Un hombre trae del desierto del pasado un recuerdo doloroso, lo que desencadenó una sucesión de heridas infringidas y provocadas. La necesidad de hablar para dejar huellas. Las últimas formas vistas antes de cerrar los ojos. Ilustración de María Lublin.
Necesito hablar con vos sin tapujos, libre, suelto, liviano como nube que lleva el viento, serena… ¿Viste esos días de otoño, esos días de un cielo con ese color azul que parece pintado, que no puede ser, y hay solo una nube que flota y uno cree que no se mueve pero al rato está más allá, arriba de otro árbol, sobre otro cerro o en la otra orilla?
Necesito hablar para sacarme de encima el peso que aplastó mi alma desde siempre, desde que me acuerdo. ¿Cómo puedo haber sido un loco, un desgraciado, un perseguido toda mi vida? Lo pienso ahora, cuando estoy llegando al fin de mis días, acaso cuando estoy deseando que llegue de una vez y que bajen la cortina negra detrás de la que nada hay, ni el olvido.
Necesito hablar y vos no estás. Hace tiempo ya que estás muerto y con eso murió también la posibilidad de hablar, de decir. Pero no puedo quedar callado. Tengo tanto rencor adentro, tanto reclamo, tanta tormenta, que aunque no estés voy a hacer de cuenta que en alguna parte de mi cerebro hay conectado un disco rígido con tus sentencias, con las mierdas que descargaste sobre mí y que mataron partes, pedazos. Una muerte a medias, un trabajo sin terminar que yo no tuve el valor de terminar para acabar con tanta angustia.
Y voy a hablar. Le voy a decir a ese recuerdo de vos que tengo enclavado lo que no pude hacer para librarme. Tarde ya. Hijo de puta, sé que es tarde. Miro alrededor y veo un campo yermo, la tierra resquebrajada y estéril que se extiende hasta el horizonte que se ve curvado. Giro sobre mí mismo y solo veo el confín convexo de este desierto de polvo. Algunos bultos aquí y allá. Desperdicios, detritus. Algún rastro, una huella que se borra, que no va a ninguna parte. Tal vez así, hablando, logre tener algo de paz un segundo antes de desaparecer.
No me creo, no confío en mí, no sé si tiene sentido este intento. Hice daño a las personas que tuve cerca. Interminable sucesión de abandonos y lejanías. Correr correr correr para librar del estigma. Intento y nada más, puro intento.
El desprecio, la falta de amor, la mirada dirigida hacia otra parte y las caricias no entregadas me rompieron, quebraron, astillaron y mis bordes filosos e irregulares solo produjeron cortes y daño a las personas que se me acercaron.
Era sensible, una persona pura, crédula, emotiva. Pero tu actitud me destruyó con la paciencia y la perseverancia del albañil que derriba una pared de ladrillos para ganar el sustento.
Recuerdo aquel día en la playa del sur. Hace muchos, muchos años. ¿Sesenta y cinco? ¿Tendría yo diez… nueve? Venías a la casa de veraneo un par de fines de semana en todo el verano, ¿recordás disco rígido? Siempre con tu cara adusta, tu gesto severo, tu mutismo. Y para mi sorpresa, raro, me llevaste con vos a la playa. Mirabas hacia el agua, al horizonte y yo ahí, a tu lado, esperando lo que no sabía que esperaba, deseando lo que no sabía que deseaba, minado ya por la destrucción que comenzaba a roerme sin que me diera cuenta.
Entonces te ocupaste en hacer algo que me desconcertó. En esa época esas playas estaban casi vacías, eran escasos los turistas y apenas si había pobladores. Al mediodía quedaban bolsos y cañas tendidas y nada faltaba cuando volvíamos después de la siesta.
Te arrodillaste y comenzaste a amontonar arena. Siempre tuviste habilidad manual, recuerdo algunos dibujos y acuarelas, algunos óleos… Y el montón de arena fue tomando forma de mujer. Tendida boca arriba, los brazos a los costados del cuerpo, una pierna algo levantada, apenas, una actitud laxa, floja.
La poca gente que pasaba se detenía para admirar lo que hacías. Y vos no hacías caso a nadie, dabas forma a los pechos, al vientre, al pubis, a los muslos. Creo que fue la primera vez que vi a una mujer desnuda. Una pareja dijo algo elogioso sobre la mujer de arena pero ni levantaste la cabeza. Un sentimiento de vergüenza me envolvió. Todavía no entiendo por qué pasó eso. ¿Vergüenza o soledad?
Vos, que siempre fuiste brillante para explicar todo cuando tenías público, ¿no podrías decir qué me conmovió de tal forma que todavía, cuando se va acabando mi vida tengo memoria del momento?
Después dijiste algo del almuerzo, de la hora, mucho sol… no recuerdo, algo referido a que no llegara tarde. Te vi irte médano arriba, pasando la línea de los tamariscos. Cuando terminaba la estoa de marea y el mar comenzaba a crecer.
Hacía calor. Sentía caer los rayos del sol del mediodía sobre mis hombros como un chorro de lava. El agua llegaba cada vez más cerca de los pies de la mujer de arena. Vi pasar unas toninas a lo lejos.
Casi nadie ya. Solo quedábamos los que no nos habíamos marchado para el almuerzo. A lo lejos, una pareja paseaba a unos perros, les arrojaban algo -palos- al agua. El mar fue creciendo con el ruido sordo que hacen las pequeñas olas en los días sin viento.
Y con esa lenta e implacable persistencia de las cosas, la marea fue recuperando la arena que habías amontonado para dar forma a una sombra. Y yo quedé ahí, en ese momento, todavía te veo subiendo el médano y rebasando la línea de los tamariscos para después ir desapareciendo al descender el desnivel. Te veo de espaldas.
Es inútil insultar a una memoria de silicio, de nada valen mis reclamos. Lo mejor de mí se lo llevó el agua aquel día. Lo mejor de vos… no sé dónde lo perdiste.
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