Final de serie

Con el final de temporada de Game of Thrones todavía a flor de piel, algunas notas sobre el camino de las series para buscar un fin: ser fieles a sí mismas y agradar a sus seguidores.

 

“It´s better to burn out, than to fade away”, cantaba Neil Young con su banda Crazy Horse a fines de los ´70. Kurt Cobain lo citaría después en su carta suicida. El oriundo de Toronto seguiría vivo muchos años más. En algún momento, Neil Young aclarará que el rock no está hecho para el largo plazo: el rock puede entenderse como un producto inmediato contrapuesto a la vida.

Las series pueden mimetizar esta disyuntiva, entre arte y vida, porque se construyen en extensiones de tiempo que exceden su consumo; cuando vemos una serie, cuando la vemos estando al día, no sabemos si el arco argumental que estamos viendo se cerrará. No sabemos cuánto vivirá ese personaje o si la cadena simplemente decidirá cancelarla porque un meteorito destruyó a todo el equipo de producción. Desconocemos incluso cuantos espectadores está teniendo la serie y, aún peor, desconocemos si el número de espectadores y de negocios proyectados le permitirá a la serie seguir en pie. También desconocemos si sus creadores decidirán terminarla de un momento a otro.

Estas incertidumbres forman parte del producto que terminamos viendo. Seamos o no conscientes, hacen a la forma final del producto; a la idea que construimos internamente del uso del mismo. La pregunta que se hace una serie al encarar su final no es si debe “arder” o “apagarse lentamente”, la pregunta está más vinculada con qué historias cerrará o si “cerrará”.

Voy a tomar cuatro finales como referencia: Los Soprano, Mad Men, Lost y Breaking Bad. Son cuatro finales de serie sumamente diferentes entre sí y la pregunta que me queda de los cuatro es: ¿Hasta qué punto es necesario “cerrar” un arco de transformación? ¿Hasta qué punto es necesario “dar respuesta a todos los interrogantes”?

Más allá del acierto estético de cualquiera de estas cuatro series, las cuatro han tenido muchísima atención y han conquistado por un tiempo importante a su público.

Ahora este concepto, “cerrar”, no tiene nada que ver con la vida, tiene que ver con la ficción y lo que tendemos a tolerar o a considerar verosímil. Teniendo tan poca relación con los idas y vueltas repentinos y los tedios sin fin que transitamos día a día, es curiosa esta tendencia a considerar más válido aquello que argumentalmente y, con respecto a la construcción de los personajes, cierra mejor. Son mecanismos propios de la ficción, se narra mediante una estructura que transmite al espectador la posibilidad de una catarsis y de un sentido de aprendizaje. Estando el público tan interiorizado de la estructura de cada ficción a partir del debate masivo que posibilitan las redes sociales, las estrategias van quedando expuestas. Dejan de ser estrategias para ser materia prima del debate, la copia y, finalmente, la sorna.

En este panorama, cuando se vende una serie norteamericana, no sólo se vende la serie en sí, sino el trabajo que tomó, la idea de riesgo que la serie transmite. La idea de producto artístico, de producto de culto también necesita ser vendida. La moda del producto de culto va a destacar la inteligencia de quienes más pueden observar en ese producto, satisfacer tantas inteligencias requiere transmitir una idea de coherencia narrativa. Transmitir la idea no implica más que la transmisión, luego las contingencias producen otro tipo de espacios. Los espacios desarrollan tantos temas de conversación, que el producto en sí pareciera construir su propia lengua común.

Hablo en términos de producto porque la serie es parte de una producción, de una industria determinada con un nivel alto de inversión y expectativas de retorno sobre la misma. Acá no hay nada de amor al arte en el sentido naive que solemos darle a estas palabras. La lengua común que forma una serie como Game of Thrones está vinculada a sus referencias, al nombre de sus protagonistas, a sus regiones: Khaleesi, Braavos, Valar Morghulis, Riverrun.

Tomo esta palabra, Riverrun: en el mundo de Game of Thrones, es una fortaleza que se encuentra en la confluencia de dos ríos. Es un lugar estratégico adoptado por Robb Stark como centro de operaciones durante la segunda temporada, riverrun es también la primera palabra del Finnegans Wake, esta palabra es el inicio de un devenir que se hace lengua, que parece bocetar ideas en el aire y vuelve a su nocturno comienzo. La van a encontrar en minúscula. No es el comienzo de una oración, agarramos la historia empezada. Si unimos principio con final podemos volver a leer la novela y tendrá nuevos sentidos. Y así sucesivamente. El Finnegans es tan multiforme como cada una de sus palabras.

La historia de la ficción, de cualquier ficción, es parecida. Agarro todo empezado, todo está compuesta por las ficciones anteriores, y cada tanto tengo la ilusión de estar viendo algo completo. ¿Cuántos detalles se me pasan u olvido? Detalles que después construyen sentido. Incluso el sentido metafórico cambia día a día. Si alguien viera Game of Thrones como si su desarrollo como serie hubiera venido de la mano del muro de Trump incluso podría entender esta serie con un subtexto político. El muro separa a los vivos de los muertos. A los civilizados de los incivilizados. Los incivilizados son, a su vez, llamados “gente libre” pero, al contrario de lo que estás palabras implican, en el mundo planteado por la serie deben ser eliminados. Dependiendo del final, el discurso puede resultar tanto reaccionario como anarquista.

La construcción de los personajes tanto de un lado como del otro lado del muro está llena de matices. Desde ya, no me siento identificado con nadie “porque sea bueno”, creo que en ese sentido la ficción norteamericana aprendió a comprender a sus espectadores. Me siento identificado porque cada tanto entiendo que alguno de los personajes tiene un momento de realidad. Un momento que me parece cierto. Esto lo supo trabajar bien Game of Thrones hasta esta temporada en la cual apareció decidida a definir cuestiones, a resolverse a sí misma, cerrar las historias, resolver los conflictos, permitir la catarsis y transmitir una idea de aprendizaje. Si el aprendizaje es sobre la naturaleza humana (propia), mejor.

En la medida en la que el clímax es mancomunado y el rédito identificado, una cuestión opaca lo que puede haber de verdadero en el producto; aparece una idea de éxito, una aspiración, una civilizada cuestión: sentirse realizado. En una serie la idea de éxito ya no puede ser reproducida como antaño. Esa identificación en la cual prima que el personaje sea exitoso en última instancia, laboral y emocionalmente, claro. El final feliz. En una serie ya no es posible porque el producto debe ser extendido y toda extensión es una lucha a muerte contra el tedio. El final feliz es un infierno si se mantiene por demasiado tiempo, es necesario romperlo para generar otro aprendizaje, otra idea de éxito. Con cada serie esta historia se espesa. La idea de éxito se vuelve difusa con tantas sobreimpresiones. Breaking Bad despierta la pregunta para los ambiciosos, desde las acciones o desde la impostura oral: ¿Qué estás queriendo ser?

En Game of Thrones el éxito sobre la temporada final pareciera ser mantenerse con vida. No es poca cosa. De algún modo es la propia serie la que está definiendo su futuro comercial, haciéndolo explícito en su trama. La serie batalla por mantener con vida ese mundo, esa fantasía mancomunada, civilizada y asesina.

Netflix, por su propio funcionamiento, tuvo acceso a algo que nunca pudo ser correctamente medido en el consumo televisivo: Devino en una herramienta sumamente efectiva para la recolección de datos sobre gustos e intereses en tiempo real, el resultado fue la serie House of Cards. A través de esta óptica, lo que se plantea es un juego de poder contemporáneo, <<Este hombre no tiene norte, no tiene ideología, ¿no los aterra un hombre así?>> dice de Frank Underwood su rival de campaña. Underwood es la ambición hecha carne, la ambición en un mundo constituido por un pragmatismo definitivo. Complace al público que la mantiene con vida haciendo uso de la violencia justa y necesaria.

La interpretación de una serie es un buceo individual sobre las aguas que transitaron los autores en plenitud. No puede ser errada porque es tan sólo la forma de vincularse con la serie. Mi biografía se entrelaza con la de los personajes, mi capacidad reflexiva también, mi formación, mi estado de ánimo, todos los elementos que hay en el ambiente, en los medios, todo conduce a un momento íntimo con ese saber público. No puedo estar errado porque no hay grandes verdades en el arte. Mucho menos en el arte industrial, un saber tan público no puede ser tan definitivo a nivel personal. Cada persona es un detalle clave para evitar totalitarismos. La paz también puede ser tirana para mentes criadas por y para el conflicto.

Game of thrones encara su recta final con unos optando heroicamente por la supervivencia de la especie y otros por la supervivencia de ellos mismos. Este mundo se alineó con una sencillez insospechada. Incluso en su incestuosa complacencia, limpió un camino claro para el juicio del espectador, siendo fieles a las tradiciones perversas del espectáculo presentó en pantalla una enfermiza satisfacción. Lo veo a Jon con cara de Edipo y a Bran con cara de deus ex machina. Se decidió forzar las tramas por cuestiones de producción. Consumo extasiado los efectos visuales y a esos personajes forjados por historias menores, humillantes, perversas e insospechadas.

El fuego totalitario de los dragones es el fuego absoluto del destino. Entiendo su pureza ancestral, su inquietante justicia y su placer sanguinario. Lo entiendo porque no puedo evitarlo. Es parte del artificio, de la construcción trágica plagada de héroes buscando sus tragedias personales. Las simetrías son inhumanas, los héroes también. El quiebre tanto temporal como creativo disuelve la materia de la que está hecho el creador, me amalgamo en la experiencia, me abandono y me encuentro en los canales de un medioevo alucinado, me siento rey mientras huyo de la muerte como cualquier hijo de vecino.

 

Escribe Lucas Iranzi

Lucas Iranzi es egresado de la ENERC, escribió y dirigió tanto cortos de ficción como documentales. También guionó y produjo shows teatrales de escasa difusión. Tiene múltiples personalidades pero no partícipes de un desorden o, al menos, eso afirma él. Sin ir más lejos esto lo escribió él ¿Por qué usa la tercera persona? La verdad: No lo sé.

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