Herman Melville, el éxito de un fracaso y la expiación de sus pecados a través de una diabólica obsesión llamada Moby Dick. Una lectura de Orlando Espósito, retrato de José Bejarano e ilustración de Mariano Lucano.
El 1º de agosto de 1819, nace en Nueva York, Herman Melville, hijo de un padre brutal –Allan–, violento y –tal vez–, abusador, y una madre que profesaba la rígida religión calvinista. Lo acunaron el pecado, los golpes, la represión y la culpa.
Un padre exigente, duro, que a los 5 años se lamentaba que fuera «Muy atrasado en el habla y lento en la comprensión», cuando sobre el final de los estudios primarios de Herman se enorgullecía de tener el hijo que mejor capacidad oratoria mostraba en la escuela.
Los pormenores de su vida y sus obras, pueden ser consultadas en la red. En esta nota quiero intentar una lectura particular de su novela cumbre, entre las conce que escribió.
El siglo XIX es la época de Dostoyevski, Whitman, Wagner, Van Gogh, Poe, Hugo, Tolstoi, Dickens, Hawthorne, Marx, Mendeléyev, Einstein, solo para citar a unos pocos.
¡Ahí sopla, ahí sopla! ¡Una joroba como un monte nevado! ¡Es Moby Dick!
¿La novela es una alegoría de la lucha entre el bien y el mal?
Ahab, el capitán del Pequod al que Moby Dick había arrancado una pierna, está obsesionado con vengarse. Muchas veces se ha dicho que el cachalote representa el mal, el Diablo, la fuerza ciega de la naturaleza. Por mi parte veo a la ballena blanca como un retrato del escritor; Moby Dick es el propio Melville, y todos los personajes muestran una faceta de su personalidad. Es él mismo el objeto de su odio. El Capitan Ahab no busca justicia ni venganza. Es Herman que necesita matar la culpa, el pecado, y por ello, a lo que llega en definitiva es a su propia muerte. Su última esperanza de dejar de ser lo que es.
Ismael es el narrador. Melville necesita a este personaje para que sea la voz del relato, para que describa el hundimiento del Pequod. Este joven inexperto que se embarca sumido en la melancolía y la depresión, para no meterse un tiro en la sien, es el autor; el mismo autor que comienza a escribir la obra con igual objetivo: evitar el suicidio. La novela empieza así:
Llamadme Ismael.
(…) cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes (…) entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala.
El inicio de la obra, para la dura coraza calvinista de la época resulta escandaloso. Ismael encuentra que el único hotel que acepta darle albergue lo que ofrece es compartir una cama con otro hombre.
Se trata de Queequeeg, un negro altísimo que será contratado en el Pequod como arponero. Este arponero, negro, gigantón, que habla una lengua desconocida por Ismael, es con quien terminará despertando abrazado y «con las piernas entrelazadas». A partir de ahí serán compañeros inseparables.
Grita Stubb en el capítulo 134 refiriéndose a Ahab:
—El loco diablo en persona va tras de ti.
En el capítulo siguiente, el que grita es otro oficial, Starbuck:
¡Ah, Ahab!, no es demasiado tarde (…) para desistir! ¡Mira! Moby Dick no te busca. ¡Eres tú, eres tú el que locamente la buscas!
Stubb y Starbuch son las voces que llaman a la reflexión y a la prudencia. Son el cable a tierra que el Capitan Ahab escucha cada vez menos, a medida que se acerca a la ballena.
El capítulo 66, relata el ataque de los tiburones a una ballena amarrada a la borda del Pequod. Los marineros defienden la pesca golpeando con azadas marineras las cabezas y vientres de los escualos. Alrededor de la captura hay un mar plagado de tiburones que sangran por sus cráneos y panzas, tripas y sesos. Creo que en este capítulo Melville muestra lo que él pensaba de sí mismo.
La matanza de los tiburones
Cruelmente se daban mordiscos no sólo unos a otros, a las tripas que se les salían sino que, como arcos flexibles, se doblaban para morderse sus propias tripas, hasta que esas entrañas parecían tragadas una vez y otra por la misma boca para ser evacuadas a su vez por la herida abierta.
En el capítulo 65 vemos una escena similar. Algo más suave pero con el mismo giro.
En el capítulo 65 vemos una escena similar. Algo más suave pero con el mismo giro. El oficial Stubb come un trozo de ballena a la luz de una lámpara alimentada con aceite de la misma:
La ballena como plato
Que el hombre mortal se alimente de la criatura que alimenta su lámpara y (…) se la coma a su propia luz (…) parece una cosa tan extraña que por fuerza uno debe meterse un poco en su historia y su filosofía.
Y reflexiona Ismael:
¿Caníbales?, ¿quién no es caníbal?
En el capítulo 23, Ismael habla del peligro de la costa que parece amiga pero oculta los arrecifes, la restinga, los bancos de arena que destruirían a una nave. El peligro está en el hogar.
«La costa a Sotavento
(…) este capítulo de seis pulgadas es la tumba sin lápida de Bulkington. He de decir sólo que su suerte era como la de un barco agitado por las tormentas, que avanza miserablemente a lo largo de la costa a sotavento. El puerto le daría socorro de buena gana; el puerto es compasivo; en el puerto hay seguridad, consuelo, hogar encendido, cena, mantas calientes, amigos, todo lo que es benigno para nuestra condición mortal. Pero en esa galerna, el puerto y la tierra son el más terrible peligro para el barco: debe rehuir toda hospitalidad; un toque de la tierra aunque sólo arañara la quilla, le haría estremecerse entero.»
Cap. 135 – La caza. Tercer día.
Cap. 135
Es el tercer día que bajan las lanchas para cazar a Moby Dick. La persiguen. De pronto emerge con varios arpones clavados, pájaros marinos picotean sus heridas, está envuelta en un enredo de sogas y estachas. Realiza un salto prodigioso que levanta una neblina de espuma y…
(…) la ballena se apartó (…) y al volverse mostró un costado entero (…) en ese momento se elevó un vivo grito. Atado con varias cuerdas al lomo del pez, amarrado en las vueltas y vueltas con que, durante la pasada noche, la ballena había enrollado los enredos de los cables a su alrededor se veía el cuerpo medio destrozado del Parsi, con su oscuro ropaje hecho jirones y sus ojos distendidos volviéndose de lleno hacia Ahab.
La única lancha arponera que queda de las tres está rodeada de tiburones que atacan los remos y la embisten. Ahab grita:
(…) al fin lucho contigo; desde el corazón del infierno te hiero; por odio te escupo mi último aliento.
Clava el arpón. La estacha vuela, se enrosca en el cuello de Ahab y cuando Moby Dick se hunde, lo arrastra a las profundidades. Nada queda del Pequod ni de las arponeras. Los tripulantes son tragados por el vórtice que genera el barco al hundirse. Sólo uno se salva.
El único sobreviviente del Pequod, ese joven de edad imprecisa que inicia el relato, salva su vida dentro de un ataúd que flota en el mar, único resto del naufragio, rodeado de tiburones y halcones marinos que no lo atacan.
Y yo sólo escapé para contártelo.
(…) Al segundo día, un barco se acercó, y por fin me recogió. Era el Raquel, de rumbo errante que, retrocediendo en busca de sus hijos perdidos, encontró sólo otro huérfano.
Moby Dick, Ismael, Ahab y el Pequod, no son más que máscaras o disfraces bajo los que se oculta el hombre torturado por la culpa y el desprecio de sí mismo que fue Herman Melville.
Acaso, los escritores en sus historias y relatos, no hagan otra cosa que exorsizar los demonios y lavar las culpas de su historia. Pecios que brotan de las profundidades después de los naufragios y flotan a la deriva en un mar oscuro que permanecerá oculto detrás de alegorías y metáforas.