Compartimos este nuevo cuento de Juan Carlos Vásquez, ilustrado por Mariano Lucano.
Triborough, 167 E-124th St., 10035.
Aquella mañana estaba más contento de lo que recordaba haber estado. La suerte parecía sonreírme. Después de más de seis meses en Nueva York, había logrado firmar un contrato de trabajo de larga estancia y para celebrar, fuimos a la tienda de la esquina, compramos un par de cervezas y aunque le rogué a mi amigo que no las abriera, las abrió. Inmediatamente, un taxi se detuvo a nuestro lado y se bajaron dos hombres que resultaron ser dos policías encubiertos. Mi primera multa.
Spanish Harlem.
Donde acostumbraba cenar cada noche ya no venden licor. Desde que llegué hasta aquel instante, las peleas y los enfrentamientos no cesaban, por lo que decidieron tomar medidas. Sin embargo, para mí, aquella nueva regla no fue un impedimento: pedí la comida, crucé la calle, compré una cerveza y regresé al restaurante para retomar mi silla en la mesa. Una vez servida la comida, saqué el bote, lo abrí y, al cabo de unos minutos, al levantar la mirada, vi a un par de hombres desde una furgoneta estacionada en la calle que no me quitaban los ojos de encima. No entendía, hasta que uno de ellos me mostró una placa policial y con su dedo índice me invitó a acercarme. Ciento veinte dólares de multa por tomar en un establecimiento que no estaba autorizado para ello. Fue ese mismo día cuando tomé la determinación. No podía seguir arriesgándome. Las infracciones crecían a un ritmo desproporcionado y el dinero se agotaba. Era el momento de hacer algo.
Cathedral, 215 W-104th St., 10025.
Algo, algún envase, algo donde verter la sustancia. Tenía que evitar que la policía y las personas en general supieran lo que hacía. Así que fui hasta una tienda y me planté frente al mostrador y leí una publicidad que me acercó a la compra.
«No te compliques la vida. Esta pequeña y original petaca, diseñada por Baco Implagione, te facilitará la vida. Petaca en forma de chupona de ciclista, con frases a tu gusto e ilustraciones impresas. Acero inoxidable, vidrio».
No pensé, entré, la cogí del mostrador y la compré. A continuación, fui por el scotch y realicé el cambio. Aquel día comenzó todo.
Una vez que la petaca estaba llena, caminaba por estaciones de autobuses, de trenes, rondaba los ayuntamientos, los parques, paseaba en el tren. Agudizados mis sentidos de la contemplación, la travesía fue a más.
La Coruña.
A las dos de la tarde, puse mi bolso en una silla cercana a la mesa del restaurante, hojeé la carta y coincidí con mis compañeros: pulpo a la gallega, tabla de quesos, jamón ibérico y una botella de Albariño. Comenzaron los relatos y debates sobre cómo están gobernando, los comportamientos familiares, los recuerdos y las pillerías. Los tontos que relacionan todo con el fin del mundo y un poco de historia errónea e inservible se repiten.
Pasado algún tiempo, tocó repostar. La petaca empezaba a perder peso, así que la calibré metiendo la mano en el bolso y sosteniéndola por unos segundos. Aunque no había bebido nada, tendría que hacerlo durante el trayecto al despedirme y caminar. De inmediato, mi intención se hizo visible y la chica que por aquel entonces era mi novia, muy, pero muy molesta, me habló: «¿Ya vas a llenar la petaca? ¡Huele! El whisky huele y nuestros amigos se dan cuenta!»
Triana, Sevilla.
Estaba en Triana, Sevilla, donde hacía 47 grados. El autobús turístico cruzaba el puente sobre el río Guadalquivir. Con el abono, podía bajar en cualquier parada. La próxima estaba a un kilómetro del supermercado, así que bajé y empecé a caminar. Me sentía desfallecer, las piernas me fallaban y el intenso vapor que se desprendía del asfalto me quemaba, pero lo logré. Abrí la puerta del supermercado y el sopor del bochorno pasó con el aire acondicionado. Así que busqué el pasillo e hice mi selección, compré, fui al baño, eché el líquido en la petaca de 75 ml y dejé la botella en la papelera.
Antes de irme, permanecí unos minutos detrás de la puerta, me armé de valor y salí en dirección a la parada.
Llegando a Times Square…
¿Dónde servirme? Comencé a buscar algún envase… quedaba poco tiempo. Faltaban dos horas para que terminara el año. El paso a Times Square estaba resguardado por dos anillos de seguridad. A raíz de los ataques a las Torres Gemelas se habían creado fuertes dispositivos de seguridad. Esta vez, la vodka había sustituido al whisky. Los policías revisaban carteras y bolsos y prohibían ingresar con cualquier tipo de bebida. Sin embargo, en el último instante, «como medida transitoria», tiré la mitad del Sprite de una botella de litro y medio y realicé la mezcla. Lentamente me acercaba al policía que no duró mucho tiempo en chequear mi bolso y palpar mi cuerpo. Simplemente alcé los brazos con el envase en alto y pasé. Al parecer, no se percató o no quiso percatarse. Los fuegos artificiales, la bola que anuncia la hora con su descenso… el tiempo culminando entre pequeños sorbos, yo buscando entre las vidrieras una petaca que me hiciera juego con el color de la ropa, la anterior la había perdido.
Rock Spring
Desde Colorado hasta Nevada, en el autobús de Greyhound, el viaje había sido extenuante pero tranquilo. Sin embargo, algo extraño sucedía: el conductor daba raros volantazos y la velocidad aumentaba. Un largo descenso se convirtió en una angustiosa experiencia hasta que logró detenerse en una estación de servicio. Los frenos habían fallado y, según el conductor, había sido un milagro que no nos hubiésemos matado.
Tuvimos que esperar siete horas para que desde Denver llegara un autobús que nos rescatara. ¿Qué haríamos mientras tanto? Por el camino me había hecho amigo de un americano al que le gustaba que lo llamaran «O’Donnell». Entre el aburrimiento y la desidia, decidimos caminar unos cuantos kilómetros en sentido contrario. A ras de la autovía, habíamos visto un viejo bar de carretera y nos propusimos visitarlo. Paso tras paso, se cumplió la media hora. Una vez que cumplimos con el objetivo, retornamos apresuradamente, justo a tiempo para la partida.
O’Donnell tenía una petaca de vidrio, la mía era de acero inoxidable. La suya era de vidrio para evitar que fuera detectada por el detector de metales, pero mi petaca tenía un «top cautivo», un pequeño brazo que une la tapa a la boca para evitar que se pierda cuando se abre. Además, se podría usar el tapón como medida de bebida o vasito.
No es que fuera muy cuidadoso con el estilo y el material, pero la recurrente burla de algunos amigos y de las nuevas amistades que empecé a tener me obligaron a replantearme el diseño. Una vez imbuido en el hecho, muchos se olvidaron del consumo para centrarse en una curiosa incógnita: el modelo de petaca que podría llevar la próxima vez. Otros llegaron a comprar costosas réplicas para presumir y desestimar la mía.
Miami – Caracas
Año 2001
El sistema de presurización del avión estaba fallando y la gente se impacientaba por la espera. La angustia se incrementó hasta que finalmente nos avisaron que podíamos subir. Antes de hacerlo, di unos últimos sorbos y vacié la petaca de todo su contenido. Una vez dentro, me impacientaba el hecho. Sin embargo, una señora de unos cincuenta años, después de tomarse un whisky, objetó que era mejor abrir la botella de Ballantine que le llevaba de regalo a su esposo antes de seguir pagando los exorbitantes precios del avión. Por aquel entonces, todavía se podía embarcar con sustancias o licores.
Las azafatas insistieron y le rogaron que no lo hiciera, pero ya era tarde. Desde aquel momento, se negaron a servirnos. Lo primero que hice fue abrir la petaca para que la llenara. Después de hacerlo, cogió un pequeño termo de café que sacó de un bolso y lo utilizó como un vaso. Un par de pasajeros se unieron a nuestros brindis.
Al aterrizar, terminamos tras las rejas después de ofender y tratar de agredir a los militares que custodiaban el ingreso.
En el aeropuerto Adolfo Suárez:
En el supermercado del área de tránsito, compro una pequeña botella de whisky. Me siento, me levanto, voy a los aseos y cuando entro veo que un policía viene detrás. Simulo usar el urinario, doy tiempo, pero no sale. Insiste indeterminadamente en lavarse las manos. Salgo, doy tiempo, entro. Abro la puerta, bajo la tapa del water y me siento. Saco del bolso la botella y justo cuando giro la tapa para abrirla, veo en la parte inferior de la puerta las botas del funcionario. Sigo desenroscando la tapa, el crujido es evidente, pero no hago caso, hago lo que tengo que hacer, llenar la petaca, termino y salgo.
Fuera me esperan dos policías que no dudan en preguntarme si llevo drogas en el bolso, que lo abra, que saque todo lo que está dentro.
Hurgan, revisan todos los bolsillos. Curiosamente, toman la petaca y la ponen a un lado. Insisten: «¿Lleva droga? ¿Alguna vez has sido detenido? ¿Por qué está tan nervioso?» Tras unos largos minutos y después de comprobar mi documentación y antecedentes penales, me los devuelven y me piden disculpas antes de desearme un feliz viaje. Lentamente voy hasta un banco y me siento. Uno, dos, tres sorbos. La espera será larga, ocho horas para hacer la conexión Madrid-Oporto. Afortunadamente, en el área de tránsito podré repostar las veces que sea necesario. Mientras pasa el tiempo, veo a un chino pequeñito y a un hombre con rastas haciendo tonterías. Nada romántico.
Chicago:
Antes había ido de Nueva York a San Francisco; cuatro años después, de San Francisco a Nueva York. En aquella ocasión, el autobús de Greyhound había parado durante cuarenta y cinco minutos en la estación de Chicago y, gracias a mi estado, no sabía en ese momento en qué dirección iba, ni cuánto era el tiempo de espera, ni siquiera en qué ciudad estaba. En la búsqueda de siempre, perdí la conexión, pero encontré lo que buscaba: la botella de whisky para llenar la petaca. Ya a la mañana siguiente, mi cabeza empezó a funcionar. El cuerpo me dolía; dormir toda la noche en un banco de la estación había resentido mi espalda. Doce horas de viaje perdidas, sin embargo, al chequear el billete y con la ayuda de un revisor, hice los cambios pertinentes y continué mi camino.
Parque del Turia:
-¿Qué hora es?
-Diez.
-Parece otra.
-¿Otra qué?
-Otra hora.
-A mí me parece las diez.
-Son días raros.
-¿Raros por qué?
-Porque las horas parecen otras.
Era o no era la persona que pensaba. Daba igual; ya le habían dicho que a veces no hablaba con nadie. En lo que pensé posteriormente fue en las formas en que solía comportarme, en los nuevos flashbacks que empezaba a experimentar, en la desorientación que no me dejaba llegar nunca a los lugares a los que deseaba ir, esas acciones que me hacían repetir el proceso una y otra vez.