De la marginalidad de Borges al fuego canónico de Saer: Las bibliotecas personales y sus caminos secretos.
Pocos han celebrado lo marginal como Borges. Pocos lo han despreciado tanto como Saer. Los escritores raros, los datos curiosos, las biografías editadas hace doscientos años, los contemporáneos de dudosa relevancia, se integran al canon en Borges, fácilmente, con naturalidad. Por el contrario, en la ficción y en el pensamiento de Saer, los márgenes quedan siempre en un espacio contiguo, voluntariamente construido: la extravagancia enciclopédica y la afición por la literatura secreta se reservan apenas para algunos ensayos.
Así como el escritor no puede permanecer indiferente a los clásicos, pienso que tampoco puede callarse ante los menores. Entre Saer y Borges, concebidos como exagerados polos opuestos, es posible imaginar una serie de posiciones intermedias. En todo caso, quien construye su tradición expresará siempre un juicio de valor acerca de lo que se encuentra fuera del canon, en la periferia. Ya sea por medios de exclusión o de inclusión, los escritores se comportarán como oficiales de migraciones en el aeropuerto: separarán, por un lado, una fila de nativos y, por otro, una fila de extranjeros. Lo propio y lo ajeno. El parecido y la diferencia. Yo y los demás.
Las editoriales también, cuando confeccionan su catálogo, obran del mismo modo. Y los menores, sobre todo los menores más lejanos en el tiempo, porque la importancia de los contemporáneos siempre está por verse, son las víctimas más frecuentes de discriminación. Reinterpretar un clásico, reeditarlo, es habitual. No lo es tanto reinterpretar o publicar a los que, durante años, han estado fuera de circulación. Hay algo de valentía en el rescate de un escritor menor. Dotarlo de título, elevarlo, tiene una carga de heroísmo. En El escritor argentino y la tradición, Borges compara, sin sutilezas, a Banchs con Hernández. Pero la comparación es engañosa: en realidad, se trata de una ponderación de Banchs, a quien Borges admiraba como poeta. El peso de Hernández se usa meramente como patrón de referencia.
Por cierto, si hay algo de heroísmo, también hay algo de malicioso en estos salvatajes. Es más sencillo personalizar a un menor que a un clásico, que, por definición, se supone, pertenece a todos. Sin embargo, este punto de vista no me interesa demasiado; me interesa más ampliamente, explorar una categoría de la tradición. A diferencia del núcleo duro del canon, cuya esencia es pública, los menores integran un mundo privado, flexible, dentro del acervo de lecturas de cada quien. La influencia de Vintila Horia, o de Leo Perutz, o de José Bianco, en mí por ejemplo, depende en gran medida de la historia personal y de los avatares de una biblioteca, de las compras casuales en librerías de viejos y del descubrimiento posterior de un estilo, de alguna clave de escritura, en esa novela parcialmente olvidada, en especial, por el mercado.
Los canónicos, en cambio, forman parte de la historia universal. No hay resistencia posible, a lo largo de una vida, para la toxicidad de un Shakespeare, de un Dante, o de un Homero. Omnipresentes, all-pervading, los clásicos se filtran de un modo u otro en nuestras lecturas, así sea en forma de apariencia, de sombra o de nombre. Uno puede evitar, durante años, a Bojumil Hrabal. Pero no podrá, con la misma facilidad, escapar de Proust o de Faulkner, sus fantasmas.
Sin embargo: un escritor menor puede permanecer, con mayor fuerza que el canónico, en la memoria y la escritura de algunos lectores. Medias negras, peluca rubia de Gudiño Kieffer, los cuentos crueles de Saki, los policiales del Séptimo Círculo, la Spoon River Anthology de Lee Masters, La venganza de Don Mendo pergeñada por Muñoz Seca. En la medida que sentí esas obras como mías, las uní a mi intimidad y allí, en secreto, sobrevivieron. En la resistencia, germinaron. La huella de mis relaciones con esos autores es indeleble, a pesar de los años, en parte por su carácter íntimo o, según se vea, clandestino. Y esto es razonable. Los hechos que uno más recuerda no son, en general, aquellos que sucedieron en los espacios públicos, sino aquellos que sucedieron en habitaciones cerradas, autos, cenas familiares, casas quintas, entre sábanas: nostalgias, percepciones intensas, traumas. Los escritores menores construyen una tradición individual, asociada indisolublemente a la biografía y a la idea de propiedad privada.
Memoria colectiva y memoria personal, canon y periferia, publicidad e intimidad. Esta serie de oposiciones puede resultar bastante obvia, hasta aquí. Pero hay otra más que, tal vez, incluye las anteriores: poder y libertad. La lectura de los escritores consagrados está siempre mediada por prejuicios e interpretaciones anteriores, prescripciones hermenéuticas, el mito de su importancia. Por el contrario, los menores están sujetos, casi por completo, a la valoración del lector: el mito aún no ha sido fundado. En este sentido, la mitología posible, no necesariamente exhibida, de los escritores menores es, de algún modo, también la mitología posible de sus intérpretes. Aquellos que escribieron el Nuevo Testamento motivaron el texto en la inspiración de Dios y, así, ellos mismos se volvieron divinos.
Con esto no quiero decir que los clásicos, o los célebres, no estén inscriptos en nuestra biografía: quedan, también, como marcas de agua, ciertos momentos frente a ciertas páginas, las sensaciones, una vaga reminiscencia de lugares físicos y pensamiento desorientado, la concatenación de causas y efectos que nos llevó a obtener, descubrir y, finalmente, leer. Pero la lectura del escritor menor, y su reconstrucción una vez en el pasado, como experiencia, es diferente. La obra canónica es privatizada, al menos parcialmente, en la lectura, y la naturaleza de ese acto es la de un secuestro o una apropiación. Por el contrario, la obra menor es concebida como privada desde un principio y su lectura no implica una trasposición de estados, no hay movimiento.
Esto es así porque la lectura moderna es una actividad silenciosa, intransmisible, íntima, pero al mismo tiempo los autores menores le exigen a quien los descubre y los admira, otra cosa, inversamente proporcional: el ya aludido rescate del mundo de las sombras. La obra menor lleva ínsita, su posibilidad de elevación, una serie de poleas que tirar. Pero esa trasposición, desde lo privado a lo público, es siempre posterior a la lectura en casa, una segunda lectura que, a su vez, puede ser leída, en la medida en que se escribe. Se trata, por si no ha quedado claro, de una exteriorización de la experiencia, de un acto de traducción y propagación de esa primera interpretación intransmisible; en definitiva, de un esfuerzo tan ineficaz teóricamente como necesario en la práctica.
He leído El profanador de Maulnier, las falsas novelas de Gómez de la Serna, la clínica desopilante de Wilhelm Stekel, a sabiendas de que algún día les dedicaría unas páginas. Al parecer, bajo un destino autoimpuesto, hoy escribo como si aquellos libros que me legó la biblioteca paterna –él, levemente canoso, hablando de los escritores injustamente olvidados, durante un día de calor y sosiego– también incluyeran un mandato igualmente paterno, la restitución de un honor perdido o desacreditado por otro, la defensa de ocho o nueve apellidos, tan ocultos como verdaderos. Debo decirlo: el dualismo estético, el defectuoso andamiaje de antinomias entre obras canónicas y menores que he intentado construir, halla su forma básica en el ritual de homenaje o, quizá, en el reconocimiento de una herencia. Entre Borges y Saer, me ubico, sin confianza, en algún lugar, más próximo al primero que al segundo, imaginando una extraña y enorme familia, en cuyo centro, al lado de Peyrou y Sitwell, está mi padre.
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