El último capítulo de Better Call Saul marcó el cierre de la Era Breaking Bad en las ficciones televisivas. Con un giro argumental a la altura del protagonista, el final de la serie nos deja huérfanos de uno de esos personajes que nos interpela como espectadores. Escribe Matías Rodríguez, ilustra Mariano Lucano.
La hoja de vida de James Morgan McGill espanta por lo normal: hijo menor en una familia de ascendencia irlandesa, pésimo estudiante y sombra irreductible de un hermano mayor soberbio y exitoso. Con esos antecedentes es difícil pensar que este personaje rayano pudiera mutar algún día hacia ese sórdido abogado que resultó ser Saul Goodman, pero esa conversión fue uno de los viajes más espectaculares que nos regaló Better Call Saul, sobre todo porque como espectadores nos arrastra al rincón voyerista de lo que tal vez elegiríamos ser si fuésemos menos cobardes.
La riqueza de Better… radica en que no necesitó parasitar a Breaking Bad para contar una historia. El descenso a los infiernos de Walter White le sirve de plataforma al excéntrico abogado, pero es posible ver la precuela sin saber absolutamente nada de la serie principal. El brillo propio del personaje emerge en cuanto más lo rodea un cono de sombras y son sus contradicciones lo que más nos incomoda. ¿Cómo es posible que su éxito nos genere satisfacción? ¿Por qué nos alegramos de los fracasos de su repelente hermano incluso cuando Jimmy recurre a los peores artilugios para ponerlo de rodillas? Posiblemente haya una respuesta por cada espectador, pero todas pueden tener que ver con que vemos en el protagonista a un perdedor tratando de salir adelante.
La exquisita concatenación de circunstancias que terminan convirtiendo a Jimmy McGil en Saul Goodman van tomando el cariz de lo inevitable. ¿Tenía otras alternativas? Sin duda. ¿Hubiese llegado tan lejos con esas alternativas? Claramente no. Esa dicotomía nos pone ante una encrucijada sobre lo que somos y lo que esperamos de nosotros mismos. La sociología de la desviación ya se encargó de esta anomalía y ahora encuentra en nuestra fascinación moderna por las historias de los narcotraficantes la explicación de un fenómeno: disfrutamos virtualmente de los excesos de los otros con la culpa de no cargar con los riesgos. Pero en este caso Saul tiene mucho más de nosotros que Pablo Escobar, porque posiblemente no seamos asesinos despiadados como el colombiano, pero si —por momentos– egoístas, calculadores y ambiciosos como Goodman.
Vemos a Saul de rodillas ante una fosa recién abierta y con los ojos vendados. Y lo hacemos desde la seguridad de nuestras ocho horas diarias de oficina, pero la intranquilidad no nos la genera lo que parece ser la escena de una ejecución inminente, sino que este abogado que estudió por correspondencia en una ignota universidad samoana no es un delincuente de guante blanco, es un tipo que pone el cuerpo. Usa una peluca, transpira, se lastima para fingir una golpiza, camina por el desierto con dos bolsos cargados con siete millones de dólares. No se sienta a esperar que las cosas pasen, se levanta y las hace, incluso cuando es necesario saltar al vacío mientras todos miran desde el borde, y no hay nada que irrite más que ver a alguien inventándose a sí mismo.
Paradójicamente, también encontramos un anclaje en que este personaje sin escrúpulos hay límites que no cruza. Respeta la lealtad y la vida de los civiles apelando a los valores de la Mafia: sólo es esperable que mueran aquellos que forman parte del negocio. Esta lógica, prácticamente contradictoria dada su actividad, lo pone en jaque, obligándolo a una constante fuga hacia adelante. Los guiños de la trama confirman estos principios cuando decide resguardar a la sublime Kim Wexler abandonando su papel de víctima y asumir –en la única oportunidad en la que se representa a sí mismo, sin “showtime”— que no es posible escaparse sin pagar la cuenta.
El final de Better… respeta los lineamientos de una historia sin estridencias generada por la bola de nieve de lo simple, que muchas veces puede resultar muy complejo. Saul elige un cierre poético pero previsible inventándose su propia máquina del tiempo para clausurar una obsesión que lo persigue durante todo el último capítulo. La imagen final de nuestro antihéroe de papel lo desnuda y exhibe sus debilidades. Y en eso también se nos parece demasiado.