Por qué estoy tenso

¿Insertarse en el mundo de los otros? ¿Cómo es que siempre estamos volviendo a casa? Qué difícil vivir sin saber quién está a tu lado. Un cuento de Orlando Espósito con ilustración de María Lublin.

Se abre la puerta y aparece voceando mi nombre la enfermera mostrando cara de pocos amigos. Lleva un tapabocas pero el ceño fruncido y el cuerpo que parece a punto de estallar muestran igual su disgusto por tener que hacer ese trabajo.

Me revienta que ponga esa jeta como si estuviera con la nariz metida en una pila de mierda. Tres, cuatro y hasta cinco veces, tal vez más, me despertaron por la noche los calambres en la pantorrilla y tuve que dar un salto y pararme en punta  de pie hasta que aflojara el dolor y después, cuando volvía a la cama me atacaban otros, los peores, en el pabellón de la oreja. Terrible. Es como si se diera vuelta para afuera y el cartílago se quebrara. Y ahora viene esta gorda huelemierda a gritarnos con esa cara de orto.

—¡Soto!

Tengo que apretarme contra la pared para pasar porque ella no se aparta, se queda tapando el paso igual que si no me viera o no le importara si puedo entrar o no. Huele a plancha y almidón. Mueve el brazo señalando la ventanilla de la oficina de recepción. Sé el trámite, no es la primera vez que vengo al hospital de día, curioso nombre con el que denominan al loquero.

Hoy llegué demasiado temprano, como llego siempre a todos los sitios a los que tengo que ir. Desperté una hora antes por los calambres en la planta del pie derecho. Es la ansiedad lo que me hace estar preparado antes de lo debido y entonces, me pongo a dar vueltas sin nada que hacer más que esperar la hora para partir y estar a la hora exacta donde sea que tenga que estar.

Pero cuando estoy listo y con tiempo de sobra, sin ocupación alguna miro a cada rato el reloj de la cocina y veo que la aguja sigue clavada siempre en el mismo minuto. Controlo que gire el segundero: gira, pero cada segundo demora un siglo y me vuelve loco la vocecita que me susurra que voy a llegar tarde y que no importa si tengo que esperar un poco por llegar antes, mejor antes que después, y entonces salgo, por fin: salgo.

El ascensor demora. Bajo a saltos la escalera. Cuatro pisos. Un día me voy a matar. La suela que se traba en el escalón y la cabeza se revienta contra la pared. Revienta como un zapallo.

Llego. Hay cuatro que se me adelantaron. Esperan en la vereda. Uno de ellos aprieta la espalda contra el marco, es grandote. Fuma; sostiene el cigarrillo con una mano al tiempo que, con el brazo extendido mantiene la otra apoyada contra el marco bloqueando el paso. Eso me pone nervioso. No me gusta que impida el ingreso. También me da cosa que fume. A mí me gustaría pero no puedo por los bronquios, el asma. Tengo tiempo, estoy con cuarenta minutos de anticipación pero no permiten entrar a nadie hasta que no lo llaman. Ese grandote esté plantado ahí me molesta. Se para como si supiera que el próximo en ser llamado va a ser él.

Otros dos, una mujer y un hombre que parecen pareja, entre treinta y cuarenta años, más joven ella, están parados a un costado de la puerta y en el medio de la vereda. Si alguien quisiera pasar, ejemplo: un peatón que tuviera que ir al chino de mitad de cuadra a comprar una soda, digamos, tendría que hacerlo de costado. ¿Está bien eso? ¡Carajo! ¿Hay que andar por el mundo caminando de costado y pidiendo permiso?        ¿Por qué la gente se caga en todo, eh?

Hay otro que está recostado contra el árbol, un plátano de considerable porte, añoso. La espalda contra el tronco y una pierna doblada para apoyar la planta del pie. Parece que descansa. Me gustaría poder estar así de relajado, pero tengo que mantenerme en movimiento. Habla. Me doy cuenta de que habla porque se le mueve el barbijo; masculla para sí mirando al piso.

No me gusta el lugar. Para nada me gusta. Sé cómo es adentro. Estuve dos o tres veces ya… o cinco. Una ventanilla desde donde atiende la recepcionista mientras habla con otra que está en la habitación contigua. Uno se planta delante de ella pero no hace caso y sigue hablando con la de al lado como si no lo hubiese visto. Hablan de cualquier cosa, de un viaje, de una compra por Internet que no llegó, y la otra cuenta cómo hizo una torta para el cumpleaños de uno de los hijos. Y uno está ahí, sin saber qué hacer, después de una noche mal dormida, sin atreverse a interrumpir esperando que alguna se calle para tomar aire y entonces alcanzar a meter un bocado explicando para qué fue.

Por el momento espero parado sobre el cordón, al filo de la vereda. Se abre la puerta. Aparece una enfermera con cara de pocos amigos.

—Amadeo, dejá libre la puerta, ¿cuántas veces te lo tengo que decir? Correte, dejá pasar. ¡Marinelli!

El que estaba apoyado en el árbol levanta la mano y avanza. Amadeo, el de la puerta, todavía no dejó el paso expedito, se molestan el uno al otro. Danzan bamboleándose de costado. La enfermera bufa molesta. Se cierra la puerta detrás de Marinelli. Controlo la hora para ver cuánto demora cada turno; matemática pura. Te hacen pasar, esperás un rato, te llama el psi, te pregunta dos boludeces, hace la receta y te vas.

Llegó uno. Es gordo, grandote mira y teclea en el teléfono celular. Tiene granos purulentos en la cara, pómulos y frente, lo que se alcanza a ver. Mira a hurtadillas, escondido detrás del aparatito.

—¿Sos el último? —pregunta sin mirarme y sin dejar de teclear.

—No, el último sos vos —bromeo. Pero no le causa ninguna gracia la broma. Sigue mandando mensajes y gastando gigas. Hunde el meñique en una fosa nasal como para llegar hasta el cerebro. Lo saca, mira, al parecer no pescó nada. Me parece que se está poniendo como para pasar antes que yo. Me acerco a la puerta. El grandote prende otro cigarrillo siempre cortando el paso, molestando.

Se abre la puerta y sale uno que no había visto entrar, estaba desde antes. Ya pasaron tres minutos desde que entró Marinelli. Pongo la mente en blanco. Tengo una técnica para poner la mente en blanco y que el tiempo pase rápido. Hacen pasar a la pareja. Marinelli no salió todavía. Tengo la espalda dura. El grandote vuelve a apoyarse en la jamba de la puerta. Me dan ganas de decirle que deje pasar; pienso en ir y plantarme delante de él y decirle que no puede estar ahí parado, molestando a todos.

Se abre la puerta, aparece la enfermera con cara de pocos amigos y grita mi apellido.

—¡Soto!

Estaba parado sobre el cordón así que me apuré a cruzar la vereda y entrar para no recibir un reto.

—Esperá ahí, en la ventanilla, y dale tus datos a la secretaria para que te ponga en la lista.

Me paro frente al vidrio que tiene el parlante cromado colocado a baja altura. Plato con medias lunas, termo, mate, dibujos hechos por algún chico o chica pegados en la pared. La rubia cuarentona habla con otra mujer que se alcanza a ver por la puerta abierta en la oficina contigua. Ni me mira. ¿Golpeo? Conversan sobre una compra realizada por Internet y que no había llegado. La de más allá ceba un mate de su propio termo y escucha atenta.

Miro la hora, ya estoy cinco minutos tarde para mi cita con el psiquiatra pero la rubia ni se digna echarme una ojeada. Pienso en golpear con los nudillos para llamar la atención pero no me animo a interrumpir. Doy un paso hacia la izquierda como para quedar más a la vista, entonces me ve, pone cara de «qué pesado» y sigue hablando hasta que termina la parrafada. Gira para enfrentarme y mueve una palanquita en la base del micrófono.

—¿Sí?

Me contorsiono para ubicar mi boca a la altura del artefacto, con tan mala suerte que los plásticos que llevaba en la billetera, entre los que está el carnet de mi obra social, se deslizan y van a caer a mis pies. Calambre de oreja. Tengo que agacharme a buscarlos; se habían desparramado por lo que demoro unos segundos en juntar todo. Mantengo una mano sobre el mostrador estrecho para que no se meta nadie aprovechando mi distracción.

—¿Señor?

—¡Sí! Un momento, por favor. Se me cayó la creden…

—¡Señor…!

—Tengo turno con el doctor Menguele.

—¿Con quién?

—No, disculpe… Mendaza, doctor Mendaza.

—¡Ah!

Sigue un interrogatorio corto con respecto a mis datos hasta que completa una planilla y parece quedar satisfecha.

—Tome asiento, el doctor Mendaza lo va a llamar.

—¿Usted le va a avisar que estoy?

—El doctor lo ve en la pantalla.

—¡Ah!

Me siento en el único lugar libre que hay, junto a una muchacha joven, bastante excedida de peso, que vuelve la cabeza para mirarme fijo, con esa mirada de los que están pasados de clonazepam alejados de las ideas suicidas pero próximos, muy cercanos, sumidos en un estado de catalepsia. La muerte en vida. Me mira. No me saca la vista de encima por un buen rato. Masajeo el lóbulo de la oreja pero el calambre no afloja.

—Vos sos mi papá —. ¿Dice o pregunta?  No sé. Lo dijo con voz alta y clara pero sin tono de pregunta,  como si lo estuviera afirmando.

Me toma por sorpresa y me da cierta lástima. Temo que si contesto que no soy, le dé tristeza pero por otro lado, no quiero decir que sí y que me venga con reclamos y cuitas de la infancia. Opto por seguir en silencio.

—Contestá, ¿sos mi papá o no?

Hay unas diez personas en la sala de espera, además de la muchacha y yo, y todos vuelven sus ojos hacia mí y me miran con lo que percibo como cierto aire de reconvención. ¿Me estarán reprochando, que no contesto? Aturullado no puedo más que sonreír condescendiente. La muchacha no deja de mirarme.

—Soy Delia, papá, no te hagás el que no me conocés…

Un tipo canoso, alto y con el pelo atado formando una coleta aparece desde un pasillo que se abre a la sala de espera. Viste un saco guardapolvo blanco con el bolsillo superior cargado de bolígrafos.

—Hola, Delia. ¿Qué hacés? —pregunta.

—¿Qué hago? Nada. Acá estoy, con mi papá.

—¿Éste es tu papá?

—Sí. Pero le hablo y no me contesta. No sé si se hace el boludo o está enojado. ¿Estás enojado conmigo, papá?

—¿Qué problema tiene con Delia, señor? ¿Por qué no contesta?

En la sala de espera impera el silencio. Todos me miran con evidente disgusto esperando que profiera la respuesta que Delia reclama.

—¿Está enojado con Delia? —pregunta el de la coleta acercándome la cara.

—¿Cómo voy a estar enojado si no la conozco? Delia, disculpame, pero… no soy tu papá.

—¿Ves? —dice mirando al otro. —Se hace el que no me conoce.

El tipo da un paso al costado para plantarse delante de mí. ¿Será uno de los doctores? Parece que está furioso y a punto de insultarme. Por suerte se abre una puerta y el doctor Menaza grita mi nombre.

—¡Soto!

—Ese soy yo —digo tratando de apartar con un gesto del brazo al que está parado enfrente e impide que me incorpore. —Permiso—. Se hace a un lado de mala gana, mostrando un gesto de disgusto.

—¡Ja! ¿Ahora te hacés llamar Soto? ¡Qué hijo de puta! —oigo exclamar a Delia.

Pero ya estoy caminando con pasos largos hacia la puerta abierta del consultorio. Menguele señala la silla mientras él ocupa el sillón de detrás del escritorio, sonriendo con esa sonrisa canchera, que no deja lugar a dudas de que ya sabe todo lo que hay que saber en este mundo.

—¿Cómo anda Soto? El mes pasado faltó, lo estuve esperando.

—Tuve problemas, doctor.

—¿Qué le pasó?

—Problemas, doctor, problemas…

—Cuénteme, ¿qué problemas tuvo?

—Bueno, ya sabe, falta de dinero y esas cosas. —No le voy a contar que no hice otra cosa que estar parado en el borde del precipicio.

—Pero acá no se le cobra ni un peso. ¿Qué le impide venir aunque no tenga plata?

—No… nada, doctor. Problemas, ya sabe… ahora lo que ando necesitando es una receta.

—Claro, una receta, después se la hago, pero cuénteme: ¿Este mes que pasó cómo se arregló sin medicamentos?

«Menguele, hijo de puta, ¿te gusta apretar, eh?» Me revuelvo en la silla,  no sé qué decir. Amenaza de calambre en la pantorrilla.

—Vea, doctor… no me gusta venir. No me gusta el lugar, la gente. Recién, una muchacha me hizo pasar un mal rato porque decía que yo era el padre y me preguntaba si estaba enojado… Se imagina, todos mirando…

—Y usted, ¿qué le contestó!

—¡Que no, claro! ¿Qué le voy a contestar?

—Y entonces, ¿cuál es el problema?

—Me miraban todos, doctor, esos trastornados, con esas miradas nubladas por las drogas… ojos de Valium, como si pensaran que sí, que era el padre y de puro cabrón hijo de puta se lo negaba a la chica.

—¿Le daba lástima la chica?

—Y…

—¿Hubiera querido decirle que sí, que era el padre? Tal vez podría haberlo hecho, y darle un abrazo y preguntarle cómo estaba.

—¿Y cómo va a estar, doctor? Yo sé cómo está: hecha mierda, como todos. No sé… usted me enrosca. Pregunta y pregunta, y da vueltas y al final, no sé ni dónde estoy ni tampoco sé por qué estoy tenso…

Escribe Orlando Espósito

Orlando Espósito nació en Banfield, provincia de Buenos Aires, en 1946. Es padre de cuatro hijos. Fue fotógrafo, librero, distribuidor de maquinaria para la industria gráfica y gerente comercial en empresas de desarrollo de software desde que esta industria dio los primeros pasos. Durante años se ocupó de la explotación de una granja ganadera situada cerca de Fuerte San Javier, en la Patagonia Norte. Viajero, apasionado por las letras desde su adolescencia, hoy vive en Buenos Aires y se dedica de lleno a escribir.

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