La poesía de Eduardo Rezzano es siempre una invitación a la reflexión. Por eso en su reciente Nocturna (Zindo & Gafuri) los poemas despiertan grados de cuestionamiento alternativos. Sus versos no son lo que parecen denotar. Lo que a primera instancia se revela como una idea bien podría ser su opuesto. Problematiza el lenguaje a través de una búsqueda de ampliación de significados. Así, hay una operación de desmontaje de sentido, muy sutil, que atraviesa toda su poética. “Quise poner las cosas/ en su lugar/ pero las cosas hablaban/ y me confundían”. Como en Felisberto Hernández, prevalece una mirada oblicua, siempre descentrada.
-En Nocturna, hay, acaso, una noche cerrada, un existir en lo oscuro. ¿Qué te depara ese espacio?, ¿por qué el registro de ese mundo en particular?
-Creo que más que una noche cerrada, hay una noche abierta. La oscuridad ofrece un espacio sin rutas trazadas donde los animales, las cosas, las plantas o las personas pueden asumir cualquier forma —cualquier estado intermedio— y mezclarse, hablar desquiciadamente, cantar o permanecer inmóviles como mojones que no señalan nada. La noche es un lugar, más que un momento del día, que escapa al juicio de Dios.
-La cita de Beckett, con que iniciás el libro dice: “Restablecer el silencio, éste es el papel de los objetos”. ¿Las cosas trascendentales suelen ocurrir en silencio?
-Los objetos imponen su autoridad de seres sin lenguaje y restablecen el silencio; eso es lo que entiendo de esa frase. Y yo, para escribir, necesito de mi propio silencio —necesito callarme—, para escuchar aquello que las palabras tienen para decirme. Finalmente, en el último poema, ensayo una refutación de ese epígrafe, porque pongo de manifiesto que los objetos, más que restablecer el silencio, me proponen un diálogo de locos. Y eso va más allá de una idea poética: la sensación de que las cosas tienen vida, aunque no crea que la tengan, me acompaña siempre. Con respecto a lo que me preguntás, creo que las cosas trascendentales ocurren cuando no pueden dejar de ocurrir, cuando se ha hecho lo suficiente para que ocurran. Lo hacen en el silencio o en el ruido, en el acelerador de partículas o en el barro más hediondo. Y siempre son el fruto del trabajo colectivo.
-A veces se tiene la sensación que tu poética, en parte, opera a través de un particular mecanismo de incorporar lo sobrenatural a la realidad. ¿Me equivoco, Eduardo?
-Para decir que algo es sobrenatural, primero tenemos que definir lo natural, y me parece que lo natural se redefine en el espacio de cada poema. Entonces no estaría incorporando lo sobrenatural a la realidad, sino que estaría construyendo una realidad con las propias peculiaridades que la constituyen.
-Entonces, ¿el uso de la primera persona supone la elección de una puesta?, ¿siempre?
-Me siento a gusto escribiendo en lo que técnicamente llamamos primera persona, aunque no se trate de una persona en sí: no soy yo ni tampoco un personaje de ficción, es una especie de pasajero abstracto que atraviesa los poemas como si fueran los vagones de un tren.
-Leemos en “Filmar con la luz de una vela”: “Quise realizar/ las tareas más nimias/ como poner las copas/ sobre la mesa o/ apagar una vela// y me encontré/ con mi ausencia/ mi propio lugar/ vacante” ¿Dónde está la voz del Yo en ese poema?
-El yo ha desaparecido, se ha perdido o nunca estuvo. Cuando escribí ese poema quizás haya pensado en la pérdida de la voluntad a partir de la pérdida de un soporte para esa voluntad, para ese deseo. Ahora que lo leo una vez más, pienso que puede funcionar al revés: lo que desaparece es el yo, y el deseo es lo que queda, que se basta a sí mismo; el deseo como fuerza creadora. ¿Y si el deseo y la voluntad nos crearan un cuerpo, nos vistieran, nos pintaran una aldea, un mundo? ¿Qué clase de mundo sería ése?
-En “Kindertotenlieder”, como también ocurre en “Sin rumbo”, y en otros poemas más, el eje de la voz enunciativa se desplaza. ¿Cómo elaborás y explicás ese giro, ese lúcido (y lúdico) cambio producido por el montaje?
-A veces me toca ponerme la cámara al hombro y cambiar de perspectiva. No es algo que elabore demasiado; el poema mismo me dice: “Sentate acá, mirá y no hables; no molestes”. En otro orden: trabajo en una oficina, cada mañana, a la que a veces llegan expedientes mal iniciados o que arrastran errores y omisiones de su paso por otras secciones y subsecciones. Allí tengo que resolver problemas y descifrar voces que me hablan en la lengua muerta de la burocracia, y también entonces me resulta útil cambiar de perspectiva, probar distintos ángulos, distintos encuadres, acercarme o alejarme.
-A menudo, tus poemas llegan a explicitar lugares y sitios concretos. La calle Ayacucho; un bar sobre la calle Balcarce… ¿Qué te ofrece el poema en ese grado de cooperación con la realidad?
-Creo que elegí la calle Ayacucho por la sonoridad tanguera de su nombre, aunque el poema no sea tanguero. En cambio la calle Balcarce me trae reminiscencias de una luz particular. Tengo el recuerdo de haber caminado una tarde por allí, y ese recuerdo va acompañado ineludiblemente por esa luminosidad, que quizás no sea más que una mera creación de mi memoria. Ese poema necesitaba una luz especial porque la protagonista es una fotografía. Esas son calles de Buenos Aires; viví un año y pico en Buenos Aires. También viví en otras ciudades —además de La Plata— y de todas se me pegó algo, todas me transformaron un poco; donde vayas, el entorno te atraviesa y te deja hecho un colador, aunque no seas del todo consciente. Los poemas a veces echan luz sobre recuerdos que el tiempo se encarga de fragmentar.
-Asimismo, tus poemas a menudo se desarrollan, verso a verso, a través de un fuerte pulso narrativo. ¿Es importante el “contar” por encima de la “musicalidad” de las palabras y sus posibles efectos poéticos?
-No creo que una cosa deba estar por encima de la otra. No trabajo a priori la musicalidad, pero si aparece me gusta que se escuche. La musicalidad probablemente no sea una cualidad a destacar en mi poesía, pero a partir de Gato barcino pongo mucho cuidado en el ritmo; Andreu Jaume, mi editor de entonces, me hizo observaciones muy valiosas al respecto. Con respecto a lo narrativo, es cierto que suelo contar pequeñas historias, pero no por ello creo que mis poemas sean menos abstractos. Con esas pequeñas historias trato de ponerlos en funcionamiento, como si ellos fueran viejas máquinas oxidadas de las que se ha olvidado para qué sirven, relojes que no dan la hora, buques factoría que se han perdido en el océano.
-¿Qué opinión te merece la denominada generación del 90?
-Más allá de que pueda haber cierto interés en presentarla como un bloque (tanto para instalarla como para desacreditarla), creo que dentro de ella hay poetas muy distintos entre sí —algunos muy buenos—, autores que escapan a las catalogaciones simplistas (pensemos en lo diferentes que son Laura Wittner y Mario Arteca, por ejemplo). Después, hay una poesía posnoventa que recoge lo más “conversacional” de esa década y, quizás, lo reduce a algo demasiado juvenil. En aquella época yo ya escribía (escribo poesía desde mediados de los 80), pero no tenía idea de lo que se hacía a pocos kilómetros de mi casa. Aparte, mi sociabilidad pasaba más por la música, y la mayor parte de mis esfuerzos estaban puestos en convertirme en un músico profesional, o en lo que yo entendía por eso.
-Temáticamente hablando, ¿qué tópicos, pensás, cubre tu poesía?
-Dicen que hay unos pocos temas, que son universales, a los que se vuelve una y otra vez. En general prefiero pensar que nada es universal, y que los grandes temas operan como espejos de agua que nos devuelven nuestros hermosos rostros humanos, como a Narciso su rostro mitológico. La poesía no es un humanismo; el buen poeta nos ofrece un antídoto contra lo que nos construye como humanos. A mí no me interesa hablar de la soledad, sino que elijo contar la pequeña historia de un tipo que está tan solo que habla con las cucarachas; de golpe me interesa el agenciamiento hombre-cucaracha. Antes que escribir una fábula, prefiero tratarme de tú con lo bichos y las piedras hasta confundirme con ellos.
-Con media docena de títulos publicados en varios países como Chile y España. ¿El lenguaje es un animal amoroso y ardiente al que se puede aprender a domesticar y encender?
-El lenguaje es un apretado entramado de hilos sobre el que hay que intentar hacer unos tajos, a la manera de Lucio Fontana, para espiar qué hay del otro lado. O quizás sea un virus del espacio exterior, como decía Burroughs.
-Ya que nombrás a un escritor beat. Siguiendo la afirmación de Gregory Corso: ¿La poesía y el poeta son inseparables?
-Si le extirpamos la poesía al poeta, lo matamos. Y esto se puede hacer extensivo a cualquier persona que se dedique con verdadera intensidad a una actividad, sea cual sea. Hay una zona de indiscernibilidad entre el poeta y su obra, y esa zona es vital.
Eduardo Rezzano es escritor y músico. Publicó Ningún lugar (1999), Gato barcino (España, 2006), no fábulas (2010), Alcohol para después de quemar (Chile, 2012), y Caligrafía (España, 2013). Fundó 2vecesbreve y la Orquesta Camaleón.