Un cuento de Antonella Vulcano que trabaja los espacios de una casa que supo tener vida.
Entramos a la casa después de dar dos vueltas a la manzana aprovechando la claridad de la noche, dos vueltas perfectas y después entramos a la casa.
Yo sabía que tarde o temprano íbamos a terminar yendo, por necesidad, por curiosidad, por nostalgia amarilla. Nos habían enseñado que la casa tenía vida propia, que por las noches contaba secretos de los bisabuelos, y nosotras lo creímos, hasta esa noche de marzo en la que entramos a la casa y la sentimos muerta, deshojada, pronunciando sus últimas palabras, tal vez, articulando sus últimos ruidos de madera crujiendo bajo nuestros zapatos.
Poné la pava, me dice Ana. Abro un cajón destartalado del que cuelga un hilo atado a la manija, tiro del hilo con un temor reverente y adentro encuentro una velita. Miro a Ana, que me sonríe resignada. Ella fuma cigarrillo electrónico. Revuelvo mi cartera, hace un mes que dejé de fumar, pero adelantándome a la neurosis y a las trampas que inevitablemente me pongo diariamente saco dos cigarrillos húmedos y amarillos de la cartera. El encendedor tiene que estar por acá, le digo a Ana. Revuelvo un poco más hasta que lo encuentro, azul, casi sin benzina. Nunca supe cuánto dura un encendedor, pero estoy segura de que el mío tuvo una corta existencia.
Prendo la vela y con ella la cocina, innecesariamente, porque podría haber prendido la hornalla directamente. La casa es incoherente y yo en ella aún más. Sobre la mesada marmolada está la pava, la vieja pava de la Chola, observo por la mirilla para comprobar que no haya ningún animal viviendo adentro y sin pensarlo más abro la canilla. Empieza a salir un hilito pegajoso y oscuro, lo dejo deslizarse por la bacha hasta que desaparece y un nuevo hilito empieza a correr, esta vez un poco más claro y parecido al agua. Cuento hasta cinco y pongo la pava abajo. La lleno hasta la mitad y la apoyo sobre el fuego.
Ana camina de la mesa al ventanal como planeando la noche que tenemos por delante. Y yo sé que nada de lo que se nos permite pensar se acerca ni en un mínimo rasguño a lo que la casa soñó durante estos diez años de humedad. Respiro la humedad y por un minuto me siento dueña de algo. Ana viene caminando hacia mí escondiendo algo atrás de la espalda, me sonríe. Taraaaan, dice, y me ofrece el mate plateado. ¿De quién era este? Le pregunto. Ella se queda pensando mirando la pava que está tirando un humo ruidoso y blanco. Corro a apagar el fuego, y al segundo me arrepiento porque me acuerdo de mi encendedor en peligro de muerte. Ya es tarde, pienso.
Llevamos las cosas arriba de la mesa de madera, la pava, el mate, la bombilla. ¿Amargo no? Le pregunto a Ana, y ella me mira con indignación, ¡qué asco nena! Me grita. Bueno, perdón, le respondo, me olvidé que sos re nenita. Pongo el agua en el mate y un palito de madera queda flotando. Tené cuidado de no tragarte ese palito, le digo a Ana. Ella lo mira aterrada. Chupa la bombilla y pega un grito: Ay, está muy caliente el agua. Trato de sacarle la tapa a la pava y se me cae al suelo, me asusto con el ruido que hace al pegar contra la pata de la silla. Un ruido de olla de guiso al medio día. Me acuerdo de la Chola y siento ganas de gritar. ¿Habrá eco acá Ana? Le pregunto. Ella, siempre leal, me dice: Probemos. Contamos unooooo, dooooos, treeees, y empezamos: En el bosque de la chinaaaaaa, chinaaaaaa aaaaaaaaa. Las dos nos quedamos en silencio mirándonos el cuerpo, mientras Ana intenta terminar con el agua caliente del mate. Da la última chupada, sin ruido, y me devuelve el mate. Ahora te toca a vos, me desafía, pero yo decido levantarme y caminar hacia la heladera. La puerta está un poco suelta así que me es muy fácil abrirla. Me acuerdo de las botellas de leche que la Chola guardaba en la puerta, me siento feliz. Ana me mira preocupada y me dice: es peligroso. Yo no le veo nada de peligroso a una heladera abandonada. Entreabro la puerta y miro por la franja que queda entre el principio del costado de mi ojo y el final del otro costado. Hay oscuridad, nada más, no parece haber ningún movimiento raro. Un perfume a libro viejo me pega en la cara. Cierro rápido la puerta, aterrada por el movimiento del aroma, como si fuese un viento vivo, como si al doblar la esquina de la casa me hubiese pegado una nube de polvo y noche.
Miro para la mesa y Ana ya no está. Camino hasta la puerta de la cocina pero no me animo a pasar a la sala, de lejos se ve enorme y no recuerdo en dónde está la perilla de la luz. El ventilador de techo parece moverse en cámara lenta y su sombra en el techo me recuerda a mi habitación. ¿Dónde habrá quedado? No me siento capaz de encontrarla. Ana ¿dónde estás? ¡¡Ana!! ¡Ana! Vení que se enfría el agua del mate, le grito desde la puerta de la cocina. Ana ¿querés que juguemos a la casita?, digo, mientras vuelvo a pararme al lado de la mesa. Cuento hasta cinco y ella cruza la puerta de la sala y se para al lado de dónde yo estoy. Bueno, pero ¿quién es el papá y quién la mamá? Me pregunta. Yo me quedo pensando mirando fijamente la puerta de la sala. Vos sos la mamá, le digo. Bueno, entonces vos tenés que venir de trabajar y sentarte acá, yo después entro, te doy un beso y te pregunto cómo te fue, pero ¿y los hijos?, ¿no tenemos hijos? Es que recién nos casamos, le digo. Bueno, bueno, pero yo estoy embarazada ¿dale? Me dice mientras busca en los cajones algo que le sirva de panza.
Me voy a la puerta de entrada, agarro un sorbete que encuentro en mi cartera, lo uso como cigarrillo. Camino con pasos largos hasta la mesa: ¡Ya llegué! Grito. Nadie me responde. Hola, ya llegué, vuelvo a decir. Después de unos segundos me siento en la mesa esperando que Ana venga a saludarme. La veo entrar sonriendo, tiene ojeras verdes y la mirada cansada. En la mano trae la pava y me pregunta si quiero tomar mate. Le miro la panza, parece que está por explotar. ¿Qué hay para comer?, le pregunto. Ella camina hacia la heladera, en silencio. Se me adormece la pierna derecha, debe ser el cansancio o la paz de haber vuelto a fumar. Veo a Ana parada al lado de la heladera, la entreabre y mira por la rendija, una luz azul le pega en la cara y le dibuja una arruga en la mejilla. No hay nada, me dice. ¿Cómo que no hay nada? Le respondo enojado. Ella me mira y me dice que no tuvo tiempo de ir a comprar porque la canilla de la cocina tuvo un problema, y estuvo tirando agua sucia todo el día. A mí me suena a excusa, así que me levanto y voy a ver la canilla. La abro y salen seis gotas de agua clara. Ana me mira y me dice: debe estar tapada. ¿Y el agua sucia? Le pregunto. Ana me vuelve mirar y no dice nada. Va caminando hacia la heladera y me pregunta si quiero un poco de leche. Le respondo que sí y me vuelvo a sentar en la mesa. Me trae el vaso de leche y se queda en silencio mientras me mira tomar. Me voy a planchar, me dice. Hace dos pasos para ir a la sala, en seguida me levanto y me paro en frente de ella, le agarro el mentón con la mano y la obligo
a mirarme, le pregunto en voz baja, ¿te enojaste?, ¿no ves que sos una nenita? Ana no me responde, se va a planchar y yo me acerco a la ventana, corro la cortina y veo que la noche está clara, muy clara.
Tengo la sensación de que me está ocultando algo, así que camino hacia la heladera y la abro. Un aroma a guiso viejo me pega en la cara. Llamo a Ana para preguntarle en dónde dejó el diario que compré a la mañana, siempre tira todo lo que yo necesito, ni siquiera se le ocurre preguntarme al menos. La llamo y no me responde. Le vuelvo a gritar ¡Ana¡ ¡Ana! Dale Chola, ¿dónde pusiste el diario? No se puede dejar nada a la vista con vos eh, ¿me escuchas? No seas chiquilina y dame el diario. No me responde. Me siento de nuevo en la mesa, tomo el sorbo de leche que me queda, y le digo resignado, Ana, ¿querés que juguemos a otra cosa?
muy buen trabajo, me gustó leerlo,