En Tiempos Recios Mario Vargas Llosa refrenda que la madre de todas las batallas se libró en el invierno guatemalteco que terminó en el mayor error estratégico de la historia de Estados Unidos: el derrocamiento de Jacobo Árbenz que amamantó el monstruo más temido del siglo XX, la Cuba castrista. Ilustra Tano Rios Coronelli.
Se lo veía muy delgado, ojeroso y hacía días que prácticamente no comía. El médico presidencial lo examinaba constantemente pero nada podía hacer por su cuadro terminal. El capitán del Ejército, héroe de la Revolución de 1944, un soldado del pueblo, era poco menos que un San Martín moderno en esa Guatemala semicolonial, pero estaba en jaque desde su discurso de asunción como presidente en 1951 y ya no era suficiente que reafirmara en cada exposición sus convicciones anticomunistas. Jacobo Árbenz, cuestionado por la CIA, agonizaba de vacío de poder.
Mario Vargas Llosa, en una de sus cumbres de la novela política —las otras son, posiblemente, La fiesta del Chivo y Conversación en La Catedral—, se sirve de Árbenz para darle matriz a un historia fundacional en las relaciones entre Estados Unidos y América Latina. Tiempos Recios (Ed. Alfaguara) aborda el golpe de estado de 1954 en Guatemala y la lectura que hicieron de la intromisión de la CIA los protagonistas de la región.
La novela, entonces, entroniza a Árbenz pero también tiene a la United Fruit Company —el brazo armado de la política bananera—, al perpetrador del derrocamiento Carlos Castillo Armas y a su amante (personaje ineludible) y hasta se cuela en la trama el temido y desagradable Johnny Abbes, el plenipotenciario jefe del Servicio de Inteligencia de la República Dominicana de Rafael Leónidas Trujillo. El guiño a La fiesta del Chivo no es azaroso sino fundamental para entender el clima de época y cómo Estados Unidos manejó su patio trasero ante la (equivocada) idea del presidente Dwight Eisenhower de que Árbenz era un comunista realizado. No es intención de estas líneas desnudar de secretos el trabajo de Vargas Llosa, al que tampoco le faltan gerentes de publicidad y empresarios de grupos económicos que estimularon el levantamiento, sino analizar el agudo paralelismo que traza entre la suerte de esa Guatemala fallida y la Cuba post revolucionaria.
Árbenz asumió la presidencia en 1951 en reemplazo de Juan José Arévalo, el primer presidente consagrado en elecciones libres, y pronto agitó el avispero en un país azotado por la pobreza. Se planteó el objetivo de convertir a Guatemala en una nación económicamente independiente, transformando un sistema casi feudal en una economía de mercado, pero con un Estado garante de fondo. También prometió combatir el comunismo y recortar la fuerza de las agrupaciones de izquierda, pero pronto se asoció políticamente con el Partido Guatemalteco del Trabajo y avanzó en una reforma agraria que retaceó beneficios a los oligopolios fruteros y provocó la intrusión de Estados Unidos. El director de la CIA, Allen Dulles, puso el ojo en evitar que Guatemala se convirtiera en una cabecera de playa soviética en América Latina y al menos desde 1952 empezó a recabar información sobre la situación en el país. La faena se remató con el golpe de 1954 y la administración Eisenhower negó enfáticamente la intervención pero con las desclasificaciones posteriores se dio a conocer que Washington tenía más documentos sobre los años de Árbenz que sobre toda la historia guatemalteca.
La presidencia arbencista coincidió, y acá viene lo interesante, con la presencia en Guatemala de varios integrantes del Movimiento 26 de Julio que habían intentado, sin éxito, el Asalto al Cuartel Moncada en 1953 para derrocar a Fulgencio Batista. Fidel Castro, el comandante de aquella intentona, permanecía preso en Cuba, pero algunos revolucionarios habían logrado escapar y exiliarse en Guatemala. Uno de ellos, Antonio Ñico López, formaría una férrea amistad con Ernesto Che Guevara, y ambos serían testigos privilegiados del golpe y estudiarían sus consecuencias. El Che, que se encontraba en uno de sus viajes, tuvo que refugiarse en la embajada argentina y partió posteriormente a México, en donde López le presentaría a Castro, ya amnistiado, en 1955.
Vargas Llosa, escritor trajinado en redacciones, cierra Tiempos Recios con una entrevista —real o no, ya no importa— con aquella Miss Guatemala (que formalmente nunca lo fue) que acompañó a Castillo Armas en su aventura política y al que considera el amor de su vida. Esa entrevista se mezcla también con una reflexión del autor en la que sostiene que fue una gran torpeza de Estados Unidos preparar un golpe militar que, encima, tuvo a un inepto como Castillo Armas de testaferro. Árbenz, en verdad, no era un comunista sino más bien un demócrata algo ingenuo y un poco manipulado y luego descartado por los “rojos”. Prueba de esto es que en su exilio peregrinó sin rumbo, terminó entregado a la bebida y falleció ahogado en la bañera en una de sus tantas borracheras. Su familia tampoco escapó al sino trágico que también arrastró a Guatemala, marcada a sangre y fuego por la guerrilla y el terrorismo contrarrevolucionario. Por todo esto, el triunfo que obtuvo la CIA fue “pasajero, inútil y contraproducente”.
Distinta fue la suerte que corrieron los partidos izquierdistas del Caribe, que fortalecieron su antiamericanismo y aprendieron valiosas lecciones de la experiencia guatemalteca. El Che terminó de forjar su estirpe guerrillera durante el padecimiento arbencista (“aquí lograré lo que me falta para ser un revolucionario auténtico”, confesó en una carta enviada a su familia) y entendió que el de las armas era el único camino posible hacia la revolución en América Latina. Bajo su influencia, el Movimiento 26 de Julio de Fidel Castro fue el que sacó las conclusiones más certeras de lo ocurrido, y de allí surge posiblemente la erradicación del ejército cubano y el giro definitivo hacia el comunismo radicalizado de la Unión Soviética, como una manera de blindarse ante los embates de Estados Unidos, que personificó en Cuba al Gran Satán desde el triunfo de la Revolución en 1959.
Suena contra fáctico pero es el mismo Vargas Llosa el que postula la hipótesis según la cual la Cuba castrista podría haber sido mucho menos hermética sin Guatemala ’54. Para eso se ampara en el alegato que pronunció Castro cuando fue juzgado por su actuación en Cuartel Moncada, un núcleo de coincidencias básicas en el que su visión era mucho más socialista que comunista y bastante cercana, en términos de política real, al discurso arbencista. Su larguísimo testimonio llevaba un título magnánimo: La historia me absolverá.