Nombrar es – materializar, y no encarnar –
y – resistencia.
Marina Tsvietáieva a Boris Pasternak, mayo de 1926
(Cartas del verano de 1926, ed. Minúscula).
Por qué volvías cada verano (Madreselva, 2018), de la joven periodista Belén López Peiró (Ciudad de Buenos Aires, 1992), se publicó en abril y desde entonces, desde antes incluso, es objeto de lectura, de comentarios y de reseñas en distintos medios, algunas tan resonantes como la entrevista a la autora que Gabriela Cabezón Cámara y Carolina Cobelo publicaron en el suplemento Las 12 hacia fines del mes pasado.
Belén escribe lo que vivió: una situación de abuso a manos de un tío cercano, casi un padre y además policía, cuyo complejo retrato va armándose de a poco (la anacronía resulta particularmente eficaz como procedimiento) con piezas donde alternan o se confunden la violencia y el amor (tal vez haya quienes objeten el uso de la palabra “amor”, pero la sostengo: alguna forma del amor, una idea y una experiencia del amor de la que mejor curarse).
Leemos que la madre le reprocha a Belén creerse protagonista de una historia que acarrea sufrimientos y consecuencias también para otros (en este caso, para la madre, que sufre doblemente). Y Belén, al escribir, pero no obedeciendo ese reproche sino como decisión estética y política, se corre y les da amplio lugar a las voces de otras personas involucradas de uno u otro modo para dar cuenta de la dimensión social del hecho, piedra de toque para responder la pregunta acusadora estampada en el título. Así, las voces de distintos parientes, del exnovio, del abogado, de los empleados de la Justicia, de otras mujeres del pueblo en cuyas biografías se repiten la violencia y el victimario, de peritos psicológicos y hasta la voz del propio tío abusador encuentran su lugar en el texto y sostienen sus verdades y sus crueldades, a veces sus miserias en medio de un gesto de ayuda. ¿O quién dice con tanta soltura: “Te digo que acá las violaciones son moneda corriente, por suerte nunca voy a pasar hambre»?. Leer las transcripciones judiciales produce un efecto de extrañamiento, tal vez por la tensión entre la vida en juego y el carácter duro de la lengua de los expedientes, particularmente en el caso del informe de la pericia psiquiátrica-psicológica del victimario, contundente, impactante: “Presenta también signos de disfunción de la empatía”.
La voz de Belén se detiene en distintos momentos del tiempo que duró el abuso (entre los 13 y los 16 años) y en otros dos momentos sin retorno: cuando su madre se entera y confronta al abusador y cuando hace la denuncia y se judicializa la causa. Las repercusiones privadas y públicas son inmediatas y afectan sobre todo los lazos familiares. Me fue inevitable pensar en una película clave para mí para pensar la naturaleza y modos de una comunidad (la historia de abuso de Belén sucede casi en su totalidad en Santa Lucía, un pueblo de la provincia de Buenos Aires). Me refiero a Dogville, de Lars von Trier, donde una comunidad pequeña, ordenada, eficaz muestra la hilacha de los pactos y los mitos que la sostienen, y asistimos entonces a la revelación paulatina de sus crueles demandas y una violencia que recae —otra vez, siempre— sobre el cuerpo de una mujer. Gira la pregunta acerca del precio que alguien estaría dispuesto a pagar a cambio de ser aceptado, de pertenecer (Belén habla del derecho de piso para poder sentirse querida). La trampa es realmente siniestra y el cuerpo tarda en reaccionar, cuando lo logra: “Por un momento recordé quién era yo sin miedo y quién había sido antes de que el peligro cayera sobre mí como una trampa”.
Entre tanta polifonía, y más allá del cruce de géneros y de los fragmentos donde la voz de Belén aparece claramente, Por qué volvías cada verano no deja de ser un texto escrito en primera persona, resultado de una experiencia personal y de la decisión de una mujer de decir de nuevo que es posible que el abuso suceda, y de qué modo, uno entre tantos. En estos días, a partir del juicio al cura Ilarraz, reaparece otra forma posible, también siniestra, que toca a otra institución degradada con un penoso historial. Y lo traigo a colación porque el abusador de Belén “ahora también prepara con el cura las misas de los domingos” y “es el que lleva las ofrendas con el pan y el vino”.
En febrero de este año, en un artículo para Las 12, Belén escribió que “mirar para otro lado y callar ante la violencia es mucho más que ser un cagón”. Y es que la violencia a la vez es y no es personal; pero es irremplazable la decisión y el gesto de alguien —una mujer— que usa la palabra para destruir y construir, para producir efectos tangibles tanto simbólicos como materiales; en fin, que escribe —con Walsh— para todo menos para abanicarse.
No sé cómo ni cuándo, pero pude cortar. Cortar con todo eso que como una ola inmensa y brava, me arrastraba hacia sus adentros pero nunca me devolvía. No existía una orilla. Se llevaba mi cuerpo, lo daba vueltas, lo despedazaba. Y no podía parar. No podía decir no. Mucho menos cuando no veía la ola. Cuando el peligro o, mejor dicho, el maltrato, era la única realidad que conocía. Sólo cuando caí en la cuenta de que era eso o mi vida, corté. Y corté por todo eso: todo lo que perdí se volvió mi escudo.
Admiro tu fuerza y te felicito,cuando. algo
así sucede nadie te cree.
Bendiciones!