No podés andar por la vida reservando gente

Un cuento de Lucas Iranzi sobre dos pibes argentinos algo tímidos, algo introvertidos, tratando de encarar en Brasil sin comerse alguna que otra piña. Ilustración de Mariano Lucano.  

Un punto de luz en lo negro. Me quedé mirando eso. Estaba ahí. Sólo un punto de luz; un satélite revoleado al cielo. La superficie de la playa se volvía lunar.

Javier jugaba, hacía dibujos, cargaba arena con su pie, la redistribuía. En tanto a nuestro alrededor se armaba una puesta en escena. Las risas y la música oleaban. Había muchas otras personas dando vueltas. Las palabras de Javier, mi mejor amigo, también daban vueltas:

—Esto es así —dijo—: no podés andar reservando gente por la vida. Si voy, y a la mina le gusto, ya está.

—Pero vos tenés novia… Además solo digo: tal flaca me gusta.

—Me parece muy interesante pero no me cambia en nada —dijo con algo de sorna mientras engullía otra porción de napolitana que nos había salido carísima.

Me jodió un poco, ¿quién se creía que era? Habíamos armado el viaje a las apuradas, para andar de joda por Buzios y eso hicimos. Joda. Aclaro: lo que entendía yo por joda era la nada misma. Torpe para el baile y para la vida, caía en pozos introspectivos casi porque sí. Javier en cambio, pese a ser tan tímido como yo, me llevaba una pequeña ventaja: tenía una banda; por lo que tenía que salir al escenario y pasarme el trapo en lo que se entiende por levante*.

*Levante: Concepto adolescente que regula el nivel de atracción que puede generar una persona en el sexo puesto y/o opuesto. Hoy en día ha caído en desuso debido a cuestiones histórico-culturales que degradan lo que se buscaba en términos de vanidad personal o lo que se entiende en jerga viril: “medírsela para ver quién la tiene más larga”.

Entre mi amigo y yo, la variante era: “A ver quién se levanta más minitas”, en un primer nivel. En un segundo nivel, un tanto más profundo: “A ver quién la pone”. El cenit máximo de la cuestión se alcanzaba en el tercer nivel: “A ver quién se agarra a la que está más fuerte”.

En la combi de camino al hotel, vivimos la primera situación: Viajamos con dos chicas. Lo que intentamos dio vergüenza ajena, propia y en tercera persona.

—¿Ustedes vinieron alguna vez antes? — Le preguntó a las flacas uno de nosotros.

—Sí, hace un par de años —respondió una de ellas.

—¿Qué les gusta de Búzios?

(Acá podrían haber contestado “las lechugas a la parrilla” y hubiéramos seguido como si nada). Pero la respuesta fue:

—Tiene buenas playas; hacemos surf y tenés buenas olas. Ahora, si buscás algo más tranqui, están estas playas que son más bien bahía, —dijo abarcando con un gesto de su mano la oscuridad detrás de la ventanilla. —Pero se llenan de gente.

—Pasa que son chiquitas —agregó la amiga.

—No sé si son chiquitas, pero están llenas de gente —retrucó la otra.

—Son más chiquitas que la mierda, no jodas…

La charla continuó entre ellas como si nosotros no estuviéramos. Decidimos juzgarlas en silencio.

Javier y yo estábamos saliendo de la adolescencia: tardísimo, pero saliendo al fin. O saliendo un poco. O intentando hacerlo ¿Mejorando nuestra adolescencia tal vez?

—“El mundo es una torpe nube de cristal” —tiré una vez como título posible para un disco de la banda.

Javier ya había bochado la opción 1: “En directo desde el baño”, un título que a mí me parecía muy acorde porque el disco parecía haber sido grabado en un baño., Le dije —tratando de convencerlo— que era una genialidad conceptual de profunda autoconciencia. No cedió. Más tarde le comenté que era importante para él como artista salir del lugar común; que habría que ver cuántos músicos asumirían con tanto ingenio la naturaleza sonora del disco.

Quizás todo fuera un eufemismo para no decir “El disco es una mierda”:

—Mi mundo mágico y vegetal —propuse.

—Suena a restaurante vegano de Palermo.

—¿Qué tiene de malo?

—No somos veganos.

—¡Podríamos serlo! ¿No está de moda? Seríamos una banda vegana pero con huevo frito. Deberíamos tomar en serio esas ideas.

Hacía unos meses un blog había publicado una muy ácida reseña del primer EP que habíamos sacado y se mofaba de la “estética” de la banda. Lo que decía la reseña, básicamente, era que carecíamos de identidad y entonces apelábamos a los típicos recursos indies para salir del paso: objetos pop acomodados azarosamente en un fondo multicolor made in Warhol. Ilustraron la nota con un huevo frito y un secador de pelo mal recortado y pegado con Paint sobre cuatro colores básicos.

La vi y me pareció un trabajo mejor que el que habíamos hecho nosotros. Contacté a quien escribió la nota para felicitarlo.

A mi amigo le jodía que yo hiciera ese tipo de cosas; se entiende: él componía los temas, grababa las voces, los instrumentos, hacía todo, incluso las letras. Se suponía que yo lo ayudara con las letras pero no había aportado más que alguna que otra frase, y en una sola canción, creo. Sí, una que escribimos entre los dos. Hicimos un solo recital juntos que me permitió —en aquella fecha histórica—demostrar una discapacidad total para el canto, el ritmo y para hacer o decir algo melódico en cualquier sentido. La banda me echó y me reemplazó por alguien que afinaba. Un embole. Al menos cuando estaba yo la gente se preguntaba qué estaba tan mal en el mundo como para que pasara algo así en el escenario.

Pese a esto la amistad con Javier se resintió muy poco. Seguimos riendo y aceptando que en algún momento algo haríamos que nos permitiera dar el salto. Algún salto. Cualquier salto.

Para cuando hicimos este viaje que les narro, queríamos ponerle seriedad al tema.

Pero mi problema no era estético sino sentimental: yo no la ponía y mi amigo sí.

Vuelvo al punto de luz en la noche. A la playa lunar, a las voces de la fiesta. Vuelvo al viaje a Buzios con Javier. No hablábamos con nadie, nuestros cuerpos no tenían sentido. Pálidos y rollizos, uno mirando la luna de forma posesiva y el otro boludeando con el pie, removiendo arena, y de repente:

—¡Hey!… ¡Hey! Ustedes… Hey, ¿Qué hacen? —las voces vinieron de algún lado– ¡Hey!

Alguien vino corriendo hacia nosotros en la oscuridad, una persona, una flaca:

—¿Qué hacen? —estoy con mis amigas allá, si quieren venir —nos dijo.

Y fuimos.

Nos sentamos y estábamos frente a seis criaturas hermosas, cada una celestial e imposible en su estilo. Una de esas cosas que podían pasar pero nunca jamás nos pasaban.  Entonces algo cambió, empezamos a “tener levante”.

Recuerdo una noche en la que me emborraché y me fui con una chica que me pareció linda. Cuando empezó el cariño intenso noté que no era linda sino horrible. Recién entonces registré que me había contado un poco antes que los amigos la llamaban “arañita” porque tenía como ocho ojos y patas largas que llegaban a todos lados.

– Sos un hijo de puta. – Me dijo Javier, cuando yo ya estaba de regreso.

– Sí, pero ese no es el punto. El punto es que me fui con ella a su casa y cogimos y no estuvo bueno darme cuenta que era horrible mientras cogíamos pero bueno, ¡cogimos!

– Era horrible en serio. No te das una idea.

– Me doy una idea. De repente le vi la cara de recontra cerca y no lo pude creer, se me empezó a bajar y no quería que se dé cuenta entonces aceleré y actué como sí hubiera acabado… Y no sabía qué hacer para que no viera el forro, tuve que hacer todo un movimiento. De algo se debe haber dado cuenta. Además tenía como ocho ojos, con uno debe haber visto algo. Lo bueno es que me fui y que no la voy a ver más.

– Si vos lo decís.

– Uno a cero. – Sumé.

– ¡Era horrible!

– Uno a cero. Bancatela.

– La arañita.

– Si. La arañita.

¿Por qué los amigos le habían puesto “la arañita”? ¿Por qué ella lo repetía? De vuelta Javier, mi amigo, ¿quién se cree qué es? Además ¿quién me creo que soy? Uno a cero.

Seguimos caminando y pasamos por un bar en donde estaban las seis chicas de la playa lunar. Decidimos quedarnos ahí, aunque no nos bancaban. Aquella noche en la playa, cuando se nos acercaron, debieron estar muy al pedo.

—Esta situación es horrible, no tenemos por qué estar acá ni bancarnos esto.- Dijo Javier y tenía razón, sentíamos en la piel el rechazo de las pibas.

—Es de acá a otro lado. No hay otra. – le contesté.

—¿Qué hacemos mientras? No podemos ni cenar, este lugar es carísimo.

—Nos emborrachamos y vemos.

—¡Ah!, mirá, tengo un ejercicio literario —dije. En nuestro cotidiano, él me enseñaba a tocar la guitarra y yo le enseñaba a escribir. – Elegí una chica del bar. Una chica cualquiera.

Él eligió a una chica que estaba a cinco mesas de distancia coqueteando con cinco pibes a la vez. Llevándolos de un lado a otro, saltando y jugando. Delgada, delicada y de una belleza simple y total. El ejercicio consistía en ver detalles de su vestimenta y describir cómo era su vida a partir de estos detalles.

Mi amigo se dio vuelta con disimulo: veía un collar, un anillo, un aro, algún que otro gesto. Yo la miraba fijo aprovechando que la tenía de frente. Trataba de imaginar lo que mi amigo veía en ella. El lugar estaba lleno y ella estaba rodeada. No había forma de que me distinguiera, aun así me vio. Sonreí. Ella también. Le comentó algo a su amiga. Siguió con su show y cada tanto tiraba una mirada filosa.

—Nos está mirando. – Le dije a Javier.

—No me jodás.

—Nos está mirando en serio. No es joda. Nos está mirando. No te des vuelta.

Mi amigo se dio vuelta:

—Uy, sí.

—¿Qué hacemos?

—Nada. ¿Qué vamos a hacer?

—¿Cómo nada?, me estás jodiendo, nos está mirando.

—Está rodeada de flacos, nos arrimamos y así es como cagan a trompadas a los argentinos en Brasil.

—Pero nos está mirando.

—Nos está mirando porque la estuviste mirando como un enfermo nada más.

—Tengo que hacer algo.

—¿Qué?

—No sé. Algo.

—Me estás cargando. Vamos de vuelta para el hotel, no tenemos un mango, no seas boludo.

—Voy a hacer algo.

—Es para quilombo, no jodas con eso.

—Ya sé pero tengo que hacer algo. Acá tengo que hacer algo.

—¿Vas ahora?

—No. Cuando vaya a la barra o al baño, tenés razón, si voy ahora me cagan a trompadas.

—Me voy para el hotel —dijo Javier sobrepasado. Dame las llaves.

Es difícil determinar en qué momento cambió algún aspecto de mi forma de ser. Las personas que me conocen siempre me ven igual. Mientras vivo sucede algo similar a lo que pasa arriba de un auto: lo predecible hace que se pueda confiar en vos, que no haya accidentes. Cambiar entonces implica volverse impredecible, perder la confianza de quienes te rodean. El problema en ese momento era que mientras el resto del mundo parecía tener claro quién era yo y confiar en mí, yo no confiaba en mí. Ni siquiera creía en mí. No porque fuera deshonesto, sino porque estaba queriendo ser otro. No yo, otro. Los eslogans en todos lados dicen “sé tú mismo” y yo estaba queriendo ser otro, ¿Por qué? Porque mientras fuera yo mismo, sería siempre todo lo mismo y eso sólo puede hacer felices a los publicistas.

Estaba cansado de tener sentimientos reales y caprichosos y andar desarrollando afectos por cuestiones de azar: ángulos de luz determinados, el olor de la calle a cierta hora de la tarde, las charlas que no llevan a ningún lado. Entender, dedicarme a entender, más allá de todo, entender.

Estaba cansado de entender.

Mirando ese momento al detalle me veo a mí con miedo, me veo lleno de ganas de cogerme a la mina linda. Me veo lleno de ganas de ganarle al pelotudo de mi amigo.

Sentía cómo me ahogaba en una realidad que apestaba y sudaba. Sudaba horrores, por miedo al ridículo y a la totalidad de las cosas.

Alcancé a la chica que estaba rodeada de flacos, cuando se liberó, camino a la barra y le dije:

-Perdoname, ¿vos me estabas mirando a mí?

-No – Me dijo y se cagó de risa.

El mundo seguía siendo el mismo. Yo también. Todo lo mismo: el mundo, la luna y la nube de astillas, seguían en su lugar. En este mundo sólo podría acostarme con arañas. Quizás debía aprender a amarlas o no aprender nada: sacar provecho, ponerla y después ver qué onda. Encaré mi camino de regreso a la mesa cuando sentí que alguien me agarró de la mano.

—¿A dónde vas?

Los muchachos de las mesas vecinas abandonaron sus intentos cuando ella les dijo que estaba con alguien. Ese alguien era yo. Nos sentamos a hablar. De pronto estaba en otra dimensión. Más tranquilo: lejos de los insectos y cerca de las personas. Después caminamos. Nos acurrucamos en una plaza desierta y vimos juntos la humedad del empedrado, escuchamos las voces a lo lejos.

Ella era chilena, estaba de viaje con su familia, ya se estaban por ir. Abrió sus ojos al máximo, sus dedos formaron dos flores de cristal en el aire y en cada uno de sus pétalos intentó capturar algo.

—Tengo que ver bien, recordar todo esto… es importante.

Y yo no podía estar más de acuerdo, era la persona más impresionante, más inteligente y más contundente que había visto en mi vida. Y me había elegido a mí, de entre todos me había elegido a mí ¿Por qué? Porque le había resultado parecido a un actor secundario de una serie norteamericana injunable que había visto de chica por casualidad. Me contó que durante toda su adolescencia se había masturbado pensando en ese actor.

En ese momento pensé que estaba ante la persona más impresionante del mundo. Sus labios y la humedad traspasando el vestido, medio en público, medio en secreto, sus ojos idos. La buscaba por los costados por los que se me escapaba su atención.

—Tengo que ir al baño —dijo de pronto.

Salimos de la plaza desierta, vagabundeamos por ahí hasta que abrió una puerta. Una puerta cualquiera, era la parte de atrás de la cocina de un restaurante, me di cuenta por las cocinas industriales. La vi entrar y confundirse con el brillo del acero inoxidable hasta que un empleado la alcanzó y en portugués le dijo que no podía estar ahí.

—¿Bathroom? Sorry, I´m looking for the bathroom —contestó ella.

Please, lady… —dijo el empleado y fue en busca de alguien que supiera inglés para que lo ayudara a terminar la frase.

Excuse me, lady, please, you can´t be here —ayudó un empleado junto a otros tres que se habían amuchado para orientar a quien se había transformado ahora en una turista desorientada.

Excuse moi, parlez vous francais? Le toilette… – La chilena los desorientó aún más hablándoles en francés y obligándolos a buscar nuevas formas de contenerla. Recurrieron a una especie de cordón humano, le bloquearon todos los caminos y la condujeron hacia la puerta por donde habíamos entrado.

Me pregunté si estaban acostumbrados a tener ese tipo de situaciones.

Un negro de dos metros con un pequeño tirabuzón colgándole del oído nos hizo señas para que lo siguiéramos. Caminamos unos diez metros y abrió una galería comercial que se encontraba cerrada al público. Nos hizo un gesto que indicaba que podíamos pasar y no me acuerdo cómo nos dio a entender que los baños estaban al fondo de la galería. Era un complejo a cielo abierto, con balcones iluminados por lucecitas navideñas. Hilitos de luz monocromáticos iluminando mercancías, silencio y estrellas. Esta era mi vida ahora. Garcharía hasta el fin de los tiempos atravesando situaciones que apenas entendía.

Ella entró al baño de mujeres y la seguí. Me sacó a patadas, que quién me creía que era y que sé yo. Preferí no comentarle lo de coger por toda la eternidad. No debía ser el lugar donde tenían relaciones las personas que están fuera del tiempo sino solo un baño. Salimos de ahí.

—¿Dónde está mi hermana? —preguntó de la nada. —¡Tiene catorce años! ¡Catorce años! ¿Dónde está?

No tenía sentido. Su hermana no tenía catorce años. Su hermana era la chica que estaba junto a ella en el bar. Esto no lo conté, pero era la chica que en un momento se arrimó para mostrarle donde tenía la bombacha mientras nosotros charlábamos. Más o menos a medio muslo. No sé si era un buen lugar ni una buena forma de llevar puesta una bombacha pero desconocía cómo se manejaban esos temas en Chile.

La chilena empezó a buscar a su hermana con desesperación. Intentó entrar a los boliches más caros de Buzios llevándose por delante a medio mundo. Cuando no se lo permitían lloraba y golpeaba cargosamente a los patovas tomándoles el pelo por sus músculos. En el camino unos flacos en moto dieron un par de vueltas a nuestro alrededor, le dijeron algo y ella contestó, aunque no alcancé a escuchar qué.

—Ayer estuvimos en un bar, toqué el piano y jugué con ellos un rato. El dueño del bar era un hombre mayor hermoso que coleccionaba posters de películas de los años ´30 – Se justificó.

Al final, fue su hermana quien nos ubicó. Las chilenas reencontradas y felices se pusieron a cantar una canción de Maná, supongo que la de San Blas, porque no conozco ninguna otra canción de Maná.

Traté de colmar mis pulmones con oxígeno para sacarme el alcohol de encima, vi el dibujo de las baldosas y me perdí en un mínimo laberinto. Un enojo creció de forma geométrica: no la iba a poner. Tenía los huevos cargados. Seguía estancado, no iba a cambiar de clase social, ni de clase sexual, no iba a saltar escalones, no iba a recuperar el tiempo en belleza y sexo. No iba a pasar nada. Ellas tenían toda esa belleza desparramada a lo largo de la noche y yo estaba ido, agotado.

Ya no estaba embelesado, hacía horas que no había más besos ni caricias, sólo situaciones insólitas. No sabía bien qué estaba haciendo ahí. Quería volver a casa, eran ya más de las seis y me estaba agarrando una resaca tempranera. Las hermanas se acercaron a un auto caro y le pidieron que las lleve. Los flacos del auto aceptaron pero ellas pusieron una condición: tenía que ir yo también. Me negué y avisé que iría caminando a mi hotel. Ellas no aceptaron el viaje en auto y decidieron acompañarme a pie. El auto nos seguía lentamente. Los flacos querían que las chilenas fueran con ellos. Ellas decían que no, que estaban conmigo.

Así es como cagan a trompadas a los argentinos en Brasil, pensé.

Las baldosas.

Un dolor profundo y testicular.

Unos tipos pesados rodando lento.

Este no es el mundo de las personas que están más allá del tiempo, este es el mundo en donde los pelotudos la quedan por andar haciendo boludeces.

No había nada que pudiera decir ni hacer.

Seguí caminando. La cabeza gacha, las baldosas.

Neumáticos triturando el empedrado.

En un árbol— una palmera— se dibujó una silueta: el negro del tirabuzón en la oreja. Miró a los del auto y aceleraron. No me pregunté dónde estaba el negro, si era seguridad personal de las chicas. No pregunté nada. Doblamos una esquina y a la mitad de la cuadra había un tipo sentado en el capot de un auto. Cruzado de brazos. Esperando.

—Papi —susurraron las hermanas al unísono.

El tipo entró a la casa mucho antes que nosotros estuviéramos cerca. Ellas no me hablaron más. La situación era muy seria. Arrepentido del rencor geométrico, les pregunté el apellido, algo que me permitiera volver a encontrarlas, pero no me contestaron.

Al día siguiente, no quise hablar con Javier. No quería que fuera mi amigo.

Lo escuchaba hablar de las chicas drogadas, de mis flashes y veía las nubes formándose desde la ventana del autobús.

Me quedé pensando en la chilena, en sus dedos configurando una flor imposible y de vidrio.

Escribe Lucas Iranzi

Lucas Iranzi es egresado de la ENERC, escribió y dirigió tanto cortos de ficción como documentales. También guionó y produjo shows teatrales de escasa difusión. Tiene múltiples personalidades pero no partícipes de un desorden o, al menos, eso afirma él. Sin ir más lejos esto lo escribió él ¿Por qué usa la tercera persona? La verdad: No lo sé.

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