un policial. Pero, a su vez, el crimen está todo el tiempo presente. No están marcados los límites entre el bien y el mal. Es algo que a mí me molesta de cierta literatura, esa división entre el bien y el mal. Le escapo a eso. Por eso elijo este tipo de personajes que están tan al borde.

Si uno se pone a pensar, todos los personajes están implicados en un negocio turbio.

Los cuatro personajes lo están, pero ninguno lo asume como tal. Esa es la diferencia. Ninguno lo pone como algo poco ético. Es parte de lo que les tocó o lo que eligieron, es decir, lo que hay que hacer. Ahí es donde hay un acercamiento al género. Por otra parte, creo que toda la colección de Negro Absoluto juega con esto. Hay novelas mucho más cercanas al género clásico y otras no necesariamente. La novela es un negro deformado.

Te escuché en una nota radial hablar del laburo que hiciste sobre la novela en un taller autogestivo, ¿cómo fue esa experiencia?

Al principio hacíamos un taller con Juan Martini. Él después por motivos de salud dejó de darlo. Y quedamos solos con el grupo. Un grupo que era muy unido, de amigos, con ciertos códigos de lectura asumidos. Sabíamos cuáles eran las intenciones de cada uno al escribir, con lo cual uno aprende a criticar, para orientarlo, en función de lo que el otro busca. Nos pareció que era una cagada perder esa dinámica. Ahí es donde nos planteamos seguir nosotros. En un primer momento las reglas se fueron repitiendo tal cual venían trabajándose en el taller anterior. Después se fue deformando y aparecieron reglas propias. Y así funcionó cerca de dos años. Por eso le digo autogestivo. Todas las características de un taller convencional pero sin un tallerista que oficia de maestro.

¿Y qué diferencias encontrás entre un taller dictado por un maestro y el autogestivo?

Todo depende de quién es el maestro. En este caso Juan me enseñó muchísimo. Me enseñó a leer por sobre todo. Tengo un gran respeto por él. Estuve en su taller cerca de tres años. Pero a veces tenés que pasar a nuevas etapas con los talleres, porque ya sabes más o menos por dónde puede venir el comentario. La diferencia entre una cosa y otra viene más que nada por el otro lado, que todos pasamos a ser talleristas y dejamos de ser solo alumnos.

Te escuché decir que tenés que estar muy convencido de ser escritor para dedicarle tanto tiempo al oficio, entre tantas obligaciones que rodean habitualmente a las personas. ¿A qué te referías?

No sé si de ser escritor, más que nada de escribir. Cuando te sentás a escribir no te pones a pensar en querer ser escritor, escribís. Más cuando empezás. Tal vez al principio lo pensás pero porque no tenés la más remota idea de lo que significa serlo. Seguís una idea romántica del escritor. Después te das cuenta de las dificultades, y que te cagas de hambre para vivir de la escritura. Cuando era chico, cerca de los quince años, admiraba a Stephen King. Pensaba en qué groso sería ser como él. Ni siquiera sé si lo leía. Pero te hacías toda una película respecto de ese estereotipo. Lo que tenés que estar convencido es de escribir. Si vas a la facultad, laburás, tenés una familia, todo te ocupa tiempo. Entonces, para dedicarle tus horas a una práctica de la que ni siquiera sabes si va a terminar siendo tu oficio o profesión, tenés que estar convencido.

¿Cuando terminaste de escribir Jauría tenías la sensación de que iba a transformarse en tu primer libro publicado?

No lo tenía claro. Para el que nunca publicó, la entrada al primer libro es un quilombo. Hay gente que se maneja mejor que yo, que sabe hacer sociales. Yo no lo sé. Tampoco soy muy sociable. Me cuestan las lecturas y los encuentros. Voy cuando me invitan o cuando está algún amigo, el resto del tiempo soy un ermitaño. Entonces no sabés, te preguntás adónde podés mandar la novela si no es un concurso. Y en el concurso se presentan seis mil y gana una, que si es la mejor o no ya es otra discusión. Pero no podés quedar a merced de eso. Ese cascarón lo tenés que romper de alguna manera. Yo sabía que quería publicar, y lo hice a una edad relativamente grande, a mis treinta y ocho, siendo que escribo desde los quince años. Tardé si uno lo compara, aunque no hubiera necesidad de hacerlo. Pero si bien siempre estuvo el deseo, recién ahora sentí que estaba para publicar. Mi primera reacción fue la de mandar mails a lo bobo. Fue una estupidez. Sabés que no te van a responder. Un amigo de una editorial independiente me dijo una vez que en el staff son dos o tres a lo sumo, y que les llegan cerca de cien novelas. Es lógico que pase. No da el tiempo. Después fui pensando un poco más en frío, sobre el lugar donde veía mejor a la novela.  Y de una forma u otra terminé encontrando a Aquilina, en Negro Absoluto. Sentí que era la editorial que iba con el perfil de Jauría, que era justo para ella.

 

Fotografía: Gisele Velázquez

 

Escribe Marvel Aguilera

(Buenos Aires, 1987) Estudió Filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Egresado de la escuela de periodismo TEA. Colaboró en los portales culturales Revista Tiburón, Indie Hoy, Revista Kunst, Liberoamérica y Artezeta.

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