Ilusión

En este relato del libro Lógica de la perturbación (Salta el pez, 2022), Juan Carrá crea personajes que, desde el silencio, dicen mucho más que cuando hablan. Ilustración Tano Rios Coronelli.

Parece muerta. El cuerpo apenas deforma el colchón. Boca arriba, los brazos laxos a cada lado de un cuerpo que ya no le pertenece. Parece muerta, piensa, mientras la mira. Los ojos hundidos en cuencas de piel oscura, craquelada; el pelo blanco, fino, tanto que deja ver el cuero cabelludo. La cicatriz un poco arriba de la oreja. Los labios retirados sobre las encías sin dientes. La frente, la única parte de su cuerpo sin arrugas. Parece muerta. Se acerca, la besa entre los ojos y siente la fiebre. La única señal de que su mujer sigue viva.

—¿Hace cuánto que duerme?

—Hoy no abrió los ojos.

—¿Y la fiebre?

—Es normal, en un rato le toca el remedio.

Gloria pasa los puntos del tejido y responde a las consultas del señor sin levantar la vista. Es lo mismo de todas las mañanas. La escena, su show, para demostrar que le importa lo que le pasa a Elsa. Después, sabe, se irá con la cabeza gacha, murmurando alguna cosa que ella no terminará de entender, pero que intuye se trata de un lamento impostado, una postura que pretende demostrarle que él sigue ahí, vigilándola para que haga bien su trabajo. Después de todo, ella es nada más que una enfermera. Por más que permanezca en esa habitación más tiempo que él, que sus hijas, que sus nietos. 

—Tengo que salir… 

—Vaya, vaya… yo me quedo.

—Sí, claro que te quedás… para eso te pago lo que te pago —refunfuña y Gloria no lo escucha, sigue pasando los puntos: dos al derecho, uno de revés. Dos al derecho, uno de revés. Cuatro y dos y otra vez dos y uno. Entonces suena la alarma del celular. Se levanta de la silla, abre la ventana y deja que la luz de la mañana entre en el cuarto. Busca la radio y la pone bajito. Las noticias de las nueve se suceden una tras de otra. Gloria no le presta demasiada atención, las pone para escuchar otra voz, para no sentirse sola. El día recién arranca y sabe que por delante le quedan horas de silencio a la espera de que Elsa abra los ojos. Y cuando lo haga nada va a modificarse. Los ojos verdes sin brillo se quedarán fijos, casi sin pestañar, hasta que vuelva a cerrarlos. Es un reflejo, un reflejo del cuerpo, fijesé que las pupilas están siempre igual, esa es la señal de que no está despierta por más que tenga los párpados abiertos. A pesar de los dichos del médico, Gloria le habla, le cuenta las cosas que le hace por más que sabe que no va a contestarle. A veces siente que ella la entiende, que está ahí, que le sonríe cómplice cuando le cuenta lo que hace su marido. Imposible, Elsa no da señales de estar viva ni siquiera ahora que tiene que moverla para cambiarle la sábana.

—A ver Elsita, ayudame… inclinate un poco que así no puedo.  

Gloria sostiene el cuerpo de Elsa de costado con una mano y con la otra desprende la sábana sucia y engancha la limpia. Después la da vuelta y hace lo mismo del otro lado. Un par de maniobras después, la cama queda lista. Elsa en el mismo lugar, en el centro del colchón, con los ojos cerrados. Gloria vuelve a la silla, al tejido. Quince minutos más de puntos que van y vienen. La alarma del celular otra vez: hora de la inyección.

En el cajón de la mesa de luz guarda la jeringa y las ampollas. Las agujas las tiene en el maletín. Ahí las guarda desde que le faltaron algunas. Desconfía de uno de los nietos de Elsa. Tenga cuidado con ese, le había dicho el señor y ella de solo mirarlo se dio cuenta de que el pibe no es trigo limpio. Jeringas no le faltaron. Las tiene contadas. Tres. Usa una por semana. Y las repone de a dos aunque no sea necesario. Si la goma se gasta puede entrarle aire al medicamento y Dios no quiera… señor, sería un desastre. Él la mira con el mismo gesto de cansancio de cada vez y sale a la farmacia, siempre refunfuñando. 

Gloria carga la ampolla y aprieta el émbolo con la sutileza necesaria para que salga apenas un chorrito de medicamento y la burbuja que de ninguna manera debe entrar al cuerpo de Elsa. Entonces vuelve a inclinarla, le levanta el camisón, le abre el pañal y se lo baja apenas. 

—Ahora sí, vamos con el remedio… a ver, Elsita, la cola… así estamos bien. Tranquila que no duele, va el pinchazo… así, vamos… listo. ¡Muy bien, Elsita, cada vez te portás mejor!

La fiebre no tarda en bajar. Elsa abre los ojos. Gloria busca las gotas que lleva en el bolsillo. Descarga una en cada uno y seca las lágrimas artificiales que le caen demasiado rápido, pesadas, hasta la comisura de los labios. 

Después de las gotas, Elsa parece más viva que nunca: el brillo en los ojos, y ese llanto que la muestra como Gloria la imagina antes del disparo. No sabe mucho de lo que pasó, el señor no habla del tema, tampoco las hijas, mucho menos los nietos que ni siquiera deben saber demasiado. Aunque es difícil disimularlo, ella trata de tapar la cicatriz cuando la peina, estira el pelo fino con el peine en una patilla que se asemeja al mechón de un gato albino. Lo poco que sabe es porque el señor una noche se pasó de whisky y soltó la lengua. Elsa había estado llorando dos días seguidos, encerrada, y después de tratar de convencerla una y mil veces llamó a la más grande y le dijo que fuera, que la madre se había metido en la pieza, que no quería abrirle, que nada más insultaba —lo insultaba—, que él no sabía por qué mierda hacía eso… Que tenía miedo, que fuera rápido. Que en la pieza estaba el revólver.   

Nunca se animó a preguntarle más sobre ese día. No era necesario saber detalles. Un día sí estuvo a punto de pedirle a la hija que le contara algo de Elsa. De su pasado. Del pasado sin el señor. Eso es lo que más le intriga de ella.  Lo que vino después es fácil de adivinar: la casa, la los hijos, la enfermedad, el rapto de lucidez, la decisión mal ejecutada. ¿Pero antes? Gloria la imaginaba en miles de lugares, de vidas. La ilusionaba saber que Elsa había sido feliz, algún día. La suavidad de la piel, las manos siempre bien cuidadas, las colonias en la mesa de luz que ya no usa. Alguna fiesta, ella bien vestida con alguna de esas blusas de pájaros y flores, tan finas. Pero había algo en esas historias que se hacía mientras pasaba el tiempo con el tejido que no cuadraban con Elsa. Como si siempre hubiera sido así: madre, abuela. En la repisa del living, no hay fotos que la muestren joven. Del señor sí hay varias: con su madre. Con su padre. En la iglesia. En el casino de suboficiales. Pero de ella nada. Solamente una, con el pelo enrulado, ya madre de todas sus hijas y con el chico en brazos. Recién parida, parece. Está en una mecedora de mimbre. No sonríe. Una mueca disimula el malestar ante la cámara. Debe ser eso, piensa Gloria, no le deben gustar las fotos. Y con esa excusa iba a preguntarle a la mayor sobre el pasado de su madre, pero prefirió no hacerlo. Quizás la chica tampoco supiera demasiado. Y ella no estaba ahí para incomodarla. No, señor. 

Se escucha la puerta. Los pasos del señor se acallan en la alfombra del comedor. Gloria descarga dos gotas más en los ojos de Elsa, rápido, baja la radio y manotea los crucigramas. De soslayo lo ve acercarse y el perfume demasiado dulce le confirma que ya está en la habitación. 

—¿Está despierta? 

Gloria contesta con un gesto leve del mentón en dirección a Elsa. Él la mira apenas. Las manos venosas contrastan con las sábanas blancas. El anillo de oro le baila entre los nudos del dedo. Saca un pañuelo de tela y le seca la cara. 

—Siempre que me acerco llora… 

—Debe ser casualidad.

—En un rato viene mi hija… no le diga nada.

El señor sale. Gloria sube la radio, busca los crucigramas. Dieciséis horizontal, siete letras, “Representación visual”. Gloria piensa, mide un par de palabras que no entran. Las noticias del mediodía le anuncian la hora del almuerzo. Prueba más palabras, pero no le sale nada. 

Escribe Juan Carrá

Juan Carrá (Mar del Plata, 1978) Escritor y periodista. Publicó las novelas Agazapado (Hojas del Sur, 2021); No permitas que mi sangre se derrame (Random House, 2018); Lloran mientras mueren (Vestales, 2016); Lima, un sábado más (Vestales, 2014) y Criminis Causa (Letra Sudaca, 2013). También la novela gráfica ESMA (Evaristo, 2019) junto al dibujante Iñaki Echeverría y los libros de cuentos Lógica de la Perturbación (Salta el Pez, 2022) y Ojos al Ras (Alto Pogo, 2021).  Fue distinguido con el premio Alfonsina en el rubro “Creación literaria”. Es docente de la carrera de Periodismo en TEA  y de la carrera Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes. Dicta talleres y clínicas de escritura.

Para continuar...

Playlist

Compartimos un cuento del libro Piso Trece de Paola Escobar (Barnacle, 2024), ilustrado por José Bejarano.

Un Comentario

  1. Muy bueno. La manera en que se sugiere más de lo que se dice va generando mucha tensión hasta el final.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *