El oro que encandila, el frío que amenaza: Una aventura patagónica por Marcelo Zabaloy, ilustración de Mariano Lucano.
Poco antes del amanecer, con un cielo profundamente negro y estrellado apenas iluminándose hacia el noreste, los tres hombres soltaron amarras del embarcadero de Caleta Hurricane, una entrada del mar paralela a la costa que termina en una punta rocosa y empinada cubierta de musgo y guano. Doblando el cabo y navegando hacia el sur durante unas dos horas llegarían al Canal de Drummond, casi tan ancho como el mar pero protegido de los vientos del oeste por el macizo de Huaique. Los hombres, disminuidos por la majestuosidad del paisaje, lucían más parcos que de costumbre. El silencio de a bordo resaltaba el crujir de las tablas de la proa, que hendía las olas coronadas de espuma; las velas tensadas por el viento fresco impulsaban el barco a una velocidad constante. Desde lejos se veían las tres figuras trajinando en las maniobras marineras y la embarcación inclinarse primero a babor, luego a estribor y por fin enderezarse. Al cabo de un rato la silueta del velero se fue esfumando entre la bruma de la caleta y las pocas voces de los tripulantes fueron apenas audibles hasta desaparecer por completo.
A media mañana entraron al canal Drummond. Fondearon al abrigo de unas peñas que caen a plomo desde unos cincuenta o sesenta metros de altura, tapizadas de grietas y pobladas de cuevas en donde anidan albatros, gaviotas y peltres. A pesar de que el sol ya levantaba la neblina todavía hacía mucho frío. En la cabina los hombres comieron en silencio y bebieron de una bota con ginebra que se pasaban de mano en mano y mientras fumaban trazaron sobre la mesa el plan de navegación: cruzarían el canal en dirección sudeste – noroeste tan sesgado como les fuera posible para evitar que la intensa corriente los derivase irremediablemente hacia el sur. Luego, ya en la otra orilla, rectificarían el rumbo e ingresarían al estrecho Frías cuyas aguas calmas desembocan en mar abierto. Alrededor del mediodía levaron anclas y volvieron a navegar. El cruce del canal, con mar muy gruesa, les demandó más de seis horas. Cansados y hambrientos se guarecieron en la otra costa, en el fondo de una falsa bahía, en donde desembarcaron y armaron la tienda de campaña. El sol se había puesto detrás del macizo a las cinco de la tarde; la niebla espesa no tardaría en posarse sobre las aguas quietas y oscuras. Los hombres asaron un chivo que, atraído por la curiosidad del desembarco, se había acercado a la costa y que se desplomó un segundo después de que la nube de pólvora se disipó mientras el eco del estampido del Winchester 44 se multiplicaba sin cesar entre los cerros. Después de cenar y conversar animadamente los hombres empezaron a bostezar y la charla, poco a poco, terminó por declinar. El fuego comenzó a debilitarse y unos minutos más tarde sólo podían escucharse el canto de los grillos, los chistidos de algún lechuzón y el aullido del viento helado atravesando las copas de los pinos y las lengas.
Al alba, luego de desayunar unos trozos de carne, galleta y café con ginebra, los hombres levantaron campamento y saltaron a bordo para reanudar la travesía. Los unía un único propósito: encontrar el filón que, se decía, albergaban las laderas del peñón de Berritt, en el archipiélago al suroeste del mar de los Onas. Según estudios más o menos serios, las arenas negras de las costas del peñón contenían una proporción interesante de partículas de oro pero lo suficientemente baja como para desalentar la explotación comercial por parte de los grandes industriales del ramo. De cualquier manera, la ambición ya había despertado el alma aventurera de los tres hombres que en poco más de un mes reunieron el capital necesario para alquilar el barco y hacerse del equipo mínimo que se requería para una exploración preliminar y secreta del territorio. Nadie más conocía su propósito. También tenían algunos pocos rasgos en común: por ejemplo ninguno de los tres dejaba en el pueblo afecto alguno, la vida los había tratado con particular dureza y se sabía que en distintas circunstancias y por razones diversas, los tres debían en algún sitio, alguna muerte. Abunda decir tal vez, que eran marineros de oficio, que se habían conocido al embarcarse en un carguero filipino con bandera inglesa que amarró en el puerto de Veracruz y que se ufanaban de haber navegado los siete mares y sobrevivido a varios naufragios.
El pasaje del estrecho Frías fue tranquilo. Las paredes del estrecho caen a pique sobre el agua formando un perfecto cañadón. Durante todo el año, día y noche, el paso está cubierto por una niebla densa e impenetrable, de manera que los hombres navegaron con precaución tañendo cada tanto la campana y señalando ambas bandas del velero con linternas a querosén, la verde a babor y la roja a estribor. A cualquiera que no fuese un marino esas precauciones en un paraje como ese alejado del mundo le habrían parecido exageradas. Al cabo de una hora se oyó un silbato estridente y los hombres pudieron ver surgir como de la nada una inmensa mole de acero negro que avanzaba hacia ellos a poco más de cien metros de distancia. Un golpe seco a la caña del timón evitó el choque. El carguero de bandera panameña volvió a desaparecer tras la cortina de niebla tan pronto como había aparecido mientras el vigía de proa hacía sonar el silbato a intervalos regulares. Para los tripulantes del velero el episodio apenas si mereció algún comentario pero redoblaron la atención y aguzaron el oído por si acaso se tratara de un convoy. Al mediodía, el fin del estrecho Frías les reveló el horizonte infinito del Pacífico Sur un poco por debajo del paralelo 50.
Por esa época del año, el mes de octubre, la primavera se diferencia muy poco del invierno, a no ser porque el sol parece elevarse un poco más sobre el horizonte al mediodía y en el ocaso se recuesta más bien hacia el suroeste. De todas maneras unas tibias ráfagas soplaban desde tierra, el viento de diez nudos por la popa empujaba el barco a buena marcha y las arenas negras del peñón de Berritt estaban ya más cerca, a unas ciento cincuenta millas hacia el sur. Los tripulantes bebieron café con ginebra y comieron galletas y anchoas saladas. El ánimo no podía ser mejor ni los vientos más propicios. Durante la tarde, mientras pescaban salmones poco menos que a voluntad, pudieron ver que la cadena majestuosa de los Andes se hundía de manera inexorable en el horizonte hasta que a eso de las siete de la tarde la cumbre nevada del volcán Incahué y los primeros destellos del faro de Punta Higgins fueron las últimas referencias de tierra firme. Al rato las primeras estrellas de la Cruz del Sur y del Cinturón de Orión el Cazador se hicieron visibles y la temperatura, según lo indicado por el termómetro de cubierta, descendió a dos grados bajo cero y a bordo se encendieron las farolas de navegación y las lámparas de querosén de la cabina. Uno de los hombres hizo sonar su armónica y los otros dos lo escucharon en silencio, frotándose las manos, fumando y bebiendo ginebra de la bota. La melancolía del crepúsculo en alta mar, aún en hombres tan curtidos como éstos, era, al parecer, inevitable.
La noche transcurrió sin novedades dignas de mención, con los hombres turnándose en el timón cada tres horas. Antes del amanecer el centinela comprobó la posición con el astrolabio e hizo algunas correcciones de deriva en el plano de derrota y las anotó en el libro de bitácora. Al alba el cielo se cubrió de nubes bajas y poco a poco las crestas de las olas comenzaron a encresparse. Sin duda sobrevendría un temporal y no tenía objeto tratar de evitarlo; en otros mares las tormentas eran más previsibles pero en las lejanías interminables del Pacífico Sur la calma es siempre apenas una efímera tregua. Los hombres achicaron la vela mayor y quitaron el foque, después prepararon el ancla de capa y se dispusieron a resistir. El viento soplaba del oeste – suroeste a unos veinte nudos por lo que decidieron navegar de bolina tratando de internarse mar adentro, alejándose lo más posible de la costa escarpada, de la que los separaba sólo un día de marcha pero contra la cual esta borrasca podía arrojarlos en cuestión de unas horas despedazándolos contra el roquerío. Al rato, cuando la singladura era ya imposible, el timonel arrojó por la popa el ancla de capa y los otros hombres arriaron lo que quedaba de la vela mayor y ataron los paños.
Hacia el mediodía la tormenta bramaba en todo su esplendor; el barco surcaba los valles y trepaba las laderas de agua espesa, negra y espumosa, manteniendo obstinadamente la proa al viento, capeando con valentía el temporal pero crujiendo lastimosamente. Las rachas de viento helado y agua barrían con furia la cubierta en donde el timonel, envuelto en una encerado amarillo, con los ojos cerrados y el mentón clavado contra el pecho, se mantenía aferrado a la caña con desesperación. Los otros dos hombres aguardaban la hora del relevo, encerrados en la pequeña cabina. La tarde transcurrió entre zozobras y silencio.
A eso de las ocho el crepúsculo enrojeció los nubarrones y, no mucho después, la noche cerrada se desplomó sobre el mar enfurecido. Los hombres, que no conocían el miedo, fumaban sin hablar y miraban por las escotillas, como buscando un claro en el cielo infinitamente oscuro. Una fugaz visión de la luna habría sido una buena señal. La luz del farol de la cabina proyectaba sombras fantásticas sobre los rostros ajados y curtidos por la sal. El barco estaba resistiendo bien la borrasca pero de repente el cabo del ancla de capa estalló con un chasquido seco e inmediatamente se atravesó poniéndose paralelo a una enorme ola que lo arrolló haciéndole dar una vuelta de campana. En el agua helada, el timonel nadó instintivamente quitándose las botas y toda la ropa para no irse a pique. Brazada tras brazada vio alejarse el barco a toda velocidad, libre por fin del freno del ancla. Intentó alcanzarlo pero supo con claridad que su hora había llegado. Luchó para mantenerse a flote y esperar su final con dignidad. Apenas un par de minutos después dejó de sentir el cuerpo y oyó con nitidez la voz de su madre que lo acunaba y que lo besaba en la frente y esas cosas; en un instante infinito se hundió.
En la cabina oscura e inundada, los dos hombres que habían estado durmiendo mientras aguardaban el relevo, despertaron aterrorizados. Pasados unos segundos, comprendiendo el desastre, comenzaron a achicar agua con desesperación, pero el golpe de mar había herido de muerte al Parlanchín. Un rumbo recorría su costado de estribor, de proa a popa. Uno de los hombres, el más flaco y seco de los dos que quedaban, enloquecido por el miedo, le gritó al otro: ¡Páez, hermano! ¡No quiero morir ahogado! . Sin que mediaran más palabras, se afirmó un Colt 38 a la cabeza y gatilló. Páez, el sobreviviente, vio un fogonazo en la oscuridad de la cabina y un rostro desfigurado por el espanto y enseguida oyó el estampido.
El otro hombre estaba decidido a perdurar y aguantó la noche interminable sentado a horcajadas sobre el trozo de quilla que permaneció a flote, resbalándose y volviendo a trepar una y mil veces, tragando agua y vomitándola para no ahogarse, con las muñecas sangrando por las sogas con las que se había amarrado al pedazo de madera. Hasta que por fin se produjo el milagro de la mañana con los rayos del sol y la calma. Rendido por completo, el hombre durmió un rato y luego despertó azuzado por los fantasmas del hambre y de la sed. Tenía los ojos casi cerrados por la sal, pero aún así, alcanzó a distinguir una forma, a una distancia que no quiso calcular, temeroso de las traiciones de los espejismos.
Algún tiempo después de aquella visión, el casco semihundido se despedazó contra unas peñas y Páez fue arrojado con violencia sobre unas piedras filosas como cuchillos. Se desató las ligaduras. Comió algas y masticó cáscaras vacías de mejillón hasta triturarlas, con la furia propia de un animal herido y famélico. Cuando calmó un poco el cruel dolor del hambre, analizó su situación.
Estaba sentado sobre un peñón que calculó como de una media hectárea, la altura máxima no debía ser mayor de dos metros sobre el nivel del mar. Observó la marea durante unos minutos, hizo una marca en una roca, después en otra. Comprendió que cualquier otro punto del islote era más abajo que éste. Sobre unas rocas del lado sudoeste, condenadas eternamente a la sombra, encontró hielo. Lamió con avidez hasta derretir un poco la capa dura como un cristal. Volvió a observar las marcas que había hecho en las rocas. La marea subía. Creyó ver algo escrito en una piedra, se acercó y vio una fecha y un mensaje de amor para una tal Rita. Encontró fechas, mensajes e inscripciones obscenas de todo tipo. Al final de cada mensaje siempre había una referencia a la cantidad de lobos capturados: cien hembras, treinta machos y sesenta cachorros, etc.
Volvió a verificar las marcas y calculó que la marea habría crecido unos veinte centímetros en la última media hora. El sol le calentaba el cuerpo por primera vez, y la visibilidad era perfecta. Un lobo de dos pelos lo miró con curiosidad y volvió a zambullirse. Páez se sintió en calma. Por la posición del sol estableció que serían las nueve y media de la mañana. La pleamar llegaría a las tres de la tarde y el peñón quedaría varios metros bajo el agua.
El hombre respiró hondo, se apoyó en unas rocas al abrigo del viento y determinó que, al menos por un rato, disfrutaría del calor del sol.
Estremece este relato. El frío, la soledad, los hombres librados a la suerte de los elementos, la ambición que empuja y empuja. El final… terrible. ¡Gracias por escribir, maestro Zabaloy!
Y otro tanto va para la ilustración de Mariano Lucano.
Salud Orlando; gracias por leer. Fue un intento de escribir un relato marino al estilo de Lobodón Garra (Liborio Justo) en La tierra maldita, relatos bravíos de la patagonia y los mares del sur’ , una belleza de libro casi desconocido.