La Quemazón

Dibujos: María Lublin

Algunas anotaciones a propósito de Miami Vice (División Miami), escrita por Anthony Yerkovich y producida por Michael Mann entre 1984 y 1986.

El nombre que usa Sonny Crockett (Don Johnson) en sus misiones como agente encubierto es Sonny Burnett, en parte en homenaje al gran W.R Burnett, autor de Alta Sierra y La jungla de asfalto, en parte porque Sonny está Burnt Out, quemado por el estrés. Parece bronceado por el sol tropical, pero la quemazón viene de adentro.

Es una deliciosa ironía que el público haya idealizado a Crockett y su vida. Es cierto que es buen mozo, calza buenas pilchas, maneja una Ferrari, pero todo eso es una fantochada, una máscara para poder ingresar en esos círculos sociales (en esa “matriz social” a la que se refiere Ziggy Moreno, un bufón/informante) que le son vedados a un mero policía. La verdad es que la vida, si puede llamarse así, de Sonny, lejos de ser glamorosa, es una zona de desastre. Vive en un yate, es decir, su hogar no tiene cimientos, se mece en las sucias aguas urbanas de Miami, prácticamente debajo de una autopista, junto a un caimán que enloqueció cuando devoró planchas enteras de LSD. Cada vez que quiere llevar una chica al yate, algo sale mal. Todo lo que toca Sonny, se rompe. El gesto más aprovechado del repertorio de Don Johnson es su mirada de pánico, o bien porque alguien está a punto de volar por los aires por una bomba colocada debajo del auto, o bien porque un hombre que le acaba de marcar la mejilla con un furioso beso, procede al instante a volarse la cabeza con un arma casera fabricada en prisión (como hace Roberto “Mano de piedra” Durán en su breve y memorable aparición), o porque las tripas de un cadáver recién llegado al puerto fueron reemplazadas por un montón de heroína. En todo caso, Sonny y su compañero Rico Tubbs (Phillip Michael Thomas) llegan siempre tarde a los desenlaces, nunca logran detener la tragedia. A propósito de los desenlaces: siempre son repentinos, se asemejan al sobresalto que experimenta un durmiente al tomar conciencia, en plena pesadilla, de que está soñando. Cuando el durmiente despierta, el capítulo termina, con las palabras “producido por Michael Mann.”

Sonny y Rico están conscientes dentro del sueño. En cierto momento, estacionan la Ferrari en una explanada suburbana: en el fondo, las palmeras se recortan contra el atardecer fucsia. Todo parece detenido en ese espacio mental que damos en llamar “los años ochenta”. Rico dice: “tengo la sensación de que ya estuvimos acá” (en nuestro televisor) “¿y cómo te hace sentir eso?”, le pregunta Sonny. “Extraño”, responde Rico.

Los mismos personajes de la serie caen en la cuenta de que son eso, personajes de una serie, y de que, más de treinta años después, siguen repitiendo los mismos gestos, Rico alisando su saco impecable, Sonny encendiendo su cigarrillo con su Zippo y calzando sus gafas de sol en el cuello de la remera. Los ochenta no empezaron aún, siguen configurándose en la podrida mente de la cultura.

Eso sucede con los tiempos: no suceden cuando parecen estar sucediendo, suceden muchas veces después, en la memoria. Shakespeare lo sabía bien, y hacía disparar armas de fuego a personajes que existían en el tiempo anterior a la invención de la pólvora, o ponía en boca de un guerrero de Troya palabras de Aristóteles, que nacería quinientos años después. No importa, todo se mezcla.

Rico y Sonny todavía caminan por esas calles. “Si seguimos yendo y viniendo por este boulevard, lo van rebautizar Boulevard Cockett & Tubbs” Entonces Rico le propone a su compañero, “un cambio de ritmo”, y se detiene en un kiosko a comprar dos cafés (que vendrán en vasos de plástico, por supuesto, porque ante todo la propuesta estética de la serie se expresa en esos detalles, en la consagración de lo feo y lo barato, la basura moral, cualquier habitante de la Ciudad Autómata de Buenos Aires sabe de lo que estoy hablando, porque nuestra planificación urbana antivandálica no hace más que imitar la soledad y la neurosis de las producciones de Michael Mann y en especial de División Miami). Ahora bien, la señora que atiende el kiosko, un precioso ejemplo de vigilantismo, para usar el término de Esteban Rodriguez Alzueta, tiene una cámara y, debajo del mostrador, un monitor. Entonces sucede algo que llamaremos metatelevisivo: Rico captura en el monitor un vistazo de Sonny en blanco y negro, apoyado sobre la Ferrari, mientras enciende un pucho. Es decir, en el mundo posible de División Miami también existe una serie llamada División Miami.

Minucias como ésa llaman mi atención. Cada tanto, vemos al doble de riesgo de Don Johnson, bailando en alguna festichola. En un momento (en el capítulo “El regreso de Calderón parte I”), sucede algo extraordinario: se arma una trifulca masiva en la pista de baile, y Sonny Crockett/Don Johnson salta a la pista y comienza a forcejear con su doble. En la próxima toma, ya se han convertido en dos dobles que forcejean entre sí. Se multiplican los Sonny Crocketts. Ahí están todavía, forcejeando en la pista de baile, porque lo que sucede una vez en la ficción se repite, una y otra vez, en el infierno del VHS. Miami es el infierno donde estos policías-farsantes purgan sus culpas.

Tienen demasiado estilo para morir del todo. El vestuario, arriesgado, estrambótico, genial, trabaja sobre ese punto: los narcogusanos veinteañeros, nenes arrogantes que se la creen porque ganaron demasiado dinero en demasiado poco tiempo haciendo demasiado poco, no saben llevar sus ropas, “sus mismas ropas los aborrecen”, como dice el libro de Job. Todo les queda demasiado grande. En cambio, Sonny y Rico llevan sus pilchas con gran estilo. A Oscar Wilde le hubiera gustado esa tesis de trabajo: no tener estilo es el único crimen imperdonable en el mundo posible de División Miami.

El concepto de la serie parece brotar de la mente empastillada de Elvis Presley, que más de una vez fantaseó con ser agente encubierto de Narcóticos. El caimán de Sonny se llama Elvis en su honor, y a lo largo de la serie, predomina por cierto el color favorito del Rey, el rosa.

Hay mapas completos de las locaciones que usa la serie, como guiones hechos calle, escritos por la misma ciudad. De alguna manera, la serie inventa Miami. Siembra la duda, tal vez Miami no existía antes de Miami Vice. Elecciones que invierten el tiempo y que hacen parecer que la ficción policial estrenada con anterioridad estuvo siempre influenciada por la serie… con sus hospitales que parecen bingos y sus universidades que parecen hoteles, con su aire acondicionado y su negación histérica de la selva, con sus vientos huracanados y sus farsas anticastristas. Miami, la ciudad donde por última vez el dinero se movió en efectivo, en cantidades tales, que los narcos alquilaban galpones para almacenar los billetes. Después vino el plástico .

Un artículo aparte merece el trabajo en la elección de los elencos de la gran Bonnie Timmerman, una judía de New York obsesionada con las jetas WASP. Nos bastará con anotar que su experimento, que consiste en encontrar los actores menos expresivos y de rasgos más, podríamos decir, americanoides, se apoya en la gran tradición del cine negro. Don Johnson es su Alan Ladd. Edward James Olmos es su Humphrey Bogart. A eso, le suma el gusto exquisito al elegir actores y actrices negras. Como en todos los demás aspectos del arte de la serie (música, vestuario &etc.), el experimento roza el ridículo, pero sale airoso. Más que airoso: División Miami es acaso la serie más importante de la historia de la televisión. La primera, en todo caso, en la que las historias terminan mal. No es poco. “Bang, Bang, estás muerto”, le dice Sonny a un criminal que se encuentra acorralado frente al dilema de ir preso de por vida, o pasar a ser informante de la policía, es decir, morir o vender el alma, porque ya se lo dice un viejo amante a la agente Trudy: “sos policía, no tenés honor, no tenés alma.”. Bang, bang… así es que descubrimos que todos los agentes que trabajan en la División Narcóticos, fueron a parar ahí después de morir. Se pudrieron, y recién después bajaron a este infierno tropical a purgar sus culpas. El bronceado disimula la quemazón.

 

 

 

Escribe Tomás Cardoso

Tomás Cardoso (Buenos Aires, 1980) es traductor del inglés, escritor y bailarín de tap -hoofer-. Entre el año 2010 y el 2011 la editorial 13x13 publicó su novela corta Pandemonio, el libro de cuentos El mono enjaulado y la colección de ensayos breves Conversaciones entre muertos. Otras obras: El Material (baúl de cuadernos, 2012/14), los discos Oro Bermejo (2013) y W. (2015). Desde el 2015 publica Una Cita con el Desastre, serie de especímenes mecanografiados de edición única. (Para consultar el catálogo: unacitaconeldesastre.tumblr.com). Es traductor/editor de las revistas de ficción El Deshollinador (2014/5) y Perros&Chacales (20I8). Coordinador desde el año 20I7 de los grupos de traducción/investigación "Shakespeare para conspiradores" en la Biblioteca de Formación Docente -UNA.

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