Las niñas buenas

Lupita Cortés escribe una historia de cotidianos abusos, ilustrada por Tano Rios Coronelli.

El día que conocí al ángel, lo entendí: las niñas buenas no se niegan a hacer lo que un adulto les pide. Estábamos todos en casa festejando mi cumpleaños. Normalmente no hacíamos gran cosa, pero esa vez coincidió con un festejo en toda forma: mi hermana Yina nos presentaría a su novio. A mí no me gustaban los extraños, pero que ella lo presentara ante nuestro padre, significaba que era su pareja definitiva.

Con la estatura justa para robarme la crema del pastel que decoraba la mesa, sólo me importaba que alguien se robara a mi hermana. A la desesperada pregunté si podíamos pedirle a Yina que viniera sola. Mis argumentos tenían que ver con que el cumpleaños era mío y, por tanto, algunas decisiones también. Se rieron de mi ocurrencia, pero mi padre protestó enseguida. Él sólo podía estar algunos días en casa y esto era importante. Se quejó de que, en su ausencia, mi madre y hermanas me dejaran salirme siempre con la mía.

Me explicaron que el novio venía de una ciudad muy grande, que su familia tenía muchas tiendas, que Yina estaba contenta. Vamos, toda una bendición para la familia. Mi padre dijo: Esa niña necesita que la eduquen bien, cada vez que vengo se pasa más de lista. Todos se pusieron a hacer cosas y se olvidaron de las ocurrencias de la niña pequeña de casa. 

Se concentraron en conseguir los juegos perdidos de cubiertos y en transformar todo para impresionar al ángel. Molesta por sus razonamientos tontos, no quise ayudar con nada, ni me quise poner el vestido rosa que habían planchado para mí. Cuando los perros ladraron y escuchamos un claxon en la entrada, todos se acomodaron su ropa elegante y yo corrí.

Desde mi escondite oí el coche entrar por el camino empedrado hasta el patio de enfrente, los gruñidos de los perros y un par de pisadas que se acercaban a la puerta del comedor. Las pisadas ligeras de Yina y otras pesadas y tan enormes como si pudieran aplastarme de un pisotón. Luego vinieron los saludos formales, las risitas nerviosas y una voz gangosa que preguntaba por mí: ¿Y la niña? Falta tu hermanita, ¿no?

Como si les hubieran presionado el botón correcto, todos se soltaron a hablar al mismo tiempo: Allá anda de latosa, no se quiso poner el vestido. Mi padre, de lo más simpático, se sumó a las explicaciones: Andaba robándose la crema de su pastel y quién sabe en qué diabluras ande, ya la conocerás. Ahorita hay cosas más importantes que platicar. Entonces Yina intervino: Le da vergüenza saludar porque no te conoce, pero ahorita la traigo

Yina trabajaba fuera y sólo nos visitaba algunas veces al año. Siempre tenía las historias más fantásticas sobre sus viajes de trabajo y llegaba cargada de regalos para mí. Era mi hermana favorita. Fue directo a sacarme de mi escondite: Ven, sonsa, salúdame con un abrazote. Me tomó en brazos y empezó a caminar hacía el comedor. Yo me revolví y quise bajarme, pero no me dejó: ¡Ya, flaca! Nomás saluda. Las niñas buenas saludan sin berrinche. Así, terminé entre las manos enormes del ángel, sus dedos se me hundían en las costillas y me ardía la piel mientras me sostenía en el aire frente a su cara.

—Hola, tú. Con qué eres latosa, ¿eh?

Me escupió una risa y me hizo cosquillas. Sin querer, me reí a carcajadas, luego grité porque las cosquillas dolían y luego lloré. Yo pateaba y me revolvía para quitarme sus dedos de encima, pero no quería soltarme. A todo el mundo le parecía muy divertido. Cuando los mocos y las lágrimas me mojaron por completo la cara, mi hermana intervino nerviosa: ¡Ya, amor! Suéltala que a veces es bien chillona y tú bien pesado. En cuanto mis pies volvieron al suelo, le solté varios manotazos que dieron en su cara grasosa. 

Se congelaron sin saber cómo reaccionar. Yina quiso salvar el momento con una broma: Ah, ¿verdad? ¡Y eso no es nada! Sigue molestando a mi flaca y vas a ver. Le siguieron las risas divertidas hasta que mi padre intervino. Desde su lugar, de pie frente a la puerta del comedor, gritó: ¡No, hija! ¡Saluda como se debe y respeta a tus mayores! Si quieres ser el centro de atención, lo vas a ser como las niñas buenas, pero no así. Ese año me quedé sin vela de cumple por grosera. 

Después del aburrido interrogatorio que el ángel aprobó con honores, mi padre autorizó partir el pastel. Como no había vela, simplemente me tomaron una foto y el ángel anunció que tenía un regalo para mí. Fue al coche y volvió con una bolsa enorme de dulces. Todos lanzamos exclamaciones de asombro. Pensé que después de todo, tal vez no era tan malo y extendí los brazos para recibir el regalo. Antes de que yo pudiera tomar la bolsa, mi hermana dijo: ¿Ya ves? No le tengas miedo, hasta te trajo un regalo. A punto de corresponder con una sonrisa, escuché a mi padre detrás: ¿Cómo se dice?

Me congelé, siempre me regañaban porque era muy difícil hacerme hablar con los extraños. La voz se me atoraba en la garganta y me ardía la cara entera. Luego venían las risas, los gritos, los regaños por maleducada. Estaba segura de que no podría hacerlo, entonces, Ángel soltó como si se le acabara de ocurrir: ¡Ah, no! Yo quiero un abrazote también o, si no, me los como yo solito. Todos se rieron y alguien me tomó en brazos para acercarme a dar las gracias.

Las palabras no me salieron y simplemente grité y me quejé como hacen los bebés que no hablan. Me pusieron en el suelo, en medio de todos, y mi hermana favorita se agachó junto a mí. Me puso la mano en la espalda y regañó a su novio: ¡No te pases, amor! Ve cómo está. Ya déjalo así.

Esta vez la advertencia de mi padre fue para ambas: Una grosera y la otra solapándola. El muchacho nomás está siendo amable. Normalmente un regaño de mi padre no era tan suave, pero ante el invitado se contuvo: Entonces, ¿le vas a dar las gracias o no? Las niñas buenas dan las gracias. Y sí no quieres darle un abrazo, tienes que decir que no, no eres una bebé que no sabe hablar.

Todos guardaron silencio y yo intenté salir corriendo de allí. No, no sabe hablar, dijo el ángel y luego me atrapó. Me envolvió con fuerza y el olor a grasa y sudor se me metió en la nariz y en la boca. Luego me hizo cosquillas de nuevo mientras repetía: ¿No quieres? A ver dime que no quieres. No dije nada. Mientras me secaba las lágrimas me obligó a estirar los brazos para recibir la bolsa de dulces.

Desde ese día le tuve miedo al ángel. Bastaba escuchar sus pisadas enormes para correr. A él eso le parecía divertido, me cazaba por las esquinas. Cuando no conseguía atraparme se conformaba con darme un manotazo en la cabeza, picarme las costillas o darme una nalgada fuerte acompañada de un: ¡Pa´que se eduque!

Se adoptaron las medidas de mi padre. Para no pelear a cada rato, Yina y el ángel hicieron un acuerdo implícito: sí él no se pasaba tanto, todo estaba bien. Mientras, yo aprendía a decir que no, como las niñas buenas. Eso funcionaba cuando estaba alguien viendo, cuando estábamos solos no bastaba. 

Los regalos seguían llegando y pronto encontré el truco. Todo se trataba de hacer lo que me pedían a la primera. Las niñas buenas dan las gracias con un abrazo y un beso en la mejilla. Las niñas buenas aguantan las cosquillas y se dejan cargar. No se niegan y no hay necesidad de obligarlas.

Escribe Lupita Cortés

La autora es socióloga y escribe desde su particular manera de no-ver el mundo. Ganadora del Premio de Excelencia a la Movilidad Internacional, 2021, otorgado por la Universidad de Granada, España, con el cuento “Cariño”. Galardonada con el tercer lugar en el III Certamen Literario Internacional Tifloletras, 2021, otorgado por el Comité Pro Ciegos y Sordos de Guatemala con el cuento “Cosas del Diablo”. Publicada en la Revista Sinfín, No. 40, Nov-2021, con el cuento “Entre las milpas”. Publicada en la Antología Breve Escrita por Mujeres, colección Pupa, Crisálida Ediciones, 2020-21, con el cuento “¿Ya ves que así es mejor, mi niña?”

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