Al mirar el cielo por la noche, pocos cuerpos celestes estimularon tanto la imaginación de los antiguos como la luna. Figura tan maternal como siniestra y siempre femenina. En esta nota, Gabriela Puente rastrea «las huellas lunares» en disciplinas tan diversas como la mitología, la astrología y el Tarot. Ilustra Mariano Lucano.
Antiguamente la luna fue la señora de lo líquido y lo húmedo, de las mareas, los flujos menstruales y las aguas de parto. Todo el mundo sabía en la antigüedad que, durante el plenilunio, los partos se multiplicaban.
En la mitología griega, la luna, se encontraba representada tanto por Hécate, vieja patrona de las brujas y habitante del inframundo, como por la virgen y casta Artemisa.
Profunda duplicidad: Hécate la de los tres rostros, que acecha en las encrucijadas y es acompañada por terribles perros que despedazan a los incautos, es también la mater tenebrarum a cuyo vientre instintivamente pujamos por volver.
Artemisa, la virgen cazadora, la diseminadora de dardos, fue así mismo la protectora de las parturientas. Protección un tanto paradójica ya que su auxilio a la hora del nacimiento sólo podía invocarse a último momento cuando ya todo recurso había fracasado y la muerte materna era inminente. La diosa hacía su solemne aparición, y al mitigar los dolores de parto sofocaba, a su vez, la vida de la madre.
Entre la furibunda virgen y la bruja de tres rostros, se encuentra la hija de la titánide Tea, Selene, una bellísima mujer que es, a su vez, la encantadora luz de la luna, en su faceta más benévola.
Esta diosa trinitaria, es a veces cuaternaria; vinculada a las facetas de la vida de una mujer -doncella virgen, ninfa sexualizada, madre y anciana- relacionadas, a su vez, con las cuatro fases cíclicas de la luna.
Milenios antes de Cristo, en la antigua Anatolia y en la cuenca Mesopotámica las sociedades comenzaron a volverse sedentarias. Durante los milenios III y II a. C., surge la astrología a partir de la necesidad de leer los cielos para predecir buenas o malas cosechas, y las mareas que resultan tan importantes para las nuevas actividades como la navegación.
La astrología descubre lo que el ojo desnudo intuía, que la luna es una luminaria de ciclos cortos y tiene una relación especial con los animales, como con todo lo vital. Regente del signo del cangrejo, exaltada en el del toro, en exilio en el de la cabra y en caída en el del escorpión.
Representa a la madre, a las emociones más primarias, al primer contacto con el amor, a las necesidades, y entre ellas, a aquellas que aparecen aun antes de poder ser verbalizadas. También se relaciona con la intuición, a veces con la inspiración. Y rige el Pueblo en contraposición al sol que hace lo propio con los gobernantes y con las personalidades del poder.
La luna da su nombre a los lunaticus, aquellas personas con extremas variaciones en sus personalidades, que hoy en día podríamos clasificar como con síntomas psiquiátricos.
Los lunáticos eran ampliamente fluctuantes, a diferencia de los melancólicos cuyos síntomas eran permanentes y dependían de las mezclas de humores corporales. Estas fluctuaciones, se creía, eran causadas por las fases lunares.
En astrología tradicional, sobretodo en la del Renacimiento, la melancolía fue asociada con Saturno, el cuerpo celeste que se ubicaba en el límite entre los planetas y las estrellas fijas. Este, a pesar de estar sujeto a los movimientos circulares, mantenía su cara vuelta y anhelante de lo eterno. Por tanto, el melancólico influenciado por Saturno -como es el caso de los artistas, los poetas, los filósofos o los locos- tendría todo su ser tensionado por la necesidad de trascendencia, por un lado, y la consciencia del límite infranqueable, por otro.
Existió, sin embargo, un tipo de melancolía específicamente femenina influenciada por la luna. En el siglo I a. C., Cicerón traduce el término griego melancholía por el latino furor, y éste queda asociado a un tipo de enfermedad de las mujeres: el célebre furor uterino. Este es producido por los embates de la matriz en su fuga el cuerpo femenino, que llevaba a la promiscuidad y a conductas obscenas y perversas.
En el Medioevo comienza a explicarse el vínculo entre lo femenino y la brujería. La causa reside en este furor que vuelve a la mujer más propensa al comercio con los espíritus. A la brujería se la asocia con innumerables males como por ejemplo el avinagramiento del vino, las pérdidas de las cosechas y los abortos, entre muchos otros (Cfr. Malleus Maleficarum), que también se corresponden con consecuencias que tradicionalmente se achacaban a la cercanía de una mujer menstruante. Y esto es así porque Hécate-luna la diosa de las brujas rige también la menstruación de las mujeres; más aun, etimológicamente “menstruación” deriva de la raíz latina mensis, que significa mes y ciclo lunar.
En el tarot de Marsella, el más antiguo del se tiene referencias, el arcano XVIII, la Luna, se encuentra posicionado en las alturas; a sus pies yace un estanque y dos perros o lobos (los animales psicopompos de Hécate) que aúllan ante su difusa luz. Del estanque se asoma un cangrejo o un escorpión.
El ambiente es lúgubre y triste.Silencioso a pesar de los quejidos animales.
En consonancia con este halo siniestro que rodea a la luminaria, en el siglo XIX, la autora surrealista, Valentine Penrose, hace descender el talante sádico de su condesa sangrienta[1] de los influjos de la luna: “[la condesa nació bajo la luna] que pone triste al cinocéfalo (…) su astro era el de todas las llagas abiertas bajo los rayos lunares y difíciles de curar. (…) astro pálido, destructor, que marchita las cortinas y pudre cuanto a su luz queda expuesto, que echa a perder la cosecha y la leña, la escoltaba en las noches pobladas de saltos, de gruñidos, de roeduras y mascaduras de los animales nacidos bajo su influencia, que recorrían los bosques.” (Penrose, 1996: 41 y ss.)
La humedad lunar desgasta con lentitud la superficie de la materia. Los cuerpos hinchados y cansados deambulan por su reino nocturno.
Sorprendentemente, en el tarot de Marsella es el arcano de la Luna el único en el que no aparecen figuras antropomorfas, lo que lo convierte en el arquetipo más profundo e inaccesible.
Una vez sumergidos en las moradas lunares inútil es recurrir a la razón y al entendimiento; también a la imaginación, pues esta puede engañarnos. Debemos, por el contario, confiar en nuestros sentidos más animales y menos elaborados como el olfato, el gusto y el tacto (Cfr., Nichols, 2001: 436, 442 y ss.).
Debemos, por tanto, volvernos un poco animales también, porque la visión del reflejo lunar, emparentado con la superficialidad del espejo y el eco, lo multiplica engañosamente todo.
También los filósofos le escribieron a la luna, Aristóteles incluso la utiliza para trazar una división entre dos tipos de mundos, por un lado, el sublunar, caracterizado por los movimientos rectilíneos y la corrupción. El que habitamos los seres mortales sujetos a los nocivos y putrefactos efectos de la luna.
Por otro lado, el mundo supralunar, el de las estrellas y cuerpos celestes, que dibujan perfectas órbitas de movimientos circulares; cuya existencia es incorrupta y eterna.
Ya para esta altura del pensamiento occidental, lo corpóreo, con sus ritmos de crecimiento y decadencia, estaba asociado a lo malo, feo y falso; en contraposición a la tríada platónica conformada por lo Bueno, Bello y Verdadero del mundo de lo inteligible.
El cristianismo es, por supuesto, heredero de esta concepción y los ciclos lunares no se mantuvieron fuera de dilatadas discusiones. Tanto es así que, en algunas representaciones marianas, los artistas hacen posar los pies de la Virgen sobre una media luna; símbolo de que los ciclos de la naturaleza, concomitantes a la corrupción de la materia, serán anulados, en el fin de los tiempos, por medio de la ascensión de los justos al reino eterno de los cielos.
Y luego vinieron tiempos de desmitificación y desencantamiento del mundo, cuando la ciencia y la técnica modernas predijeron -y mecanizaron- con exactitud los movimientos de los cuerpos celestes y los fenómenos cósmicos. Fue allí que la luna pareció perder su misterioso hechizo.
Pero, sin embargo, en los sueños, en los cuentos de hadas, en los cantos infantiles y del folklore popular resiste su potencia hipnótica.
Y sigue asomando la luna al filo del horizonte tan blanca, arquetípica e inasequible como siempre. Porque aun hoy hay momentos en los que, por ejemplo, somos reclamados desde las profundidades de la noche extendida sobre el campo abierto, o nos descubrimos a nosotros mismos expectantes con los ojos fijos en lo alto, cuando las luces de la ciudad carecen de fuerza para opacar por completo el halo lunar.
Referencias bibliográficas
Aristóteles, (1996). Acerca del cielo, Madrid: Gredos.
Baring, Anne y Cashford, Jules, (2005). El mito de la diosa, Madrid: Siruela.
Devore, Nicholas, (1981). Enciclopedia astrológica, Buenos aires: Kier.
Graves, Robert, (1996). Los mitos griegos I y II, Buenos Aires: Alianza.
Kramer, Heinrich y Sprenger, Jacobus, (2006). Malleus Maleficarum, Buenos Aires: Reditar.
Nichols, Sallie, (2001). Jung y el tarot, Madrid: Kairós.
Penrose, Valentine, (1996). La condesa sangrienta, Madrid: Siruela.
Summers, Montague, (1997). Historia de la brujería, Madrid: M. E. Editores.
[1] Nos referimos aquí al libro que narra extensamente la vida de Erzébet Báthory, la noble húngara del siglo XVI, cuya figura fue tristemente célebre por ser considerada la asesina serial más prolífica de la Historia. Cuenta la leyenda que la bella condesa, en orden a mantener la juventud que iba perdiendo en el derrotero de sus días, se bañaba en sangre de niñas vírgenes, que previamente habían sufrido diversas torturas para saciar su deseo perverso.