Una mirada fragmentaria y antojadiza a la obra de Manuel Puig. Uno de los pocos genios de la literatura argentina.
Alan Pauls es un joven prodigio. Las bestias de la literatura le abren un lugar. La foto blanco y negro lo muestra junto con Marcelo Cohen, Juan José Saer y Ricardo Piglia en reposeras, sobre el césped, delante de una arboleda frondosa. Pauls está con el torso desnudo y en traje de baño. Cohen tiene pantalón corto y remera. Saer y Piglia—es extraño— llevan camisa, pantalón largo y zapatos. La foto es de los noventa. La postura desenfadada de Pauls evidencia que no es el primer encuentro. Antes de ese día, unos años antes, el joven escritor pudo encontrarse con uno al que admiraba mucho. Uno raro, polémico. No en las declaraciones que construyen la imagen publicitaria de escritor, sino en la obra: ahí donde vale la transgresión. A nadie debería importarle si Joyce no pagaba la cuenta en los hoteles o si la vida sexual le resultaba conflictiva. O si el sobrevalorado Charles Bukowski era alcohólico.
Pauls escribió en el ochenta y seis Manuel Puig: la traición de Rita Hayworth. Los estudios críticos sobre la obra de Puig eran escasos. La academia no se mostraba interesada en esa apuesta extraña. Pauls viajó a Río de Janeiro para conocer a Puig y ofrendarle una copia del manuscrito. “Fue una de las decepciones más grandes de mi vida literaria. Mientras caía la tarde, Puig habló mierda de Argentina y sus escritores, mostró su biblioteca solo compuesta por libros propios en diferentes traducciones, habló de cine como si hablara solo. Ni miró la carpeta con el manuscrito. La apoyó encima del televisor. “Un escritor no debería conocer a otro escritor que admira”. Esa fue la sentencia de Pauls. Dicen que Michelangelo Buonarroti era un hijo de puta. Maltrató a todos sus ayudantes dentro de la Sixtina.
El joven apuesto: Usted se está matando
Greta Garbo: (afiebrada, tratando de disimular su fatiga) Sí así fuera, solo se opondría usted. ¿Por qué es tan niño? Debería volver al salón y bailar con alguna de esas jóvenes bonitas. Venga, yo lo acompañaré (le extiende la mano)
Como comienzo de novela es, cuanto menos, disruptivo. El fragmento del guión de La dama de las camelias (George Cukor, 1936) no parece material pertinente para el tono solemne que acostumbra la mirada hegemónica en literatura argentina. En este país se escribe (o escribía) con cara de culo, de busto de plaza, enojado. Mientras más enojado, mejor. Al menos en los veinte años que Manuel Puig publicó sus libros.
The Buenos Aires Affair es una de las grandes novelas que se escribieron en estas crueles provincias del sur. Todos los capítulos comienzan con un fragmento de guión de cine yanqui popular. Tiene el efecto de sorpresa. Es a la vez extraño y orgánico. Le da sentido a la historia de amor atormentado y perverso que Puig construye en la novela. El sexo desbordado, incorrecto; el abuso; el deseo por fuera del consentimiento: la historia habita lo incómodo sin juzgarlo. Algo inusual en la narrativa del siglo XX.
Hay un movimiento mínimo y a la vez revolucionario. Todo estaba a mano pero casi nadie lo vio. Puig abrió las fronteras rígidas de la alta literatura para darle paso a los géneros populares. El cine que invade la novela no es cine intelectual, de autor. Puso algo donde no debería estar.
Manuel Puig es el maestro del collage.
Necrológica de un diario
Cartas
Descripción de un álbum de fotos
Descripción de un cuarto
Una agenda
Un narrador dice qué hicieron los personajes durante un día
Una gitanatira las cartas
Hoja de ruta de una fiesta popular
Más cartas
El fluir de la conciencia de un personaje
Una resolución ministerial
Una denuncia policial
Otras cartas
Unos diálogos
Otras denuncias
Otros edictos
Una confesión cristiana
Otra necrológica
Así está hecha la novela Boquitas pintadas.
Es la ausencia total de paisaje.
Así describe Manuel Puig a su odiado General Villegas. En un desplazamiento sutil lo convierte en Coronel Vallejos en las dos primeras novelas. La literatura latinoamericana contemporánea volvía mágica la tierra: Santa María, Comala, Macondo. Puig aborrece a su pueblo, a la gente que allí vive y muere allí. No hay agua, solo vacas que comen un pasto imposible. Está en el punto medio entre el mar y la montaña. Y las dos atracciones son la ilusión rupturista de un ambiente insoportable.
Una vez que la venganza con el pueblo está en las librerías, busca por fuera. Una de sus grandes novelas, Maldición eterna a quien lee estas páginas, transcurre en Nueva York. Puig se caga en la literatura de corte social con aparente politización, en la demagogia progresista. Le interesa esa ciudad, le sirve para la construcción de la trama, la conoce muy bien. Listo. No hay mayor revolución estética que la búsqueda propia, sin ataduras. La revolución cubana despreció a Cabrera Infante. Primero por su obra, después por su posicionamiento. Nunca entendió a Lezama Lima. El Gordo no jodió, no quiso vivir en el capitalismo. Solo escribió una novela experimental. La prohibieron. La primera revolución rusa abrió las barreras y explotó todo. Años después se volvió conservadora. Es muy torpe creer que solo desde los temas se discute. En el arte la forma es un arma poderosísima. Durante mucho tiempo se perdieron a Manuel Puig.
Y era gay. Y vergonzoso. No hablaba muy bien. Era medio pelado. Le interesaba el cine yanqui. No había oprimidos en sus textos. Los libros eran extraños. El título de uno está en inglés. Los personajes no hablaban de literatura. No era solemne. No moralizaba. Como los grandes genios, vio algo que el resto intuyó o dejó pasar. Como Leonardo, como Monet, como Picasso.
Para quién se escribe. El escritor norteamericano de policiales clásicos tiene clientes más que lectores. El debate simplista y equivocado, plantea que la literatura de género es menor, popular, simple. La alta literatura, es sofisticación de pocos, mientras menos mejor. Se requiere mayor instrucción y una actitud activa frente al texto. En un lado están, por ejemplo, las novelas policiales de Agatha Christie. Se entiende, es fácil, entretenido. Del otro lado, aparecen obras como las de Virginia Woolf o James Joyce: densidad, capas de sentido múltiples, ruptura de la norma. Esto sería elitista, para pocos, masturbación intelectual. Lo que un buen lector quiere haber leído y entender. Manuel Puig destruye la contradicción entre arte popular y arte puro. Tensó la forma como nadie con discursos populares.
Las novelas de Manuel Puig pueden ser leídas por alguien sin mucha experiencia de lectura. Boquitas pintadas es el mejor ejemplo. Es un melodrama construido con las voces populares. Quien no advierta que ahí no hay narrador definido, que nadie dice con claridad había una vez, quien no sabe qué cosa es un narrador, puede leer la novela sin problemas porque la maravilla en Puig es que el trabajo inteligentísimo y audaz con la forma no se nota.
La plasticidad de las estructuras narrativas está, por momentos, al borde de lo imposible. En un pasaje de The Buenos Aires Affair se lee la voz de un policía que recibe una denuncia, se puede recomponer en ausencia la voz de la denunciante y se filtran los titulares del diario que lee el policía mientras presta poca atención a la charla telefónica. Y entendemos muy bien, además, que uno de los personajes desapareció. Es un milagro. Superpone los planos. Crea otra dimensión. Como Salvador Dalí. Como Xul Solar.
David Viñas plantea que hay dos genios en la literatura argentina: Domingo Faustino Sarmiento y Roberto Arlt. Se olvidó de Manuel Puig.
Puig trabajaba en un aeropuerto, en Estados Unidos, de seis de la mañana hasta el mediodía. Luego dormía la siesta y escribía el resto del día. En Roma estudió cine. Vivió en Brasil y murió en México. Los años de producción en Argentina se rompieron por amenazas de la Triple A. En el primer concurso importante al que se presentó — con La traición de Rita Hayworth— no fue premiado. El gran Onetti dijo que sabía cómo hablaban los personajes de Puig pero no cómo escribía él. Se comió el amague. Esperaba un narrador floreándose. Fue un elogio involuntario. En sus novelas no hay narrador o son todo diálogos o las notas al pie de página ocupan medio texto. Difícil valorarlo con los estándares de la literatura decimonónica.
El reconocimiento llegó pero desde el cine. Los libros se adaptaron y los filmes tuvieron gran circulación. Torre Nilson filmó Boquitas pintadas; Raúl de la Torre, Pubis angelical. En Hollywood Héctor Babenco adaptó El beso de la mujer araña. Cuenta Carlos Puig, hermano de Manuel, que en el ochenta y dos estuvo nominado al Premio Nobel. Está bien que no se lo dieran. Hablaría mal de la obra de Puig. Todo lo que escribió equivale a una Montaña mágica de Thomas Mann y media. Ese sí que se parece al premio Nobel. Mucho, gordo, fuerte, excesivo. La poética de Puig no es premiable. Como con Van Gogh, no la vieron.
¡Humille Mariano! Está tan buena la nota que te perdono lo de Bukowski