Entre fiestas de cumpleaños, improvisaciones y sincronías sucede una forma de la felicidad. Escribe Anahí Almasia, ilustra Cindel García.
La semana pasada fue la fiesta de cumpleaños de mi amiga Magda. El resto de los invitados eran músicos y músicas, los instrumentos brotaban desde todos los rincones y estuvo hermoso como todo lo que ella hace. Entre canción y canción las ideas llegaban desordenadas. Yo estudié piano a la manera “tradicional”, o sea, entiendo más de solfeo y de lectura de partituras que de improvisación. Paradójicamente, eso siempre me despertó una profunda sensación de analfabetismo musical, como tener cuerdas vocales y no poder hablar más que repitiendo lo que otros dijeron. En el festejo había quien se sentaba al piano, improvisando, y acompañaba el recitado de un conjuro mágico o cualquier canción que se tarareara. La improvisación es, para mí, la alfabetización.
Algún tiempo antes, en 1665, el físico holandés Christian Huygens descubrió que dos relojes péndulo que estaban en diferentes frecuencias se habían sincronizado en sus balanceos luego de un tiempo en proximidad. La «sincronización» (en inglés entrainment) es un término derivado de la teoría de los sistemas complejos que denota la forma en como dos o más osciladores independientes y autónomos con ritmos y frecuencias diferentes, se influyen el uno al otro mutuamente, hasta que ambas oscilan con la misma frecuencia. Los ejemplos incluyen a la sincronización mecánica así como a la biológica, evidente en la iluminación sincronizada de los lampíridos. Sincronía por improvisación, las luciérnagas y el amor, la atracción de lo diferente pero afín.
Hace unos días, solo con percibir el silencio susurrante de la lectura interna de algún texto maravilloso, la iluminación sutil sobre las palabras que conmueven, los ojos acariciados al leerlas, supe enseguida que sufriría, en escasos pocos segundos más, el extraño síndrome previo a la captación de la belleza. El fenómeno: una forma de la felicidad por evasión de la conciencia. ¿Llegaría como calambres, taquicardia, náuseas, dolor de cabeza, desmayo? Leo en Wikipedia: “Más allá de su incidencia clínica como enfermedad psicosomática, el síndrome de Stendhal es la reacción ante la exuberancia del goce artístico y un poderoso impulso a alejarse del estímulo”.
En diversas charlas TED (Matt Ridley y Jerry Garbulsky) se dice que cuando las ideas tienen sexo se reproducen. No sería el yo de alguien el que crearía algo nuevo sino la unión de dos ideas diferentes que se relacionan de manera fructífera. El problema no es esa unión sinérgica sino la tolerancia a la belleza. Llevo años tratando de entender lo incomprensible, algo que quizás no me pertenezca y que sea tan sólo efecto de ser parte de algo mayor, alejado de mí como están lejos los intérpretes al piano que suenan ahora y acompañan este escrito. La musicoterapia describe la frecuencia del amor en 528 Hz y la de la unidad es 969 Hz. La resonancia con una u otra frecuencia expandirá la frecuencia original, como un diapasón activado, como la caja de resonancia de un chelo o un piano. Así, también con las obras de arte que observamos o con los textos que leemos o escribimos. Y esa también es su dimensión ética. Así, al impacto inicial le sigue una inundación de ideas en completo desorden que atacan mortalmente. Y se trata de un ataque mortal porque, en un inicio no encuentro las categorías para defenderme de la inundación de afectos, pero también porque me diluyo en ese mar de alternativas creativas posibles. La elección, requiere de un yo que tome la decisión y eso, en un inicio, es algo imposible de hacer sin traicionar a lo que Kerouac llamaba “la Unidad”.
Me digo entonces que la cuestión es la belleza. Pero no hablo de la belleza pautada o preconstruída por oscuros patrones de época. ¿Por qué Stendhal describió su síndrome ante la observación de las obras de arte en Florencia? Pues, porque se dio cuenta que ese estado de ensoñación que tiene la capacidad de descomponer, provocar vómitos, mareos y dolores no era normal. Un síndrome provocado por la belleza desatada en una mente sorprendida ante algo que no necesariamente sería denominado bello por otra persona. No tanto la obra ya hecha y observada, sino la capacidad de aprehenderla, la captación conmovida ante la unión de dos o más cosas diferentes que crean otra nueva y armónica. E insoportable, agregaría yo. Porque la belleza no es sólo bella, sino que también puede ser demasiado para resistirla toda junta. Por eso a veces es como un rayo mortal.
¿Acaso el sexo no es algo vergonzante? ¿Es por eso que durante algún tiempo alguien podría negarse a dar rienda suelta a esa capacidad creadora? ¿Hay un modo correcto de tener sexo? Vilém Flusser, en su ensayo sobre los ensayos, se refiere a la ausencia de compromiso de parte de quienes escudan sus ideas detrás de las citas o las justificaciones teóricas de otros. Por supuesto, me digo, es bastante justificado no andar desnudándose en textos públicos comprometiendo un pensar que, además, alude al sexo entre ideas. El exceso ante ciertas bellezas y su impacto en una mente podría tener un antecedente erotizado. Javier Alvarez, en El éxtasis sin fe, afirma que los artistas tienen una especial tendencia al funcionamiento hipérico del cerebro. Se permite crear el término de “busfridores”, para aquellos que, condenados a buscar la esencia de la angustia que les procuran sus producciones hipéricas, son seres sufrientes y buscadores.
Ahora bien, leer se convierte en un problema de seducción al que hay que abandonarse. Ok, me abandono y permito que el texto tome el poder. Detecto entonces la diferencia entre un texto insoportable de belleza y otro tolerable. Contrariamente a lo que podría pensarse, los libros cuya lectura interrumpo me convocan íntimamente a fusionarme con ellos, identificarme no tanto con los protagonistas como con el sutil entramado de horrible belleza. También, por supuesto, son las lecturas que me invitan a escribir mis propios manuscritos en esos cuadernos que pueblan todos los rincones, desordenados y sin demasiada lógica detrás. Si, en cambio, puedo leer sin detenerme, sin que se requiera un descanso a semejante intensidad, estoy ante lo que llamo un libro apacible, que no despierta pasiones ocultas en mí. Ya sabemos que hablamos de escritura, pero también de erotismo.
Los sutras de Kerouac nos conducen a la pregunta por el yo que escribe. En La escritura de la eternidad dorada se lee: “Tú eres la eternidad dorada porque no hay yo ni hay tú” y en otro sutra: “Te quiero porque eres yo. Te quiero porque no hay nada más que hacer”. ¿Es el ego el que se conmueve y desfallece ante la belleza? ¿O es el entregarse, el abandonarse, el desdoblarse lo que resuena en una parte nuestra con un más allá de nosotros mismos? Dice Borges en sus conferencias sobre budismo que “una de las desilusiones capitales es la del yo (…) No hay un sujeto, lo que hay es una serie de estados mentales. Si digo «yo pienso», estoy incurriendo en un error, porque supongo un sujeto constante y luego una obra de ese sujeto, que es el pensamiento. No es así”.
Si intuimos, junto a Borges, que lo central es que no hay sujeto en el acto creador, el abandonarse podría contener el riesgo de no volver, ceder el mando a lo desconocido y asumir el riesgo de no reencontrar el camino de regreso. Algo cercano a la locura que atemoriza por desconocida y abismal.
Cuando mi amiga enlaza sus creaciones con las de otros o cuando la artista Remedios Varo piensa su arte como alquimia, suponen que lo que ellas escriben, cantan o pintan podría modificar la realidad material. Entonces, ¿hay un abandono a la creación de nuevas realidades o es el arrojarse a lo desconocido lo que permite abordar lo novedoso y darle forma? ¿Tendrá algo que ver esto con los ataques hipéricos que trastornan a los y las artistas? Esa droga endógena que provocan las producciones que nos conmueven, ¿acaso no son adictivas y profundamente erotizantes? Carga y descarga de tensiones que juegan a sincronizar, carga y descarga de sentidos posibles para algo que se nos continúa escapando cuanto más lo pensamos. ¿Qué sentido tendría escribir si no fuera a formar parte de algo más trascendente que el propio ego de quien escribe? ¿Por eso Blaise Pascal hablaba de La apuesta infinita, del embrutecerse y perder la razón? Renunciar al miedo a perder la identidad como acceso a la trascendencia creadora que describe Badiou. ¿Es escribir o cualquier otra forma del arte un abandonarse a la confianza de que habrá un orden que dé forma a la locura? En todo caso, quizás la felicidad sea cualquier acercamiento a conseguir unas palabras, un garabato, un sueño que articule las evasiones cotidianas en las que nos abandonamos y dé forma a un sujeto siempre efímero que cree entender el bello instante fugaz.
Oh, mujer. He leído tu texto con fruición y embeleso. Me figuro esos encuentros con músicos, verseros y pintores, hombres y mujeres componiendo monumentos melódicos que posiblemente olviden con el próximo bostezo. No sé si comprendo bien los pormenores psicológicos de tu escrito lleno de erudición pero creo percibir ese sentimiento de delirio y misticismo porque en uno u otro momento me sucedió con ciertos libros -je me souviens, les choses, Moby Dick, Ulises, por decir dos o tres- (recuerdo un himno religioso que escuché en un templo semi desierto) y un número no muy crecido de bellos y queridísimos rostros y cuerpos femeninos. Es que, coincido contigo, lo bello es doloroso y efímero; pero mejor lo dice Georges Perec (quien posiblemente lo choreó) en su Seres Espectreles: ‘Yo busco en el mismo momento, lo efímero y lo eterno’ o en el léxico de Molière, ce qui est plus loli : ‘Je cherche en même temps, l’éternel et l’éphémère’. El cine, en su momento (he perdido el delicioso vicio) supo conmoverme de ese modo. Qué sé yo, por ejemplo, meterse dentro de un pogo en medio de un Jijijí (me lo debo porque no sé si lo resisto), un recorrido nocturno por Nîmes, en pleno invierno con [mi secreto es mío] riendo y repitiendo versos de Prévert y concluyendo esos versos con besos. Y respecto de leer lo incomprensible, lo he sufrido en mi propio beneficio convirtiéndolo en gozo o rompiendo el libro insufrible en veintisiete trozos. Lo bello conmueve, produce temblores, soponcios, cólicos, sollozos y vértigo. Supongo que es por no poder retener el objeto o el momento por siempre, como hubiésemos querido y porque enfrente de lo bello siempre nos vemos inferiores. Pero como el psiquismo no es lo mío, no quiero extenderme escribiendo estupideces. Y corto porque temo, como suele suceder, incurrir en el insulto inconcebible del elogio. Mi oído derecho, como lo pidió Gombrowicz, se mueve como signo de reconocimiento.
Gracias, Marcelo, por el relato de tus recuerdos alrededor de estos temas imperceptibles. Mantengo la esperanza de que seamos varios y varias los perdidos de toda lógica ante lo bello, capturando algunas armonías sueltas para volverlas afecto. La frase que rescatas de Perec, que desconocía, describe muy bien ese sentimiento extraño ante lo efímero del instante eterno. Seguramente, en tus traducciones de Joyce y Orwell, serán muchos los momentos que requieren de un procesamiento paciente como para conseguir la palabra que nombre aquello intraducible que permanece oculto. Quizás sea la poesía un recurso, se me ocurre, que intenta rozar (si no abarcar) alguna forma y por eso citás a Georges Perec. Como en los integrantes del Oulipo, armonías matemáticas como otra forma de la belleza. Es más, Perec escribió “53 días” como homenaje a Stendhal, el que padecía el síndrome y el primero en describirlo. En todo caso, los animales de la misma especie tienen formas de reconocerse, no sé si por el oído, pero sí por escribir estupideces que intentan alcanzar alguna verdad. La dignidad de lo ficticio (o tonterías dichas con palabras), como vano intento, tiene su sentido. Pero, claro, son puras mentiras tomadas como serias realidades que están destinadas a perecer en un futuro. Mientras tanto, brindo por tus himnos conmovedores y por las monumentales lecturas que se olvidarán en un bostezo.