Pintar el vacío. Yves Klein, un amor de juventud.

Yves Klein, del azul profundo al arte conceptual. Una crónica de Anahí Almasia sobre las horas vacías en un aeropuerto y de cómo transformarlas en arte. Ilustra Tano Rios Coronelli.

En uno de aquellos viajes que hacía en mi juventud, con la excusa de presentar un trabajo psicoanalítico en un congreso sobre transplante de órganos en París, me encontré con que tenía seis horas en Madrid. ¿Qué hacer ante semejante abundancia? Podría haberme quedado en el aeropuerto esperando la conexión del vuelo, era sensato. No lo hice. En cambio, metí la valija en la consigna del aeropuerto y munida sólo con los documentos y algunos euros fui hasta el museo Reina Sofía, Edificio Sabatini, exposición de un artista inesperado.

Dicen que Yves Klein conspiraba contra la forma hasta regresarla al origen, su desaparición. Pero también se dice que convertir los cuerpos en sellos para imprimir colores con ellos sobre la tela es un camino intermedio, previo a la pérdida de la unidad de lo corpóreo, una marca que prescinde de la tercera dimensión y lleva los cuerpos a lo plano borrando su profundidad y tridimensionalidad. Me dirán que eso es lo que hacen los pintores, pintar cuadros de dos dimensiones, pero yo podría convencerlos de que en este artista la unidad se fragmentaba en las partes de sus antropometrías como si fuera el paso previo, la fotografía del desmembramiento, el principio del acercamiento al vacío. Sentí entonces el placer de entregarme a lo desconocido, esa decisión oscura y luminosa a la vez, donde todo es posible y un abismo de sensaciones se me encarnaron como si Klein estuviera allí hipnotizándome.

Para Klein, la aspiración al vacío como aquello donde fluye la vida y donde circulan los fluidos etéreos de la conexión entre cuerpos y mentes. Lo sentí quizás más intensamente aquella vez. Se podrían especular muchas cosas, que esta búsqueda estética era también una búsqueda espiritual, que sus estudios acerca de los Rosacruces conducían ideas creativas liminares, que su mundanal presencia no era nada comparada con la amplia e infinita existencia del espíritu en expansión. Pero me temo que la culpa de todo la tuvo la Patrona de las Causas Perdidas, a quien fue encomendado el artista por su madre y su tía cuando Yves era un recién nacido.

Como un Bansky de posguerra, Klein ya cuestionaba el valor de la obra de arte en sí misma y le otorgaba un lugar predominante al artista y al espectador. La ilusión de toparme con las sorpresas que la deriva ofrece en Madrid o donde sea, me despierta una voracidad inédita y con las que no sé lidiar más que con esfuerzos sobrehumanos. Como si fuese una película de Woody Allen, soñaba entonces con atravesar los tiempos y recorrer las calles del París del 1958. Encontrarme ante el portal de la exhibición El vacío con Klein observando la indignación y sorpresa de los que se enfrentaban a las paredes blancas y vacías. ¿Vacías? ¿O llenas de “zonas de sensibilidad”? Nada por aquí y nada por allá. Sin embargo, algo circulaba entre los presentes: la incomodidad, la curiosidad, ese ser convocado por el abismo de la nada. La obra tenía otro final: ofrecían a beber un líquido azul, azul Klein, y cada espectador bebía como forma de llevarse algo distinto, aunque tan sólo fuera el líquido que circulaba por sus cuerpos. El final de la exposición convertida en performance inédita y privada para cada espectador sucedía unos días después cuando al acudir al baño encontraran que su propia orina se había vuelto azul debido a los pigmentos de la bebida ingerida en la muestra de arte. ¿Quién hizo la obra entonces? ¿El innovador artista de las paredes blancas? ¿O los desprevenidos espectadores que culminaban la obra, días después, en la intimidad de sus casas?

Dicen que Yves Klein inventó un azul único en el mundo y que intentó patentarlo, pero solo logró hacer el registro de la invención bajo el nombre International Klein Blue. Estábamos en 1960. La intensidad cromática no es deudora de los pigmentos, sino, más bien, del aglutinante, una resina sintética mate. De este azul quedé apresada cuando atravesé las puertas del Reina Sofía aquella tarde de 1995. Las salas vacías de los museos, donde soy la protagonista única del diálogo artista espectador, es algo que suele sucederme. Algunas veces porque acompañaba la filmación de unos programas televisivos infantiles de las obras de Miró o de Saraceno en Buenos Aires. Pero otras veces fue sólo suerte de quien busca momentos de intimidad y conexión con sensibilidades sueltas por el mundo como cuando quedé en el museo vacío de Orhan Pamuk. Sola ante la obra podrían despertárseme intenciones de apropiación, de tocar con mis propias manos lo que tocó el que tenía el don, de desarmar la obra para descubrir los pasos, el oficio, el arte. Piensen lo que quieran, no estoy confesando ningún delito aún. Sepan simplemente que algunos instintos primitivos se me despiertan en esas circunstancias, quiero apropiarme de aquello que los ojos no alcanzan a abarcar.

En todo caso, soy psicoanalista y estudié acerca de tratar con las pulsiones, me digo. Un poco al menos, porque eso es algo que suele escapársenos a todos por igual. ¿Preferiría no haber salido del aeropuerto aquel día del verano de 1995? Sí, claro, porque me enamoré de un fantasma y se inició una obsesión por conseguir todos los libros que hablaran de su obra, por seguirle los pasos. No había mucho, la mayoría en francés o inglés. El hombre había muerto unos cuantos años atrás y todo señalaba que lo que me atrapaba era lo inasible, ese vacío que sólo convocaba a querer saber más, intentar asir algo, atrapar lo no capturable. De todos modos, llevé adelante mi amor platónico lo mejor que pude y escribí sobre su obra, di clases en la universidad citándolo, le presté una atención que jamás hubiese imaginado antes de escaparme del aeropuerto aquellas seis horas en tránsito hacia otro lugar.

Si me preguntan ahora, a la distancia, qué fue lo que más me impactó entonces, podría asegurar que fue el conjunto de esculturas esponjas en azul que habían sido expuestas una al lado de la otra, un bosque de esponjas. Insoportable belleza que ataca y captura la mirada. No sé a quien pedirle ayuda para que me ayude a mirar, querido Eduardo Galeano, decime, por favor, como se hace “ayúdame a mirar”. Debería ser poeta, me recuerdo. Sólo quien escribe poesía podría ponerle palabras a lo que intenté contarles hoy. Muchos años después, me reencontré en una sala del PROA, aquí en Buenos Aires, con Yves Klein, sus esponjas y monocromos que habían venido hasta mí.

Escribe Anahí Almasia

Anahí Almasia nació en Buenos Aires, es argentina y española. Es psicóloga de la Universidad de Buenos Aires y Magister en Patologías del Desvalimiento de la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales. Algunos de sus trabajos y tesis psicoanalíticos dan cuenta de una búsqueda artística alrededor de la obra de Borges, Gabriel García Márquez, Yves Klein y Frida Khalo. Sus libros de ficción son Matu Ketami. El tiempo de Troful, El Juego de Barbazul (junto a Valeria Castelló Joubert), el libro de cuentos Lo que el viento no se llevó (en coautoría con Luz Darriba). Trabaja actualmente en una película y en diversos proyectos culturales.

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3 Comentarios

  1. Excelente relato.

    Me llevaste a buscar sus azules !!!

    Claro, ahora es tan fácil, estamos a un click de volver a verlo…. en 1995 era más difícil

  2. Nunca me dejé llevar por el arte. Prefiero vivir en un mundo más palpable, pero imagino que el objetivo (no sé si es el término correcto) de todo artista, es provocar lo que Yves logró hacer con vos. Excelente relato. No perdiste el vuelo no???

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