Imagen final

I

 

Todo es viejo en el hombre, hasta sus ojos. Pálidos y aguados, gastados por el alcohol, ven la cara arrugada en el espejo, el pelo blanco y la barba blanca, con un dejo de desprecio. La locura y los espías que nadie cree estén ahí van erosionando de a poco la voluntad de quien nunca quiso admitir temblar. Toma la escopeta. Es adecuado que sea una escopeta de caza y no un arma de guerra, chica. No es la guerra aunque fue a la guerra y aprendió en la guerra. Es otra cosa, quiere ser otra cosa. El héroe firme que pasa la catástrofe herido, pero sin romperse. Ve que se está rompiendo. Mira el fondo del caño del arma, sin curiosidad, con alguna sorpresa, como volviendo a ver después de un tiempo a un viejo amigo. Es valiente y es honesto, piensa. Piensa que el mundo es un lugar despreciable, a veces, y que nunca hay que decir eso en voz alta. Mueve el dedo. El arma se dispara.

 

II

 

Juan habla de Mishima, obsesivamente. Me entero de quién es y de su muerte casi en la misma oración. Mishima, el hombre de las mil tareas, de la fuerza masculina y el travestismo, realiza un golpe de estado en honor al emperador. Acostumbrado a derrotar al mundo en pequeñas hazañas imposibles, espera que el mundo se rinda, ahora, a sus pies. Secuestra a un general, toma un cuartel y piensa que el poder de su palabra frente al pueblo va levantar un ejército donde antes no había nada. El mundo contraataca en la indiferencia y en la incomprensión. Nadie se pliega a su toma del poder. Nadie entiende que es lo que está proponiendo.

Cuatro hombres de su ejército personal lo rodean en el cuartel tomado, mientras la ilusión se desmorona. La desesperación resignada sería cobarde y estúpida. Hay que escribir un nuevo final. Empieza a dar órdenes. Mishima se arrodilla y desenvaina, la espada ritual perfora sus músculos amplios. No hay miedo. La muerte es sólo el último capítulo de la historia. El cuerpo trabajado, grueso, transpirado, tiembla, como si todavía quisiera moverse, mientras la vida se escapa y el discípulo acata la orden, eleva la katana y le corta la cabeza. Minutos después, el segundo discípulo imita la muerte de su maestro. Los dos restantes no ejecutan el seppuku. La orden dada es que permanezcan vivos, para relatar la historia del honor.

Juan me cuenta que Mishima despreciaba la muerte de Hemingway, por el arma elegida. Me parece una estupidez, pero disculpable, amoldada a la personalidad con perfección. Mishima y Hemingway mueren ambos en su ley. La ley de Hemingway es el cuarto vacío y callado, el arma estridente y moderna que mata leones, la eliminación de la locura indecorosa que ve venir. El honor de Hemingway es parco, el de Mishima histriónico, espectacular. Ambos aman exhibirse.

 

III

 

Entiendo la estética de la muerte. La veo. Es el cierre de la vida como novela escénica, casi necesario. Decidir sobre lo inevitable tiene su atractivo, pero algo me repugna. Matarse por amor a la imagen es volverse objeto, nada, darse por concluido, impedir la producción de toda imagen futura.

Matarse en los últimos días, por asco a la muerte lenta, me parece casi necesario.

 

IV

 

Los paisajes y las anécdotas muestran lo estético en la casualidad. Barthes camina unas cuadras, distraído. Mira al suelo y el ruido de Paris le parece todo igual, lejano. Su cabeza esta en otra parte. Un camión de lavandería se aproxima; no lo ve y no lo escucha. El metal impacta contra él y destruye el cuerpo liviano. Lo trágico se vuelve un chiste sarcástico y cruel, que divierte.

 

V

 

Onetti intenta desvanecerse. Toma whisky y lee en una cama, hasta que los músculos se aflojan y el movimiento se vuelve imposible. Alto, encorvado, siempre sobre un codo, pasa años sin cruzar la puerta. La mujer que se queda y espera es una redención inmerecida, constante y que no le alcanza. Su ciudad ficticia decae con él, de a poco. El Doctor Díaz Grey envejece de golpe y se vuela la cabeza. Brausen se deshace y Santa María muere con su Dios. Quedan polvo y viento.

 

VI

 

Bukowski vive y escribe casi enteramente dentro del estado de ánimo de este artículo, fascinado por locura, los cuerpos fríos y los nombres. Creía en el maldistismo con obsesión adolecente. A los buenos, el mundo los golpea y sufren. Faulkner drunk in the gutters of his town/ Hemingway testing his shotgun/the impossibility of being human.

Bukowski no concreta la fantasía. La mano se queda quieta, sobre las piernas y el alcohol baja y baja mientras pasan los días. Hay relámpagos de breve felicidad. Lo mata el cáncer.

 

VII

 

Camus se estrella contra un árbol cuando todavía es joven. Muere como una estrella de cine, con amores de estrella de cine y el perfil de una estrella de cine. Es una muerte azarosa, precipitada por su proyecto de vida. Es casi adecuada, cruel, imbécil. Imagino un instante imposible, donde se da cuenta de lo que va a pasar, larga una bocanada de humo, la última, casi mirando a un espectador y sonríe amargamente, como aceptando un trampa en la que ya se cayó.

 

VIII

 

Benjamin muere perseguido por un ejército y la desesperación al borde de un cruce entre países. La frontera cerrada le parece una condena, la confirmación de la crueldad del mundo o de la indiferencia del mundo. Aterrorizado, se dispara. La frontera infranqueable se abre al día siguiente. El mundo le da la razón. Y se ríe.

IX

 

Hablar de Benjamin me hace pensar en su miedo a una humanidad dominada por el nazismo, gozando frenética del espectáculo de su propia destrucción. Bombas y cadáveres reventando en sinfonías de terror y luces. Me pregunto si el goce de este artículo no es parecido, si no debería pararlo si lo fuera.

 

X

 

Pienso en un libro de Di Benedetto, que recuerdo poco y espero no estar imitando demasiado. Trato de decidir si el sacrificio del final, la muerte que impide la otra, es un acto de amor o de egoísmo.

 

XI

 

Mi primo muere abajo de un tren. De eso, siento, sería mejor no hablar. Igual hablo. Quizás lo pensó, en el momento. Puede ser, por cómo era. Qué el tren que lo trajo de provincia a capital, ese cambio, lo había matado hace tiempo. Qué ahora había llegado la hora de que lo matara de verdad. Escuchó la campana y se movió hacia adelante.

 

XII

 

Detesto mi mortalidad, detesto mis limitaciones.

 

XIII

 

Me imagino envejecido, enfermo, muy cansado, al borde del mar y al mar cayendo en ondas sobre la arena fría. Me imagino introduciéndome de a poco. Me miro el cuerpo gastado, desnudo; veo un resto de fuerza bajo la carne blanda. Sigo nadando adentro, mucho tiempo, hasta que los nervios se evaporan y puedo flotar, en un mismo lugar, roto. Horas nadando. Me imagino solo, paralizado, quieto, casi vacío, con el dolor de los músculos exhaustos diluyéndose de a poco, ahogándome en el azul ondulante y continuado, que no se agota.

 

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