No te la puedo contar

¿Puede darse la verdad en la literatura o ella solo pertenece al mundo de las ciencias?. En esta nota exploramos la literatura como ámbito de expresión de una verdad sui generis. Ilustración María Lublin.

 

Existen ocasiones en que luego de ver una película, escuchar una canción o de leer un libro nos sucede algo muy particular: no podemos explicarlo a otros. No es que no podamos reponer el argumento de la película, el tema central de la canción o la idea que el libro expresa. Lo que ocurre es que al intentar reproducirlo a un oyente que nos interroga advertimos que no podemos expresarlo tal como a nosotros se nos ha manifestado.

La última vez que me sucedió esto fue con la película Parásito (excelente obra del director surcoreano Bong Joon-ho ganadora del Óscar). Charlando con un amigo sobre el film quise expresar lo que allí estaba contenido, intenté explicarle que en la película se puede hallar toda una exposición del dinamismo propio del sistema capitalista pero que, a su vez, podía encontrarse toda una crítica de las élites y, al mismo tiempo, una radiografía de las clases populares, y mucho más también. Entonces, una vez más, como tantas otras veces, me descubrí imposibilitado de contar la película y me rendí ante la frase: “no te la puedo contar, la tenés que ver”.

Esa frase ingenua lo que esconde es una particularidad muy propia de la expresión artística que mi formación y mi interés me ha llevado a investigar en el ámbito particular de la literatura. Pero ¿por qué no podemos contarla?, ¿por qué hay que verla? Lo mismo que sucede con una película puede suceder con una canción o con una novela. Muchas veces nos encontramos con esta sensación después de leer un buen libro: algo se nos ha dicho allí, algo que no podía ser dicho de otra manera y que el único modo de hallarlo nuevamente era recorriendo las páginas del libro.

 

Está la verdad y la verdad: Ciencia y literatura

 

En un recordado episodio de Los Simpson, Marge consigue un trabajo como agente inmobiliaria. Su desempeño es muy valorado por los clientes ya que ella ejerce un método de “no presión”. Sin embargo, su jefe no está muy contento porque Marge no vende tantas propiedades como él espera. Dada esta situación su jefe decide abordarla para entender qué pasa. Marge esgrime que ella lo único que ha dicho es la verdad y su jefe le responde que “está la verdad [mientras realiza un gesto negativo y frunce el ceño] y la verdad [mientras sonríe y afirma]”. Para reforzar la idea que quiere sostener el jefe abre un registro con las propiedades en venta para mostrarle que cada realidad puede verse desde diferentes perspectivas y, ante una casa que a Marge le parecía “chica”, él responde que es “acogedora”, ante otra que ella califica como “maltratada”, él asegura que es “rústica”. En fin, el ejemplo intenta advertir que bajo el concepto de verdad pueden distinguirse diversas acepciones que no son a priori mejores o peores (como sí lo son en el capítulo de Los Simpson) pero que son diferentes.

¿Qué es entonces la verdad?, ¿hay diversas “verdades”?, ¿podemos conocerlas?, ¿puede darse en nuestro mundo y a nosotros la verdad? Estas preguntas son enormes y han generado debates interminables y corrientes de pensamiento opuestas y bien fundadas. En este espacio vamos a establecer algunas distinciones para pensar el problema de la expresión de la verdad en la literatura o, dicho en criollo, para entender mejor porque “no te la puedo contar, la tenés que leer”.

En la historia de la filosofía se ha trabajado con diversos criterios de verdad (por adecuación, por evidencia, por consenso, por coherencia, etc.), todos ellos se relacionan entre sí y no siempre sus distinciones están muy claras. Aquí asociamos dos de ellos a la literatura y a la ciencia.

Por un lado, la verdad por adecuación o correspondencia:  cuando el pensamiento expresado mediante nuestro lenguaje se adecua a la realidad, es decir, cuando hay una correspondencia entre lo que afirmo sobre el mundo y lo que es.  Este concepto puede ser rastreado hasta Aristóteles que nos regala una definición clásica y algo divertida por parecerse a un trabalenguas: “Decir de lo que es que no es, o de lo que no es que es, es falso, mientras que decir de lo que es que es, o de lo que no es que no es, es verdadero” (Met. IV, 7;1011b). Esto implica que la verdad reside en afirmar aquello que es y negar lo que no es o, dicho de otro modo, que lo enunciado se corresponda con lo dado. Esta concepción de verdad es la que usualmente asociamos al pensamiento científico. La ciencia comprendida como una práctica busca las herramientas para justificar que un enunciado se corresponde con la realidad. En un imperdible libro de Guadalupe Nogués sobre el problema de la posverdad ella explica que la verdad propia de las ciencias es aquella en que advertimos “correspondencia entre lo que decimos y lo que ocurre en el mundo” (2020: 18). Ahora bien, es preciso aclarar que esta verdad, que muy ligeramente atribuimos a la ciencia, no es ni definitiva ni absoluta. Justamente, el conocimiento científico avanza produciendo evidencia, justificándola mediante metodologías cada vez más eficaces, y construyendo consensos que le permiten afirmar que un enunciado está corroborado. Es decir  que la ciencia no pretende tener como objetivo principal algo así como la búsqueda de la verdad, sino que intenta construir consensos fundados en evidencias que han sido sólidamente recabadas y pueden esgrimirse como un conocimiento científico fuerte, pero no pretende hacer de ello una verdad absoluta.

Todo esto queda muy bien explicado con lo que nos enseñaba el gran Gregorio Klimovsky, destacado epistemólogo argentino, cuando en su famoso libro Las desventuras del conocimiento científico afirmaba que “una teoría científica puede expresar un conocimiento y su verdad no estar suficientemente probada” (1995: 24). Klimovsky comprendía bien la amplitud del problema y sabía que este radicaba en la esquiva significación de la palabra “verdad” que podía ser comprendida de múltiples maneras. Sin embargo, él consideraba indispensable el concepto aristotélico de verdad para las ciencias fácticas[1] en que una afirmación que se refiere a la realidad resulta verdadera cuando describe un posible estado de cosas (25). Entonces cuando en ciencias fácticas se habla de verdad lo que se dice es que un conjunto de enunciados ha sido suficientemente corroborado mediante la experimentación o la observación y se corresponde lo que ellos sostienen con el estado de cosas que se presenta en la realidad. De todos modos, dichos enunciados cuentan con cierta falibilidad y en el futuro podrían ser corregidos o reemplazados por otros que se ajusten más certeramente a lo que en la realidad se da. Por esto es que en ciencias no se habla de verdad absoluta, nunca se tienela expresión total de una realidad.

Por otro lado, la verdad por evidencia. La  evidencia refiere, literalmente, a aquello que se hace manifiesto y visible a todas luces, de modo claro. La evidencia es lo indubitable, lo que aparece allí “clara y distintamente” diría Descartes. En lo evidente algo se manifiesta, aparece de modo claro, se ve sin ser opacado. Algo se muestra, se devela. Esta concepción de verdad remite a la obra de Martin Heidegger que retomaba en su filosofía a los antiguos griegos para hablar de la verdad como aletheia. Esta palabra proviene de la unión de “a” (sin) como partícula privativa y “lanthano” (permanecer oculto), es decir, la verdad como aletheia supone un desocultar o develar. Heidegger lo explicaba diciendo que implicaba un “sacar de su ocultamiento al ente de que se habla y permitir verlo, descubirlo, como no-oculto” (1951: 43). La verdad debe entenderse aquí entonces como manifestación o epifanía. Pero ¿por qué esta sería la verdad de la literatura? .

Justamente en la literatura asistimos a un desocultamiento o develamiento de una parte del mundo, de una realidad (material o inmaterial). La literatura como arte puede considerarse un ámbito de manifestación, de epifanía, de algún fenómeno del mundo. Obviamente, esta concepción aplica a algunas obras literarias y no a todas. Así como muchas teorías científicas no son “verdaderas” porque sus enunciados no se corresponden con la realidad, en literatura muchas obras no manifiestan una realidad, no la hacen evidente, o, simplemente, persiguen otros fines que no tienen ver con dicha manifestación. Pero ¿cómo sucede esto en la literatura?, ¿por qué el lenguaje literario tiene la capacidad de develar el mundo, de manifestar una parte de la realidad de un modo privilegiado?, ¿es que acaso la literatura puede decir algo que la ciencia no?.

 

La verdad del lenguaje literario o cómo decir el mar

 

Maurice Merleau-Ponty, filósofo francés del siglo xx, consideraba que el lenguaje literario era un modo privilegiado de acceso a la verdad. En un pasaje bellísimo de La prosa del mundo -libro en el que explora la capacidad expresiva del lenguaje propio de la literatura- nos regala una de las metáforas más bellas para pensar la relación entre el escritor y el lector y para entender la esencia del lenguaje literario. Él escribe que, ésta es precisamente la virtud del lenguaje: nos arroja sobre lo que significa; se disimula a nuestros ojos en su misma operación; su triunfo está en borrarse y darnos acceso, por encima de los vocablos, al pensamiento mismo del autor, de tal suerte que retrospectivamente creamos haber estado conversando con él sin palabras, de espíritu a espíritu. (…) Sin embargo, son los vocablos los que nos han estado hablando, durante la lectura, cuando, sostenidos por el movimiento de nuestra mirada y de nuestro deseo, pero a la vez sosteniéndole y no dándole tregua, rehacían con nosotros la pareja del ciego y el paralítico –cuando eran gracias a nosotros, y nosotros éramos gracias a ellos, palabra más que lenguaje, la voz y su eco al mismo tiempo. (1971: 34-35)

Lo primero que debemos resaltar es lo que el mismo autor destaca en cursivas: la virtud del lenguaje reside en enviarnos, arrojarnos, sobre lo que significa. Cuando la operación del lenguaje es feliz logramos sobrepasar los signos y dirigirnos al sentido. Merleau-Ponty considera que el lenguaje nos lleva a las cosas mismas ya que antes de tener una significación, es significación (1971: 40). Cuando leemos, las palabras y los signos quedan en un segundo plano, tenemos la sensación de estar escuchando al autor que nos narra la historia. Pero ¿cómo sucede esto?, ¿cómo es posible que nos parezca “haber estado conversando” con el autor?, ¿por qué la lectura puede pensarse como una comunicación del espíritu del lector con el espíritu del autor?.

Para explicar esto  el autor apela a una metáfora sutil pero poderosa. Usualmente las figuras del ciego y el paralítico nos remiten, al menos a aquellos que fuimos educados en una tradición religiosa, a pasajes evangélicos. “Los ciegos ven, los paralíticos caminan” reza un pasaje del Evangelio en el que podría pensarse al leer esta cita de Merleau-Ponty. En general, los ciegos ven y los paralíticos andan fruto de algún milagro divino. Pero ¿qué tiene todo esto que ver con la literatura y, más precisamente, con el lenguaje literario? Sucede que el filósofo,  al referirse al dinamismo propio del lenguaje literario, habla de “milagro de la expresión”. Cuando pensamos en estos dos personajes parece inevitable considerarlos a la luz de lo que les falta, es decir, de sus carencias. El paralítico no tiene movilidad y el ciego está privado de la visión. Sin embargo, la propuesta reside en pensar lo que tienen, esto es, aquello que permite que se complementen. El paralítico puede ver y el ciego se puede mover. Por ello son una pareja particular, juntos pueden ir a donde se propongan. Solo es menester que el paralítico que ve dé las indicaciones al ciego que traccionará la silla de ruedas y, de ese modo, ambos alcanzarán el objetivo. Estas figuras no representan otra cosa que al escritor y al lector. El escritor, como el paralítico, ve el mundo, ve las cosas, y puede guiar al lector, al ciego. Las indicaciones que dé el escritor son las palabras que arroje sobre el texto que permitirán que el lector (paradójicamente representado por quien no puede ver) alcance la idea que el escritor quiere expresar. Es por esto que cuando leemos tenemos la sensación de haber estado conversando de espíritu a espíritu con el escritor, porque allí él ha dejado sus indicaciones para que podamos reasumir su pensamiento, para que alcancemos lo que nos quiere mostrar. Sin embargo, nada de esto es posible sin la voluntad de un ciego que empuje, sin la voluntad de un ciego que lea las palabras que el escritor dispuso de un determinado modo para llevar a la expresión el sentido de aquello que quería decir.

Merleau-Ponty describe la experiencia de la lectura diciendo que “no aporto más que un poco de pensamiento y de súbito unas pocas palabras me despiertan, el fuego prende, mis pensamientos arden, ya no hay nada en el libro que pueda dejarme indiferente, el fuego se alimenta de todo lo que la lectura va arrojando en él” (1971: 36). Un libro puede parecer un objeto más pero cuando uno recorre con la mirada las líneas comienza a “encender el fuego” de la lectura que puede arder grandemente y quemarnos hasta el punto en que nos fundamos con lo narrado. El libro se ha servido de todo lo que nosotros aportábamos para llevarnos más allá. El autor se posiciona en el terreno común de las significaciones conocidas, de las palabras conocidas por nosotros para instalarse en nuestro mundo y luego, insensiblemente, ha desviado los signos de su sentido ordinario, para hacer que nos arrebaten como un torbellino hacia ese otro sentido que encontraremos (1971: 36). La tarea del escritor reside en realizar una torsión secreta del lenguaje ya conocido para convertirlo en el medio que nos abra a un nuevo pensamiento, nos muestre un lugar nuevo. A medida que se multiplican esas modificaciones operadas por el escritor en el lenguaje común que compartimos se dibujan en mayor número las flechas hacia ese lugar de pensamiento al que nunca con anterioridad habíamos ido.

Para fundamentar esta capacidad del lenguaje literario y del escritor para llevarnos hacia una realidad desconocida, para develar el mundo, el filósofo francés explica que existen dos dimensiones del lenguaje: el lenguaje hablado y el lenguaje hablante. El lenguaje hablado es el lenguaje cotidiano, aquel que tiene una significación cerrada, instituida y aceptada por todos. Es el lenguaje común, aquel que mediante el cual alguien dice algo y, generalmente, todos entendemos el sentido de lo que quiso decir. Por ejemplo, si alguien me dice “acaba de morir Maradona”, todos comprenderemos, con tristeza, que el astro futbolístico ha dejado de vivir. Ese lenguaje no es misterioso, lo usamos de un modo utilitario para estar en el mundo con los otros, para comunicar una idea, una necesidad, un deseo, etc., dice lo que dice y nada más.  Sin embargo, el lenguaje es como una fortuna, si permanece guardada no tiene utilidad, no vale casi nada pero, si el poseedor de la fortuna la invierte, comienza a emprender negocios, entonces dicha fortuna puede acrecentarse y generar nuevas riquezas. El lenguaje hablado es la fortuna adquirida (está metáfora también es de Merleau-Ponty), el conjunto de significaciones cerradas, pero si comenzamos a jugar con ellas, a negociar, a comerciar con estas significaciones instituidas, entonces el lenguaje puede tornarse hablante, se da la posibilidad de crear nuevas significaciones, de instituir nuevas palabras, de acrecentar la fortuna del lenguaje. Las palabras están cargadas de un significado adquirido, entrañan un sentido que ha sido instituido en el uso y del cual están preñadas. Una palabra puede ofender, seducir, amenazar. Esto es lo que se advierte en la literatura, el escritor utiliza las palabras de tal modo en la expresión literaria que logra hacer de ella un ámbito de creación, de ampliación del lenguaje y sus significaciones. El lenguaje hablante es entonces aquel que dice más de lo que dice. Expresa a través de  determinada disposición de las palabras que me señalan un más allá, que instituyen una significación novedosa, que manifiestan una realidad desconocida.

Merleau-Ponty acuñó el concepto de gran prosa con el que se refería a las obras de arte que captaban un sentido que no había jamás sido objetivado y lograban hacerlo accesible a todos aquellos que hablan la misma lengua. En una novela asistimos -cuando es una gran novela- al milagro de la expresión. En una narración lo que el autor construye es un universo de significado. En ese universo creado por el dios de las palabras cada personaje es alguien, cada espacio un lugar, y el sentido aparece como lo hace en una gran sinfonía en que cada instrumento (es decir cada palabra) contribuye a la construcción de un cosmos en el que algo será dicho, una idea será expresada. La gran prosa es el arte de recrear el universo significante y sacudirlo para sacarle nuevos sentidos. El escritor va tejiendo lentamente una trama en que se entrecruzan personajes, lugares, situaciones. Esa trama se está haciendo como detrás de mí, el escritor elabora lentamente ese universo en el que algo será dicho, expresado. El paralítico dispone las indicaciones para llevar al ciego allí donde quiere. Cuando esto sucede el lector entabla con la narración una intimidad única en que comprende cualquier gesto, cualquier palabra y cualquier acción, en el entramado del universo simbólico en el que ha sido introducido. La novela logra captar el sentido que no había sido objetivado, y hacerlo accesible a todos porque lo expresa con palabras que ya conocemos, aunque disponiéndolas de tal modo que logren decir más de lo que dicen.

Esto es lo que precisamente ocurre, por ejemplo, con novelas como Océano mar de Alessandro Baricco. La obra del escritor italiano lo que intenta expresar es, lisa y llanamente, el mar. Pero para esto no apela a significaciones cerradas como podría utilizar la ciencia que comprende bajo el concepto de mar una determinada realidad. El océano mar, esa doble calificación de dicha realidad, esconde justamente múltiples sentidos que no están comprendidos bajo el término “mar”. Esto es lo que advierte uno de los personajes de la novela: “¿a qué nos referimos cuando decimos mar? ¿Nos referimos al inmenso monstruo capaz de devorar cualquier cosa o a esa ola que espuma en torno a nuestros pies? ¿Al agua que te cabe en el cuenco de la mano o al abismo que nadie puede ver? ¿Lo decimos todo con una sola palabra o con una sola palabra lo ocultamos todo? Estoy aquí, a un paso del mar, y ni siquiera soy capaz de comprender dónde está él. El mar. El mar” (2012: 40).

La novela de Baricco se compone como una sinfonía de personajes que están atravesados de diversas maneras por el mar: un pintor que quiere “pintar el mar”, una niña hipersensible que busca en el mar la cura a su enfermedad, un científico que quiere establecer los límites del mar, un sacerdote que intenta superar una crisis vocacional, un curioso jardinero que busca venganza, etc. Todas sus historias y acercamientos al mar se van entrelazando de tal modo que el escritor logra decir, literariamente, lo que el mar es, lo que encierra, su verdad. Mediante un uso creativo del lenguaje, es decir, un uso literario, Baricco logra construir, entretejer, todo un universo de significaciones en que logra expresarse el Océano mar.

La novela es impecable, en ella se entrecruzan sucesos reales como aquel de los náufragos de la balsa de la fragata Medusa y, al mismo tiempo, se da una metaliteratura encarnada en un misterioso personaje. También puede hallarse toda una teoría estética y una concepción de la literatura que viene a reemplazar al relato religioso. Todo esto está allí y más, tanto más que vuelvo a rendirme a aquel pensamiento ante el que creí que no volvería a sucumbir: “no te la puedo contar, la tenés que leer”.

[1] Todas estas disquisiciones aplican a las ciencias fácticas, las ciencias que estudian hechos, en el caso de las ciencias demostrativas como la matemática o la lógica la historia es otra.

Escribe Martín Buceta

Martín Buceta es Doctor en Filosofía por la Universidad de San Martín (UNSAM), becario posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y autor del libro Merleau-Ponty lector de Proust: lenguaje y verdad y de diversos artículos en relación a su línea de investigación actual que estudia la posibilidad de elaborar una filosofía de lo sensible a partir de un acercamiento fenomenológico al lenguaje literario. Es profesor adjunto de “Fenomenología y hermenéutica” en la carrera de Filosofía y de “Fundamentos de filosofía” en la carreara de Psicología de la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (UCES).

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