Reseña de Hospital Francés de Daniel Gigena, novela editada por Caleta Olivia. Ilustración de Mariano Lucano.
La palabra supone la experiencia y al igual que en aquel verso de Eliot, supone también algo por definir:
Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento.
Dónde el conocimiento que hemos perdido en conocer.
En Hospital Francés de Daniel Gigena, el narrador evoca, cuenta, exorciza y plantea todas las posibilidades del miedo, sus reacciones más primarias (incluso se llega a mencionar el odio) cuando la integridad se ve amenazada (“nadie que entraba con ese diagnóstico salía vivo”), y traza un código que le permitirá descifrar al desocupado lector qué es lo que ese cuerpo tiene para contar al testigo y cronista acerca del deterioro y la muerte de un hombre infectado por el virus del HIV (Jorge), que es también su pareja y a la vez el interrogante de una vida diletante, peligrosa, susceptible de agitar y perturbar el orden establecido.
La historia está situada en el año 97 del siglo pasado; el dato enciclopédico recaba el crimen de un reportero gráfico y la caída fatal de un avión con sus pasajeros como los hechos luctuosos más notables ocurridos por estos campos. Resulta interesante el universo retórico e ideológico y las circunstancias comunicativas desde las que parte y propone el libro en simetría con otro contexto: la violencia y el auge discursivo del menemato, consistente en la inscripción del país en el mercado mundial, como mercado económico y financiero y como mercado de ideologías, de propuestas culturales.
La nouvelle está dividida en dos partes; en la primera el narrador menciona más de una decena de veces la preocupación por una eventual falta en el suministro de tanques con oxígeno para el convaleciente. La amenaza del cese de la respiración artificial (la ventilación asistida en una persona que ha dejado o se le dificulta respirar), supone la amenaza del cese de un ejercicio efectivo de la palabra, este ejercicio también interviene el ritmo respiratorio y se convierte en el requisito de estructura para que tal ritmo esté disponible, audible y sea afectado, alcanzado por lo imaginario y lo simbólico: el texto irá revelando la exaltación, el sentimiento y la pasión de los personajes “pocas situaciones podían quedar, si uno lo pensaba bien, fuera de los límites de un juicio” y, en otro aspecto, la existencia de una posible justificación “no sentía que tuviera derechos”. En la restante parte del libro que nos ocupa, titulada Veinte años después, e igual que en la aludida novela de Dumas (Padre), han caído gobernantes y estamentos, y ya se sabe que al final nunca volverán a reunirse los amigos, el narrador que hace de sus trances el relato, logra saldar su lectura de aquel país fascinado por las imágenes fugaces, en un contexto más amable, leyes y farmacopeas mediante, léase: la legislación autoriza el matrimonio entre personas del mismo sexo y existen drogas para prevenir el contagio de HIV: “en una mesa ratona estaba Matrimonio igualitario de Bruno Bimbi. Recordé la Biblia que todavía encontraba en hoteles de provincia. Les había llevado de regalo una novela policial. Comprobé que la tipografía de la novela (…) era mejor que la del libro de Bimbi”.
El autor señala mediante la intensa y aparentemente caprichosa dirección del recuerdo, con su particular modulación de lo trivial y lo entrañable, que ya nadie está constreñido por legislación alguna, que se es dueño de sus propios actos y que sólo ante sí mismo podría buscar coartadas o ventura. Y lejos de disimular mediante una restauración engañosa las roturas de una pieza (de un cuerpo, de un texto), como un orfebre oriental, subraya con una franja de oro ese tortuoso recorrido de aprendizaje y dolor: “Jorge me preguntó si no me había dado cuenta de que se había referido a nosotros de manera indirecta (…) yo estaba un poco sorprendido de que el amor que sentía fuera tan evidente para los demás.”.