La última sesión.

El relato La última sesión de Gustavo Abrevaya (libro MM de Ediciones Vencejo, España) sobrevuela la última sesión de fotos de la diva máxima de Hollywood, Marilyn Monroe, un llamado sin respuesta, el amor de un fotógrafo, una sesión que poco a poco se transforma en un crudo retrato forense. Ilustra José Bejarano.

Podías meter un dedo en su piel, 

era como probar un merengue recién hecho

Tan muerta estás, en esa camilla que retiraron de la heladera donde esperabas turno para los escalpelos, las tenazas, las tijeras, los recipientes para tus órganos, los vasos para tus fluidos. 

Tan cerrados tus cerrados ojos impasibles, tan peinada hacia atrás por quién, quién cometió esa abominación, Norma Jean, quién enlutó  así tu cabello platinado y mortificó tus ondas, aquel mechón sobre tu ojo que espiaba por encima de tu sonrisa.

¿Cuándo ocurrió esta insensatez en tu rostro de muerta ahí, muerta y muerta degradada, muerta hacia atrás, hacia abajo muerta, hacia el gusano conquistador, hacia tus huesos que pronto serán lo único que evocará, a nadie, la eternidad de tus películas, de tus sonrisas, de tus caídas de ojos, muerta hacia tus uñas y tu cabello que seguirán creciendo, cuando el sarcófago haya descendido? 

Así estás, fría como mis abuelas frías hace tanto que no puedo recordar, como los muertos que jamás serías, replegada a no sé qué comarcas, qué alturas, impávida y ya no más Norma Jean.

La imagen, que la foto dice que es la tuya, se me hace que es de mármol y eso me da frío. Muerta, dice, y no entiendo, la palabra resuena vacía y ahí quedo, perplejo, como loco, quedo, como tonto, como enamorado, y porfío y estoy atento a que esa atroz efigie tuya abra los ojos, aunque, en el fondo, voy sabiendo que es tu última foto. Y todo es raro, porque te hablo de tu cadáver. Será que son dos Norma Jean, entonces, mi modelo adorada y tu muerta, y que te estoy despidiendo, debe ser, despido lo que veo en esta foto que no es lo que vi durante aquella última sesión en L.A. cuando elegiste cortejar mi cámara, permitir que te mirara y, más que eso, que te viera, y desmoronar mi inocencia. 

Con aquella mujer, Norma Jean, hablo.

 Durante la noche del 21 de junio me enamoré como se enamoran los artistas y fue mi épica no dejar que se disipara el relámpago de revelarte cuando mortificabas mi cuerpo con aquella sonrisa que hoy añoro. Lo sabíamos. No importó que mi corazón golpeara como un pistón contra mis costillas cuando desnudaba tu esencia en tu piel transparente, tu cicatriz color alabastro, tu guiño con tus promesas imposibles, tus incipientes arrugas. 

¿Recuerdan los muertos? ¿Recordarás, donde estés, si es que estás, que me concebiste fotógrafo en la suite 261 del Bel Air, con el Dom Pêrignon y tu peluquero que veló porque tu cabello no fuera esta congoja glacial de la camilla de los señores médicos? 

Muerte dudosa, dijeron, y te llevaron para abrirte con sus instrumentos, qué absurdo, eso, era tan sencillo abrirte, tan permeable, eras, tan alegre suponerte debajo, arriba, a un lado, abiertas tus piernas y tu boca, tu entero cuerpo dado para la delicia que no tendríamos porque yo había optado por la mansa trascendencia de ser tu último fotógrafo. 

Una modelo no es una mujer, supe, el desnudo en el estudio no es el desnudo en la cama, supe, aunque haya una cama en ese estudio y la modelo sea tan bella, trágica y sensual, supe, el cuerpo visto, así, rubia, como siempre, también morena, con un pañuelo transparente y rojo, esos deleites de cepas ajenas. La mujer que es modelo, para siempre, seduce al ojo, a la lente, a quien luego mirará. La foto será ese encuentro entre el pasado que fue nuestro presente del obturador presionado 2571 veces, con el futuro que será el presente del que abra la revista y te encuentre vista por mi mirada y sienta que algo empuja en su cuerpo y entonces, Norma Jean, en ese instante, habremos tenido éxito. 

Situarme ahí, enamorado sin desbarrancarme y mirarte, anhelante mirarte sonreírme, invitarme, dichosa de mi agonía, a recordar que le entregabas a la cámara tu precioso cuerpo y definitivo, tus últimas imágenes de esa erupción donde solo estuvimos el Dom Perignon y yo. 

Y mi Hasselblad.

El privilegio duró poco más de un mes. 

El 5 de agosto amaneciste rodeada de frascos de barbitúricos. Vacíos. 

Tu teléfono estaba caído junto a la cama. 

El último número que marcaste había sido el mío, supe, pero ya era tarde. 

Ese dolor seguirá en el mismo, preciso lugar de tu sonrisa.  

Después, quise volver a nuestro sortilegio con otra modelo nebulosamente parecida, en la misma escena, con las mismas poses, la misma iluminación, el mismo champagne, la misma cámara. 

Pero no funcionó, Norma Jean, aquello se había extinguido, ya no ibas a volver, solo me estaba plagiando.

Y entonces supe que nuestra historia de amor había acabado.

A Bert Stern.

Escribe Gustavo Abrevaya

Nacido en 1952 en Buenos Aires. Escritor y Psiquiatra. Su posición como profesional fue expresada por Freud en una de sus cartas: “Soy un escritor disfrazado de médico”. Del trabajo con el barro del lenguaje, literario y psicoanalítico, surge la poesía, la narrativa y la escucha del decir de los pacientes. Una cita literaria dicha en el momento justo suele tener más eficacia que una interpretación realizada desde un marco puramente teórico. Autor de El Criadero, premio José Boris Spivacow en 2002, reeditado en Buenos Aires en 2017 (Revólver), luego en Cuba, en España (Bohodón Ediciones) y desde octubre en USA con el nombre de The Sanctuary (Schaffner Press), Los Infernautas (Grupo Tierra Trivium), El Enviado (Código Negro) junto a Leonardo Killian, compilador junto con José Luis Muñoz y autor en Juramento Negro (Grupo Tierra Trivium), compilador de Las 1001 Noches Peronistas (Granica Ediciones), también junto a Killian, autor de numerosos relatos, publicados en varios medios, (La mujer de mi vida, Kranear) y autor en El origen del mundo (Vencejo Ediciones. La bala que llevo adentro, (Vencejo Ediciones) es la primera de una serie de novelas sobre una guerra entre policías.

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