Una lectura de Nicolas Hochman sobre la novela Miserere de Germán García (Mansalva). Ilustración de Mariano Lucano.
Lamento que la vida sea tan corta para lo que quiero
y tan larga para lo que se fuga, para lo que se
escabulle cuando me acerco.
Germán García. Miserere.
Soy alguien que cree en las tradiciones. No porque me parezcan buenas, no porque adhiera a ellas, no porque me resulten simpáticas, en general. Creo en las tradiciones porque están ahí, porque nos anteceden, nos condicionan y nos interpelan aunque no nos guste. Creo también en romper con ellas, porque muchas veces es lo más sano. Y creo que muchas veces, rompiendo tradiciones, empezamos, sabiéndolo o no, otras nuevas.
Hablar de la novela nueva de Germán García implica, para mí, tener en cuenta todo eso. Germán García es alguien que pasó por todas esas etapas. Que respetó, que rompió, que constituyó, que defendió tradiciones. Nanina es la piedra fundante, la bisagra de esa historia suya. Y también, en parte, de la literatura argentina. Miserere no es ajena a ese camino, es una manera de continuar con esa construcción, es parte de una operación que forma y que deforma la tradición literaria en este país.
Germán García fue uno de los primeros grandes lectores de Gombrowicz que hubo en Argentina. Tal vez uno de los pocos grandes lectores de Gombrowicz que hay inclusive hoy. Y, me arriesgaría a decir, probablemente uno de los que más y mejor deja ver el efecto de esa lectura en sus propias obras de ficción. Generalmente Gombrowicz se cuela en sus novelas de una manera sutil, sin explicitaciones, con una contundencia que suelen no tener muchos otros autores que se jactan de haber sido influenciados por él. En Germán García lo gombrowicziano se hace presente no como homenaje, sino como apropiación de tres conceptos: juventud, inmadurez, forma. Es decir: a favor de la juventud, a favor de la inmadurez, en contra de las formas.
Miserere es una historia que habla sobre la Buenos Aires de comienzos de los 60. De la formación y transformación de una ideología de derecha, de Eichman, de Penjerek, de qué pasaba en las calles en ese momento. Pero por sobre toda las cosas es una historia de la juventud y de la inmadurez. O una historia inmadura de juventud.
En Miserere la juventud está tomada desde dos aspectos. Por un lado, inter pares. Es decir, la manera en que los jóvenes se vinculan entre ellos: mediante la amistad, el amor, la competencia, la traición, el aprendizaje. Por otro lado, los jóvenes intentando insertarse en el mundo. Es decir: queriendo ser parte de la vida, de eso que pasa con los grandes, con los que saben, con los que tienen el conocimiento, los contactos, el poder. Los que deciden. Eso que implica pensar el mundo como si los jóvenes no fueran esos jóvenes que son.
Es curioso: históricamente, me animaría a decir que casi en cualquier momento y en cualquier lugar, los jóvenes están apurados por dejar de serlo. Inclusive cuando la biología es bastante contundente al respecto y dice que en algún momento esa juventud no va a estar más, que todo pasa. Pero en el momento importa poco.
Cuando somos jóvenes amamos nuestra juventud, pero nos incomoda nuestra inmadurez y queremos siempre algo más: queremos experiencia, inclusive a costa de perder la juventud. Después es tarde y nos arrepentimos, y anhelamos lo que fue, pero eso es otra cosa.
Toda esa ansiedad deviene en movimientos generalmente torpes, ridículos, inmaduros, que son parte de esa identidad en la que seguimos encallando cada vez más. Probablemente eso es normal. Hasta sano. Pero no deja de ser un poco ridículo cuando miramos hacia atrás.
En Miserere esto aparece todo el tiempo. El protagonista, que habla de su pasado juvenil, se narra con mucha ambivalencia. Se recuerda como alguien que estaba por encima de casi todo, de vuelta, superado, creyendo entender un contexto que estaba más allá de sus posibilidades de compresión, aunque comprendiera todo. Y con eso habla también de su ingenuidad, de una inocencia que no quiere ser tal pero que sigue estando ahí. Es a través de esa dualidad que avanza el relato, y con él un retrato parcial, fragmentado, incompleto de la historia. Un relato notodo. Un relato honesto.
Como historiador de formación, cada vez me convenzo más de la necesidad y la importancia de utilizar la ficción para entender mejor la historia. No de hacer ficción histórica, sino de hacer ficción, simplemente, y que a través de ella se pueda entrever algo de la historia. Del pasado, si es que de eso se trata la novela, pero sobre todo del momento en el que el autor se sienta a escribir lo que sea que vaya a escribir.
En Miserere los jóvenes piensan la política, la economía, la ideología. Y hacen o tratan de hacer algo con todo eso. Porque lo que quieren es madurar, devenir en actores, dejar de ser espectadores que ven la vida pasar. Eso implica una tensión, una movilización afectiva, un corrimiento de las posiciones subjetivas, que generalmente es la excusa para no hacer nada de verdad. Como dice el protagonista, casi al final: “Mientras tanto los que estaban en la cosa tomaban posiciones, ocupaban lugares y nosotros… nosotros, no estábamos en nada. Esa es la verdad”.
Germán García es lo que podríamos denominar un “autor consagrado”. Alguien que se inició en la literatura, que marcó un antes y un después con una obra (eso sin meternos en el campo del psicoanálisis), que abrió un camino posible para hacer las cosas. Sin embargo no deja de ser curioso, en medio de todo esto, que su nombre no resulte cercano para algunos escritores jóvenes.
Pensaba esto mientras leía Miserere, cuando encontré un fragmento que me pareció más que pertinente: “… un familiar de mi padre (…) se había comprometido a colaborar con mi educación. Lo hizo de manera práctica, me regaló una colección de la Biblioteca de Iniciación Filosófica de la Editorial Aguilar, donde era jefe de alguna sección. Eran clásicos de la filosofía, libros de formato pequeño y sus autores, en los prólogos, eran celebrados como ‘insoslayables’ de la filosofía. Era fácil entender que los podía soslayar, que los que se movían sin parar por la ciudad ignoraban la existencia de esas luminarias”.
Hay escritores que probablemente ignoran de dónde vienen las ideas sobre las que escriben. Los estilos, las formas, las palabras. Seguramente piensan que son lo suficientemente creativos para inventarse una historia más allá de las tradiciones. Seguramente piensen que son las luminarias que todos van a tener que leer en pocos años. Y no está mal: también necesitamos que los jóvenes piensen eso. Necesitamos de toda esa inmadurez. Porque así se construyen las tradiciones.
Germán García se dedica a tres de las cuestiones más potentes y efímeras de la actividad humana: la literatura, la clínica y la enseñanza. En las tres pasa lo mismo que con la juventud: nada de todo eso que se hace es para siempre, nada permanece ni mínimamente parecido poco tiempo después. Pero las tres generan una marca de la que no se vuelve. Siempre queda algo, un algo diferente a lo que se transitó, por lo que se atravesó. Miserere es parte de ese movimiento. De qué manera eso va a generar una inestabilidad, le va a tocar elaborarlo a cada lector.
Un llamado de Germán García quien, gratamente sorprendido, me comentó que había encontrado en este texto de Nicolás Hochman una perspicaz lectura de Miserere que ni él mismo podría haber explicitado mejor. Y después de leerlo, el punto V me resultó una clave que invita a volver sobre la novela: Hochman advierte que el protagonista se narra con mucha ambivalencia al hablar de su pasado juvenil. Se recuerda como alguien que estaba de vuelta y a la vez, con eso habla también de su ingenuidad, de una inocencia… De modo que -concluye Hochman en tanto historiado de formaciónr: «Es a través de esa dualidad que avanza el relato, y con él un retrato parcial, fragmentado, incompleto de la historia. Un relato notodo. Un relato honesto.» Resulta ridículo repetir en este comentario lo que está escrito por Hochman, sin embargo es tentador…
Excelente su escrito sobre Miserere, que no leí pero leeré siguiendo su consejo. El mismo Gombrowicz reconoce que es un soberbio y dice que el escritor humilde no existe y quien se dice humilde finge su orgullo por no ser tenido por engreído. Witold nos dice que el escritor modesto es estéril e improductivo y que no se puede prescindir del gesto soberbio, displicente y orgulloso típico de todo escritor. Y yo pienso que lo mismo puede decirse de un buen vendedor, ¿no? O existe un buen vendedor modesto y humilde. Finge ser modesto con el único propósito de vender. El que no vende no come, Gombro, escritor o no escritor, el mundo de hoy, exige vendedores y si escriben o son músicos o tienen delirios místicos, mejor. Es mi humilde, lo digo como escritor, opinión. No se me tome por soberbio. Sobre cómo debe ser un crítico, Gombrowicz nos dice: debe ser cruel, feroz, contundente, inflexible, incorruptible, inteligente, pero si entiende que debe destruirlo, primero tiene que leerse, entero, el libro que destruye. El que siente que el poncho le pertenece, que se lo eche sobre el hombro, dijo Gombro.
Nos legit Miserere, miserere nobis.
Conclusión, leeremos Miserere y todo lo escrito por este escritor. Merci bien.