María Lublin reflexiona e ilustra ciertos temas en boga alrededor de la palabra del mes.
Muchas cosas han cambiado, el mundo no es el mismo hoy que hace un año atrás, pero ¿es la de un virus del cual conocemos poco y nada la única mutación?
¿Qué tuvo que cambiar para que la generación de los milenials (y más aún la de los centenials) tuvieran infinitas opciones para vivir su vida, muchas más de las que sus padres pudieron soñar? ¿Son más felices que ellos?
Veamos: ya no creemos en las instituciones, ni en las ideologías, ni siquiera en alguna religión, del modo en el que creían nuestros abuelos. Hemos perdido ingenuidad a fuerza de decepciones. ¿Quién piensa hoy en hacer una revolución? ¿Para cambiar qué cosa? ¿Para volver a experimentar alguna forma de socialismo o comunismo que ya probó su fracaso? ¿Para profundizar los sistemas democráticos que no cumplieron sus promesas de bienestar general?
No, no hace falta, hemos aceptado que el “bien común” se da de patadas con el “bien individual”, y como no hemos podido encontrar un término medio optamos por este último: la realización personal, o a lo sumo del microgrupúsculo en el que cada uno pueda insertarse. El bien común ya no es común a todos, sino al de mis pares, a mis iguales. Nuestros sueños de grandeza respecto de cambiar el mundo, mutaron hacia cambios menores, es decir al de minorías dispersas que luchan por la igualdad de género, por la igualdad de los discapacitados, por la igualdad de las remuneraciones, por el derecho al cuerpo etc. Cada quien se escucha a sí mismo, y al pequeño grupo al que adscribe con su diferencia. El individualismo como conquista lleva en sí el germen del aislamiento, la depresión, el vacío, la falta de sentido. Hemos hecho grandes avances con respecto a nuestros derechos, y hemos conquistado tanto, que paradójicamente, perdidos en una juguetería con libertad infinita, nos olvidamos del placer de jugar, porque ante tanta opción no tenemos posibilidades de elegir el juguete que más nos guste, que –paradójicamente- sería el prohibido.
Bellísima ilustración, aunque un poco escalofriante. El texto nos manda a pensar.
Y sí, cada vez estamos más aislados, más encerrados y tal vez, de esa «juguetería con libertad infinita» en la que se nos niega el placer lo único que nos llevemos en la bolsa de compras sea: angustia.
Muy bueno lo tuyo, María.