Fuera del canon apolíneo… lo dionisiaco

¿Puede la humanidad acceder al desaforado impulso dionisíaco, que todo lo expande, sin el cauce de los límites de lo apolíneo? Pareciera ser que, sin algún tipo de anclaje que permita habitar el mundo, la experiencia de quebrantamiento de todo límite, nos llevaría a la disolución. Escribe Gabriela Puente, ilustra Javier Ranieri.

Logos y zoe

La filosofía comienza, en sus orígenes griegos, a preguntarse por el cosmos, ese sistema ordenado pasible de ser conocido por medio del logos, o principio racional. 

El logos va poco a poco deviniendo de una medida, o racionalidad presente en el cosmos, a un principio inmutable separado de él. Simultáneamente se asoció a la Grecia clásica con conceptos relacionados con el logos, el equilibrio, la belleza sobria y la Razón. 

Recién hacia 1870, cuando el filósofo alemán Friedrich Nietzsche escribe El origen de la tragedia, reaparece una potencia presente en el arte griego que, durante siglos, había permanecido invisibilizado: lo dionisíaco. Más específicamente, Nietzsche describe en su obra dos impulsos que aparecen en el arte griego arcaico y clásico: lo dionisiaco y lo apolíneo. Mientras que éste último está vinculado con las artes representativas, el primero lo está con la música, y sobre todo con la tragedia. Lo apolíneo supone también un saber ordenado, racional, científico si se quiere, acerca del mundo; lo dionisíaco, por el contrario, es algo así como el trasfondo metafísico de la vida, creador y destructor a la vez. 

Para el filólogo húngaro Karl Kereneyi lo dionisíaco está íntimamente relacionado con el concepto de zoe, al que define como una vida sin caracterización, continua y sin recorte, afirma el autor: “El zóeín, (…) corresponde al estado mínimo del vivir, «vivir y mirar la luz del sol», «vivir y tener abiertos los ojos en la tierra», «vivir y ser».” (Kerenyi, 1998:14).

Podemos pensar esta potencia dionisiaca como una especie de savia vital que recorre la cadena del Ser independientemente de toda obturación o recorte clasificatorio en géneros, especies, o cualquier otro.

Cada vez que aparece Dionisos, muere lo apolíneo, por medio de procesos de transfiguración, hibridación o metamorfosis. El ordenamiento del mundo estalla o se disuelve para volver a reordenarse creativamente.

Dionisos es el más corpóreo de los dioses, y rige en cierta medida los múltiples cambios orgánicos. La experiencia dionisíaca se metaboliza en el hígado, parte del cuerpo asociado a Dionisos. Allí, para los antiguos, se encontraba la porción más baja del alma, la Epithymia. Los griegos consideraban que durante el sueño el alma viajaba y se encontraba con la atezada superficie del hígado donde se reflejaban las ideas y sentimientos concebidos durante el día, para generar las fantasías de los sueños. Entre otras cosas en el hígado es donde se metaboliza el alcohol, más específicamente el vino, bebida dionisiaca por excelencia. El hígado es también la parte concupiscente del alma, la más cercana a los genitales. Y el órgano de los animales sacrificiales preferido por los augures, esos adivinos que sobre su superficie reflexiva observaban imágenes predictivas.  

Dionisos es un dios de la transfiguración, de las metamorfosis. Un dios al que se puede acceder de manera auditiva, táctil, sinestésica, pero no de manera visual ya que carece de una representación fija. La mitología muestra a Dionisos desplegado en los infinitos zarcillos de las vides, en las serpientes enredadas en los cabellos de las ménades, transfigurado en toro, descuartizado en miles de pedazos, nacido dos veces del vientre de una mujer y el muslo de un dios. En pocas palabras, las formas predeterminadas no alcanzan para coagular su presencia. 

¿Qué hacer con un dios así, cuasi vegetal, cuasi animal, tan alejado de lo humano? ¿Qué hacer con él sino reverenciarlo hasta la propia demolición como lo hicieron algunos pensadores dionisíacos? Existe una anécdota ya celebérrima: en 1889 Nietzsche, al borde del delirio, cruzaba la plaza de San Carlo en Turín, encuentra un caballo casi exánime siendo fustigado por su dueño, Nietzsche se acerca en silencio, se inclina en gesto de sumisión ante el animal herido, quizás porque en ese el animal habitaba el dios, y ruega perdón en nombre de la humanidad, luego el filósofo colapsa, desvanecido, contra el suelo. Muchos biógrafos sostienen que ese fue el momento auroral de la demencia que sufrió Nietzsche durante los últimos años de su vida.  

El dios de las mujeres

Se cree que, en la Grecia antigua, las nocturnas ceremonias dionisíacas eran celebradas a la luz de las antorchas en lugares alejados, como las cimas de alguna montaña, o ciertos bosques sagrados, donde se adentraban los veneradores de Dionisos, sobre todo mujeres, quienes, lejos del yugo de sus maridos, recibían a la furibunda deidad de la subversión. 

Dionisos eleuterio, el liberador, expulsaba a las mujeres del hogar, redimiéndolas de las cotidianas tareas a las que se veían obligadas por la educación patriarcal griega. 

Dionisos, el más corpóreo de los dioses fue también el más andrógino y femenino. Fue, a todas luces, un dios de las mujeres.

Queda a su vez subdividido el mundo de acuerdo a los dos impulsos de lo dionisiaco y apolíneo: de un lado, las experiencias místicas, cercanas a la muerte y a la locura que se dan en lo más profundo del cuerpo. Del otro lado, el accionar del logos, que da lugar al saber y al pensamiento canónico, que carecen de cuerpo. 

Y así como el cuerpo quedó del lado de lo irracional representado en la figura de lo femenino, así también quedaron las mujeres alejadas de los saberes canónicos, salvo escasas excepciones, entre las cuales podemos nombrar a las reconocidas hetairas y a las sacerdotisas de Delfos, donde se encontraba el oráculo de Apolo.

Pero si vemos con mayor detalle, en el caso de las hetairas, que no analizaremos aquí, sus conocimientos y habilidades oratorias tenían el fin de generar una compañía interesante para los hombres. Por su parte, en el caso de la pitonisa, esta no representaba tanto el lugar del saber sino de la verdad. Además del hecho de que la pitonisa es todo menos una mujer común, la preparación en la que se sumerge desde su nacimiento, la apartaba y diferenciaba del resto de la prole humana. 

Nuevas transfiguraciones dionisiacas

Aquella zoe, que mencionamos más arriba, implica una existencia sin límites ni cortes, una sopa primordial previa a todas las formas, o, para decirlo con las poéticas palabras de Rodolfo Kusch: “ser árbol lleva como un nimbo la magia demoniaca de poder haber sido un alga.” (2007: 26 y 27.). 

La captación de esta vitalidad genera saberes que debaten con el canon, y es esta la raíz dionisíaca de todo paganismo, de todo chamanismo y, quizás también, de todo pensamiento americano. 

La academia se pronunció una y otra vez en contra de la posibilidad de existencia de una filosofía americana o argentina. En este sentido, la filosofía, en particular, y el saber en general, según el canon, es aquello que se hace en Europa. Se argumentó durante años que para que algo sea considerado una filosofía debía enmarcarse en una tradición y carecer de fragmentaciones, dado que ella se definiría a partir de la aglutinación de un sistema, similar al de una ciencia.

Con todo esto queda demostrado que la (falsa) universalidad del canon esconde el eurocentrismo más recalcitrante. Y diversos movimientos colectivos están poniendo en cuestión la relación entre lo universal abstracto y regulativo del saber canónico con los cuerpos, conceptos, sensaciones, percepciones, afectos; y entre estos y nuestro territorio preciso con sus propias idiosincrasias, recursos y tradiciones. 

Si lo apolíneo es canónico, lo dionisiaco no puede ser sino marginal, pero esta marginalidad lejos de mermar la fuerza del pensar filosófico autóctono, la potencia. Y hoy más que nunca es necesario seguir haciéndonos preguntas que nos interpelen, para así poder responder a nuestras necesidades concretas desde un pensamiento situado y territorializado y no a partir de fórmulas foráneas, vacías, implantadas en el territorio local, tan caras a teorías como la del trasplante cultural promovida, en el siglo XIX, por Juan Baustista Alberdi y otros referentes de pensamientos actuales. 

Si a algo se parece lo dionisiaco es a la lógica del injerto no del trasplante sin más, su verdadera esencia es la de una hibridación que permite una metamorfosis creativa y renovadora. Pero, debemos asumirlo, hay injertos que funcionan y otros que son monstruosos. 

Bibliografía

García Garino, G. (2009). “Las heteras atenienses: su posible rol político” en Revista Melibea Vol. 3, pp. 51- 68

kerenyi, K. (1998).  Dionisos, la raíz de la vida indestructible, Barcelona: Herder.

Kusch, R. (2007). Obras completas II, Rosario: Fundación A. Ross.

Mariño Sánchez, D. (2014). Injertando a Dionisio, Madrid: Siglo XXI.

Nietzsche, F.  (2007). El origen de la tragedia, Madrid: Espasa Calpe.

Valdés. M. (2009-2010). “Las mujeres y La noche en Los rituales griegos: Las seguidoras de Dioniso en Atenas” en guía Universidad Complutense de Madrid, ARYS, 8, 2009-2010, 43-60  ISSN 1575-166X.

Escribe Gabriela Puente

Gabriela Puente nació en Buenos Aires durante el invierno de 1979, licenciada en Filosofía por la UBA, maestranda por UNDAV, primera mención en Certamen de Ensayo Filosófico de la Facultad de Filosofía y Letras UBA, su tesis de licenciatura fue publicada por Editorial Biblos en 2018, publicó varios artículos en revistas académicas; actualmente se dedica a la docencia y colabora en diversos medios.

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