Sebastián Trujillo escribe este cuento ilustrado por José Bejarano.
Electra y El Jack de Espadas bebían whisky en uno de esos callejones del bajo mundo de la ciudad. Bebían entre carritos de supermercado, ratas y crimen. Estaban ahí porque el entorno artificial de la metrópoli impedía presenciar la luna y las estrellas. La madrugada rozaba las 3 y el aire era un sereno fantástico. Fantástico porque la melodía de sus corazones surrealistas flotaba en la calle. Electra volvió a reír…
—¿Otra vez con esa mierda de la camisa?— reprochó El Jack de Espadas. La luz del farol intentaba brillar en sus ojos. Al conseguirlo, proyectaba la mirada de alguien que no pertenece a ninguna parte.
El Jack de Espadas había hecho una especie de striptease esa mañana. Se arrancó la camisa mientras unas chicas tocaban Rock and Roll en la estación subterránea del tren. Con su danza, estimuló a la banda a sonar mejor. Sus movimientos emulaban la sombra de Iggy Pop bailando en el clip de Living on the Edge of the Night.
—¿Sabes, Jack?— dijo Electra, parando la risa—. La gente debería sentir el firmamento mojar. Seguro que más de un poli considera que su piel es el uniforme de mierda y, bueno, la puta pistola también.
Jack sacó dos cigarrillos. Encendió el de ella y la besó en su cabeza transparente. Electra acomodó su cabello. Durante el instante, sus ademanes filtraron la esencia de alguien deslumbrante y elevada. Tan deslumbrante y elevada como para tocar las constelaciones del universo.
—Querida, las personas cargan bombas en el pecho. Van a estallar a consecuencia de sus mentiras infinitas, cuando creer al revés resulte imposible— replicó Jack.
—Pobres gentes— dijo Electra—, pobres gentes.
—Luego terminan arrastrados en el astral— añadió Jack, con un tono fantasmal. Con un tono certero y especial.
Fumaron los cigarrillos, explusaron humo azul y pensaron en la inocencia.
—Ayer se largó un Corazón Suicida— dijo Electra—. Le veía amanecer hacía diez años. ¿Habéis visto la hermosura de una persona honesta en el alba?
—Sí— contestó El Jack de Espadas—, especialmente si desconoce su propia honestidad. Es semejante a la perfección. Resplandece en la oscuridad.
—La fiesta terminó— continuó Electra—. Llegó al departamento. Piso 15. Rompió la ventana de un puñetazo. Sangró. Saltó. Y en caída libre acabó la cerveza de lata. Me enamoré de él. Resultó inevitable acompañarle en la soledad. Lo tacharon de endemoniado, esquizofrénico. Invalidaron mi existencia agarrada de su mano. Tú has oído a la multitud decir que los ángeles no existen.
El Jack de Espadas salió de la oscuridad. La luz del farol alumbró la mitad de sus alas heridas. Estaban teñidas de un color hermoso y nunca antes visto. Estaban a punto de romperse por completo.
—Mírame bien— advirtió Jack—. Tenemos prohibido intervenir. Varias plumas cayeron en el suelo. Lo habían jodido. Conocía el dolor de las peleas callejeras o el de una hormiga aplastada en cualquier lugar. Conocía lo peor y lo mejor.
—Jack— replicó Electra con melancolía—, pasó la vida entera en el infierno, pero cuando se acercaban a él, El Corazón Suicida regalaba fragmentos de cielo, caminaba sin querer dañar. ¡Poseía estilo!
La naturaleza celestial de Electra hizo temblar el callejón. Perdía el control de sí. La manzana del árbol, romper las reglas… ¡Vaya tentación!Ambos se miraron y contemplaron lo que eran: La Rebelión de Elctrea y El Jack de Espadas.
—Es lo que ocurre con los buenos, acaban ahogados en el arroyo, crucificados hacia abajo— remató El Jack.
—¡ME NIEGO, MALDITA SEA!— gritó Electra.
Una intensa lluvia comenzó a derramarse. La basura se diseminó por el suelo. Era un inmenso charco de porquería corriendo en la superficie.
—Es ley humana, Electra. Su justicia no puede ver adentro. Es ciega. Así lo permite El Creador— sentenció El Jack de Espadas.
Electra mutó en un rayo de fuego. El infierno es la calle a las tres de la madrugada. El infierno es la indiferencia. Su luz suprema le mostró a un Matador que iba a cortarle la garganta a un junkie.
—Yo lo maté— confesó el junkie—. Lo robé.
—Hijo de puta, junkie, hijo de puta.
—¡MATADOR!— gritó el junkie, ahogándose en aguas de mierda—, ¡MATAME QUE YA NO PUEDO MÁS!
El junkie se arrodilló y el matador sacó una navaja inmensa para arrancarle la cabeza. Escupió en su cara. La navaja del demonio comenzaba a descender. Pero el milagro es más rapido que la velocidad de la luz.
El cielo rugía como bestia. El cielo lo destruye todo, es indomable. Pero desde el cielo juegan cruelmente al ajedrez. Y entonces el hombre y la mujer son caballo, torre, rey o reina, peón, alfil.
Matador ardió en llamas. Chispeaba. Ella lo fulminó. En la autodestrucción giró la llanta de un carro. El Junkie fue salvo. Y Electra se desvaneció en migajas de oro y diamante.
Desafió a Dio y a Dios le agradó. El Altisimo sostenía en sus manos una muñequita de polvo y barro. Dios parecía aburrido, triste. Era domingo en la noche. Y para acabar con su tedio, sopló la figura. Sobre el tejado de una casa, cayó una chica solitaria, de carne y hueso, fragil y mortal como las hormigas.
Al Jack de Espadas le ascendieron. Le habían convertido en el angel guardían de una pintora desconocida y sublime. Entró al taller en forma de brisa, por la ventana, batiendo las cortinas. Muchos años después de lo acontecido con Electra. Le tocó el corazón y, en el lenguaje secreto de las almas, Jack le contó una historia. La artista no pudo parar. No iba a parar jamás. El cuadro estaba listo. La pintura era el dejavu de sus tiempos angelicales.
Jack bebió vino y se largó. Voló borracho, encima de flores azules, doradas. Voló gesticulando en su rostro una sonrisa. La sonrisa perfecta que creía extraviada al cruzar una esquina del camino.