Los santos de la mafia es una correcta precuela de la aclamada serie Los Soprano que despeja algunas dudas y deja varios interrogantes, pero que sirve de excusa para volver a acercarse al trabajo que cambió el curso de las realizaciones televisivas. Escribe Matías Rodríguez, ilustra José Bejarano.
Tony es un poco bruto, grita demasiado, opina que sus hijos no lo respetan y con Carmela tiene una relación con altibajos. Su rutina es casi calcada a cualquier otra salvo porque su trabajo es ser jefe de la mafia, aunque por el resto todos pueden sentirse identificados con él cuando carajea o come con fruición de pterodáctilo. Los Soprano comienza en el consultorio de una psicóloga y termina en una cena familiar, pero lo que con esas coordenadas podría ser una sitcom de los noventa es, en realidad, la serie que resignificó las grandes historias para la televisión. Un recorrido rutinario pero trepidante por un pedazo de vida del patriarca y sus secuaces y una confusa inducción para el espectador: la verdad absoluta no existe y nadie es tan bueno ni tan malo como parece.
Si algo aprendimos con Tony, en primera instancia, es que la mafia es un trabajo. No son terroristas esperando su turno para inmolarse, sino más bien empleados de una organización jerárquica que, al margen de regentear clubes nocturnos y manejar el negocio de la basura, cumplen con una actividad de riesgo, similar a la de un minero o un piloto de avión, oficios en los que perder la vida es un resultado posible. También que la herencia juega sus cartas y escapar de ciertos designios es un tanto más complicado que patear el tablero y ya, pero a diferencia de otros buques insignia de la temática, la serie no pone el foco en la exaltación de las omnipresentes virtudes del Capo, sino en sus fisuras. Si en El Padrino el intocable Michael Corleone sellaba sus pactos en una oficina a la que no tenía acceso su familia, en Los Soprano Tony volvía a su casa y se encontraba con su ropa en la vereda o con su hija dando portazos de disgusto. Y en eso radica su éxito, en demostrar que la vida es una concatenación curvilínea de sucesos cotidianos, muchos de ellos adversos y agrios hasta el cansancio, y que ser uno de los hombres más temidos de Nueva Jersey no alcanza para evadirse.
Los Soprano tuvo seis temporadas y uno de los fundidos a negro más discutidos que se recuerden como final, pero también una amplia gama de personajes que seríamos capaces de encontrar en cualquier oficina. Desde el especulador que tiene sueños húmedos con la poltrona de su jefe hasta el bonachón que detrás de una construcción esconde sus limitaciones para contarse los dedos. En la recreación del clima de Newark colabora mucho la experiencia de David Chase, el guionista y director que trajinó esas calles y fue contemporáneo de la explosión de los disturbios de 1967, que enfrentaron a los afroamericanos con la policía.
Con esos disturbios se abre el guión de Los santos de la mafia, una precuela de Los Soprano que aparece casi quince años después de la finalización de la serie. Es una película con una trama pequeña, no porque la calidad de su realización lo sea, sino porque aborda principalmente los desenlaces de un puñado de satélites que ayudaron a construir a Tony Soprano, quien, en tanto, es encarnado por el hijo de James Gandolfini. Los santos de la mafia va de lo general a lo particular, de Vietnam y los derechos civiles a la intimidad de Dickie Moltisanti, el padre de Christopher —narrador omnisciente— que fue el mártir inspirador de Tony, un chico poco atildado que mostraba signos de carácter y pistas de su futuro en la temprana organización de apuestas clandestinas durante su etapa escolar.
Para el espectador de la serie no es difícil encontrar retazos de la personalidad del Tony adulto en los personajes que moldearon al Tony adolescente. La violencia de Dickie, el conservadurismo discursivo de Jonnhy Boy, la temeridad fratricida de su tío Junior, el sentimentalismo distante de su madre Livia. De todo eso se va nutriendo el Tony que terminará treinta años después con ataques de pánico destripando conclusiones en el consultorio de la doctora Melfi. Es que el jefe de los Soprano debió cargar con las responsabilidades de un ascenso fulgurante y con la soledad de las decisiones en la cima, como le confiesa a Silvio en la única oportunidad en la que enfrenta a su Consigliere.
Los santos de la mafia también cumple una función emancipadora. La dramática Livia que conocimos de anciana es encarnada por Vera Farmiga, que desde Bates Motel se ha convertido en la madre de la televisión de los Estados Unidos. Poniendo en contexto su malgenio podemos encontrar tres o cuatro intervenciones en las que empieza a asumir que el destino de su hijo en una familia de mafiosos, por mucho que intente lo contrario, no es otro que seguir ese legado. La escena de una charla densa en la cocina entre una Livia que a modo de redención prepara la comida favorita de su hijo y un Tony que es acusado de consumir marihuana pone el corolario de la perdida de la inocencia.
En su tiempo, Los Soprano llegó para romper la televisión desacartonada de un siglo en fuga y produjo un contenido en entregas que hasta ese momento era propio del cine. A Tony Soprano le sucedieron historias de personajes exitosos y vulnerables como Don Draper, Walter White y tantos otros que hicieron visible que un gran poder no solo conlleva una gran responsabilidad, sino también enormes consecuencias. Los santos de la mafia viene a demostrar, en esa tangente, que la construcción de un perfil así no es lineal ni inmediato. La precuela nos abandona en 1972 dejándonos al Tony adolescente que es poseído por el deber de una promesa y la serie nos trae al Tony algo calvo y barrigón que en enero de 1999 ya se ha transfigurado en el dueño de la mafia de Newark. Muchos se preguntaron qué pasó en el medio. Una interpretación posible es que pasó lo que pasa siempre, la vida.