Una lectura de la literatura de la autora argentina Ariana Harwicz a través de sus novelas por Damian Sarro. Ilustración de Mariano Lucano.
Matate, amor
Buenos Aires, Mardulce, 2018 [1°ed. 2012], 160 p.
La lectura de la primera novela de Ariana Harwicz constituye un desafío constante y radical en una prosa cruda, violenta, hiriente, fragmentada y espinosa, tal como si se pretendiera sujetar un cactus con la mano. En Matate, amor se deconstruye la imagen tipificada –estandarizada– de la familia tipo interpelando los roles de esposa y madre –de mujer, podría decirse–. Una escritura que, cargada de lirismo sádico, impide el avance diegético, una escritura rota, herida y donde su funcionalidad, paradójicamente, retrasa la proyección de la historia por su misma intensidad semiótica. Esta novela rompe estructuras: la familiar, la maternal, la conyugal; en definitiva, la social. El trío de personajes –madre-padre-hijo– aparece como nebulosa con pretensiones de obturar la recepción del lector cómodo caído en las trampas de un realismo costumbrista. La escritura de Harwicz se detiene en el mínimo detalle –ínfimo– y pareciera no haber intención de narrar, sino de transmitir emociones, una conjunción de emociones, lo que produce en su narración la no-narración. La representación de la mujer, de su voz, de su corporeidad, de su idiosincrasia, aparece de forma disruptiva desde el seno de la misma mujer; una especie de tautología feminista cuyas expresiones sirven para autoinfligirse, algo así como una escritura en dativo posesivo que se acecha a sí misma. En la galería de frases se destacan las siguientes:
«Ahí voy, digo, y soy una falsa mujer de campo con una pollera roja a lunares y el pelo florecido. Rubia, traeme, digo con mi acento. Y soy una mujer que se dejó estar y tiene caries y ya no lee. Leé, idiota, me digo, leéte una frase de corrido» (p. 9). «¡Solo decime si te acostás con él y te dejo en paz, te juro! Y la perorata de los celos, el bla bla bla que destruye simultáneamente al celoso y al celado dio rienda suelta a patadas, golpes, idiota, pelotudo de mierda, loca histérica y demás banalidades» (p. 56). «Voy a acostar al niño, masturbar al hombre y dejar la insurrección para mejor vida. Yo, que quería parir un hijo no declarado. Sin registro. Sin identidad. Un hijo apátrida, sin fecha de nacimiento ni apellido ni condición social. Un hijo errante» (p. 68). «Le dije de todo menos lindo. Al bebé. Qué no le dije, lo recontra insulté. Una boca sucia de madre. Lo llené de agravios al pobre. Espero que no reconozca ninguna palabra, que más tarde no repita delante de todos la concha de tu madre» (p. 85). «No me hago cargo de lo que pueda pensar de mí. Lo traje al mundo, ya es suficiente. Soy madre en piloto automático […] Mamá era feliz antes del bebé. Mamá se levanta todos los días queriendo huir del bebé y él llora más» (p. 99).
La débil mental
Buenos Aires, Mardulce, 2019 [1°ed. 2014], 112 p.
La segunda novela de Harwicz es una dentro de varias. Dos mujeres desquiciadas –madre e hija– atraviesan distintos episodios que (di)simulan sostener parámetros sociales políticamente aceptables, pero allí abundan, paradójicamente, el sexo, lo carnal, lo descarado de la cotidianidad, el enfrentamiento materno/filial, la prostitución de los cuerpos, la violencia verbal y el maltrato en su amplio espectro. Sobrevuela la violencia en el terreno de la escritura, fragmentada, intensa y explotada en el paroxismo de su connotación; procedimiento escriturario que deviene en una prosa poética cargada de imágenes sensoriales. Leer a Harwicz es como olfatear la misma escritura por la intensidad estética que va más allá de lo descriptivo y de la trama en sí misma. En la galería de frases se destacan las siguientes:
«Tengo un mensaje de él y es una ráfaga de chispas como una eyaculación que me devuelve a la vida. Escala en mí como una enfermedad» (p. 19). «Creo que no pensé realmente en nada en toda mi vida. Pateo piedras al lado del camino. Ahora soy una turba de aves nocturnas. Ahora soy una imposible horrible maravillosa noche. Ahora una avalancha hueca» (p. 51). «O hay un porqué para violar en cuatro sobre una tabla, descuartizar, meter a la víctima en una bolsa de consorcio y tirarla a la vera del camino hasta que pase el camión de residuos, realmente te juro que no te entiendo, te crié muy ingenua yo. Yo malcrié. Te anticrié» (p. 58). «A veces, un cuerpo no es más que un coito, un hijo del coito. No pasa, no sale, nada. Un último beso y le agarro lo que queda de la cara y se lo estampo» (p. 94).
Precoz
Buenos Aires, Mardulce, 2015, 86 p.
Con esta novela se experimenta una literatura potente y ácida, corrosiva, que arrasa con todos los estereotipos burgueses y con aquellos paradigmas considerados «normales» –palabra detestable–. En Precoz la lectura se enriquece si se la vincula con La débil mental y ahí eclosionan salvajemente las relaciones madre-hijo / hijo-madre para instaurar un modelo de vinculación fracturado desde donde se lo mire, aunque, paradójicamente, autosostenido por sus propias leyes. Madre e hijo que se potencian ante la irrupción de un tercero, cuya presencia pareciera incomodar y, asimismo, profundizar las relaciones madre e hijo con sus particularidades. La lectura de Precoz aparece como fragmentada, inconclusa, donde el no-desarrollo de las distintas situaciones hace de la trama un camino sinuoso y entrecortado; esto implica unas voces narrativas difusas y superpuestas. La yuxtaposición de imágenes y situaciones de la historia habilita una posible vinculación con el estilo girondino de los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922): narración como postales, estampas fotográficas donde la brevedad lingüística es a la vez potente y connotativa. Se destaca la idea del hijo transformado, por su madre, en objeto, y rompe así los mandatos tradicionales de la familia burguesa. Erotismo, pobreza, marginalidad e incomprensión son algunos de los tópicos que sobrevuelan en este libro, que por cierto carece de capítulos y se explaya como una frenética cascada verbal donde sumerge al lector de un brutal empujón hacia la historia, ahogándolo en las perversiones madre-hijo. Quizás sea esta la prosa menos poetizada de Harwicz y, asimismo, la más compleja a pesar de su brevedad. En la galería de frases se destacan las siguientes:
«Después de un largo rato lo corro, su cuerpo queda para abajo, la mano aplastada sobre la presión de su panza, la boca de mamífero que busca sorber. Salgo de la zona techada y afuera todo es mugidos» (p. 51). «Me echaron del colegio, me quedé libre, tengo que recomenzar de cero en un curso inferior, no aprendí nada, no leí nada, no conozco a nadie, en el curso la mitad no sabía decir cómo me llamo, ni apodo me pusieron» (p. 55). «Tenía que pasar, todo puede pasar entre el amor de la madre y del hijo, por qué esperar que algún día todo pase y después un recuerdo» (p. 56). «Yo hubiera sido una buena toxicómana, una beatnik si no fuera porque vengo de una familia con clase y desconectada de lo sucio donde papá y mamá hablaban en la mesa y hasta se miraban» (p. 70).
Degenerado
Buenos Aires, Anagrama, 2019, 124 p.
En esta cuarta y última novela de Ariana Harwicz se presenta un monólogo introspectivo –si se permite el pleonasmo– de un hombre cuya historia familiar golpea su existencia por traumas no resueltos y hundidos en las aberraciones de la guerra desde el flagelo nazis/judíos; en esta oportunidad, Harwicz se separa de la focalización femenina para interiorizarse en la mente de este sujeto que, si bien a priori carga con la peor de las criminalidades humanas –la pedofilia–, logra captar una rara atención del lector, una especie de atracción empática sustentada en la misma incomodidad que genera, condición que se produce tanto en el contexto narrativo como en el mismo lector . Ahora, en el presente de su enunciación, sentado en el banquillo de los acusados, enfrenta cargos de pedofilia y asesinato de una niña; él no tiene más defensa –literalmente, ya que no acepta abogado– que el poder de la palabra, y pone en tela de juicio preceptos sociales y culturales concebidos como indiscutibles. Una serie de potentes frases sacuden al desprevenido lector y apela a un planteamiento juicioso muchas veces irresuelto.
Gracias a estos condimentos argumentativos, la novela configura todo un territorio textual donde la cuestión de la pedofilia y de la ley –la penalidad– luchan contra el poder de la palabra en la carrera para alcanzar el podio novelístico: la condena social por su crimen o la aceptación de su monstruosidad como producto del nazismo; en ambos caso, la presencia de lo bestiario atraviesa toda la noche y sobrevuela en la deconstrucción de parámetros sociales –y morales– que simulan ser irrefutables. El lector se enfrenta a una disyuntiva que potencia la magistral prosa de Harwicz interpelándolo para determinar una toma de posición al respecto. En la galería de frases se destacan las siguientes:
«La mente es como un trineo inmundo que nos arrastra por malos caminos dejando huellas para que nos atrapen» (p. 7). «Por supuesto que yo no me siento culpable y si me odian y piensan que soy un asesino tienen razón porque tengo el gen» (p. 40). «El odio es algo bueno, yo estoy hecho así, es lo que me reprocharon pero es lo mejor que pude heredar […] permite avanzar entre las altas fojas a brazo largo y amortiguar el impacto del proyectil» (p. 64). «Cómo se controla lo sexual. Cómo se controla lo que sea verdaderamente humano […] pero con nosotros nacerán miles de pedófilos nuevos. A cada hora una mujer está pariendo uno en su casa, en el hospital, a cada hora una mujer engendra uno nuevo […] Mentener una relación con una menor cómo no va a ser posible, es totalmente posible, lo imposible es lo que intentan limitar a azotes de ley, a un cerdo en el chiquero también se lo puede amar, hay hombres que tienen relaciones románticas con la luna» (pp. 74/75).
La potencialidad de estas ideas constituye la huella estética de la novela y, lejos de justificar la conducta del protagonista, el daño que el protagonista produce es, supuestamente, proporcional al que recibió en su vida, de ahí una clave de lectura para el título del libro.