Por qué odio a Damien Chazelle

 

Es interesante esa palabra. Odio.

Por un lado el odio solapado de las redes sociales, de los comentarios dichos por lo bajo, de la envidia. Por otro lado el odio desenvuelto de la xenofobia y del machismo.

Hay algo en el odio, mientras persiste, una condición de no transar. ¿Puede haber un odio lúcido? No sé. Quizás. Definir un enemigo es definirse a uno mismo por oposición. A su vez, muchas revoluciones se basaron en el odio y la violencia: un odio recobrado por una clase sometida.

Desplazar el odio, en parte, es abrazar el status quo.

Gandhi entendió la irracionalidad del odio y movió su potencia: pretender que se puede dejar de odiar es tan ingenuo como peligroso porque deja el campo libre a la ejecución del odio más irracional y violento, el odio mismo. No. Al odio hay que domesticarlo. Encauzarlo en un fin crítico y responsable. Amar a la bestia.

Entonces, para empezar, todos odiamos.

Y yo odio a Damien Chazelle.

¿Puedo hacer algo con ese odio?

Estoy en mi casa viendo los Oscars en una tv de tubo de 20 pulgadas, y es una mierda. Solamente vi Manchester by the sea y estoy enojado porque apenas nominaron a Sully, la última de Clint Eastwood. Todo el tiempo me pregunto qué hago, qué hago mirando otro año esa premiación de películas que en general me parecen una cagada, y encima este año solamente pudiendo apostar fuerte a favor de una y en contra de otra ya sabiendo que va a salir, como siempre, todo al revés.

La La Land gana mejor dirección. Apago la tele.

 

Una tesis del arte a través de la tortura

“Charlie Parker se convirtió en Charlie Parker cuando Papa Jo Jones le tiró un platillo por la cabeza”. Eso le dice y le repite un JK Simmons pelado y hecho una piñata de anabólicos al gordito fofo que tiene como pupilo de batería. Al gordito que quiere destruir hasta su expresión más mínima, al que quiere vaciar de todo: de sentimentalismos, de amigos, de novias, de familia, de cualquier cosa que no sea una baqueta pegándole más fuerte, más rápido, a un redoblante.

“No hay palabras más dañinas que ‘buen trabajo’”, le dice, también, después, traduciendo ese “buen trabajo”, esa palmada en la espalda, a una inmediata “mediocridad”. Terence Fletcher, una personificación del fascismo que se puede ejecutar desde cualquier rol de poder, ejemplifica muy explícitamente una tesis posible sobre el arte: aquella que propone la existencia de una perfección en el arte, una perfección solamente alcanzada a través del sufrimiento más exagerado (físico –las manos que sangran- y mental –nada de dormir, nada de distraerse-). Una devoción pura. Un convento en un conservatorio de música. La tortura de la carne como una purificación. Pero también es la asimilación reduccionista del arte como una práctica cuantificable. ¿Qué tan rápido le podés pegar a la batería? ¿Qué tan adecuadamente te sumás al tempo? ¿Qué tan exacto sos en el whiplash?

Olvidémonos del trabajo en equipo (en el ambiente que Fletcher construye todos se odian, todos quieren sacarse ventaja en ese desierto de individualidades en competencia constante, plena y salvaje), olvidémonos de experimentar aspectos significativos de la vida (nada de amor, nada de amistad), olvidémonos de sentir algo dentro de la música (nada de descubrimiento a través del disfrute, nada de la fascinación por crear algo propio).

Sumisión y atosigamiento.

Ahora bien, esta es la premisa: ¿qué hace Chazelle, problematiza esta postura de forma crítica o la avala solapadamente?

Por supuesto, la opción dos.

La estetización de Fletcher no sólo pasa por la admiración devota del personaje con el cual estamos obligados a identificarnos, no sólo pasa por la puesta en escena edulcorada (ese pianito soft de buen tipo) con el que lo encontramos una vez que lo echan de la escuela, sino, puntualmente, por el final de la película: un orgasmo doble, reivindicatorio en ese éxtasis de haber logrado, por fin, la pieza “perfecta” después de una destrucción encarnizada del otro, y, mientras, la iluminación espiritual después del castigo a la carne y las tentaciones.

El problema, o la reafirmación, es que en La La Land sucede algo similar. No, peor: La La Land recupera la tesis y la asimila al discurso del protagonista. Ryan Gosling encarnando a uno de los protagonistas más boludos de la historia del cine (y Chazelle tiene un talento especial para escribir personajes así), le explica a Emma Stone de qué se trata el jazz. Y dice: “No es relajante. Sidney Bechet le disparó a alguien porque tocó una nota mal”. ¿Te suena Charlie Parker? Y además resulta que el jazz se está muriendo, porque la gente deja que muera el jazz tradicional.
Recupero el concepto de “boludo” y lo expando: es boludo porque manifiesta un romanticismo apocalíptico, un quejido infantil e improductivo que se condena de antemano a ser un perdedor.

Porque, ¿qué hace él? Se alista en una banda de pop jazzero por la guita, y esta banda es una exageración del showbusiness más berreta, representada, como todo Chazelle, de la forma más burda y obvia posible con esas bailarinas que tapan a Gosling, en una construcción que apenas puede esbozar esa idea de que el arte muere en la irrupción total del mercado, si no fuera que el mismo Chazelle “homenajea” esa cultura del showbizz con su propio pastiche de citas huecas a los grandes musicales de antaño, en un musical donde los intérpretes ya no tienen ni el talento para bailar siquiera (como indica muy acertadamente Lucía Salas en una nota de Las Pistas).
Quiero hacer una mención, ya que traigo a colación la nota de Salas, sobre el constante desprecio con el que se explaya Chazelle al referirse a las personas que laburan de algo.

 

La La Land, o cómo entrar al mainstream sin nada que decir

Siempre hay como un orgullo en el indie. Una especie de valor en hacer de las carencias, de las limitaciones, una potencia creativa que se ampara en el fuck you lavado que se heredó del do it yourself del punk.
Los mejores momentos de Guy and Madeleine on a Park Bench, la primera película de Chazelle, son aquellos donde no intenta hacer una cruza de la Nouvelle Vague con el Dogma 95 para resultar un remedo de John Cassavettes. Son cuando organiza un show en una plaza y filma a la gente que justo ese día está ahí o cuando hay un encuentro con un extraño y esa conversación muestra un costado luminoso.

Suele haber traspasos, a veces. Salir del indie para entrar por la puerta grande del mainstream. La popularidad. No les pasa a todos. Pero cuando pasa, la pregunta es: ¿qué tiene para aportar?

Guy and Madeleine…, es un proyecto ambicioso (un musical low cost), pero una película mediocre. Y por eso no sorprende que La La Land sea como su versión un poco más sofisticada, donde Chazelle se pierde en la repetición de guiños y citas a otras películas intercaladas con gestos de su “estilo”: a) el paneo en mano, veloz, de alguien que toca a alguien que baila; b) la inclusión de primeros planos frontales donde un personaje prácticamente le habla a cámara aunque en realidad le habla a otro ¿Qué son estos últimos planos sino injertos “modernos” en una situación que los rechaza orgánicamente, y que tienen como única función dar una pátina “trendy” robándole a mano armada a Eugene Green?

Chazelle realiza el pasaje del indie al mainstream queriendo todo y lográndolo a medias: por un lado, ser el crowd-pleaser (los Oscars, el público, y de ahí la recurrencia al star system, el género musical, etc.), por otro lado, un grado de reconocimiento especializado (que más o menos gozó gracias a la escasa traspiración indie de Whiplash). Sin embargo, en términos cualitativos, La La Land marca su masividad entrando a un escenario global en un gesto mudo: una película aborrecible, fácilmente olvidable, que solamente fue escuchada mientras duró el eco de su caída en el cartel.

 

Contra la nostalgia y el pastiche

Fredrick Jameson entiende al pastiche como la imitación de una máscara, similar a la parodia, pero amputada de su impulso satírico y normalidad lingüística. Es decir, una parodia vacía. Jameson sentencia: “los productores de la cultura no tienen hacia dónde volverse, sino al pasado: la imitación de estilos muertos, el discurso a través de todas las máscaras y las voces almacenadas en el museo imaginario de una cultura que ya es global” .
Chazelle agarra al Sargento Hartman de Full Metal Jacket, le pone ropa negra y lo convierte en Terence Fletcher, agarra los vestidos de Los Paraguas de Cherburgo porque le gustan los colorcitos, mete a Rebelde sin causa solamente para justificar que los personajes floten en el planetario y en el espacio exterior, sin recomponer que el valor del film de Nicholas Ray –como quiebre histórico en la historia del cine– tuvo que ver con la angustia desmesurada que expelía y no con el movimiento cool de la irrupción adolescente en la pantalla grande que paradójicamente inauguraba.
Sin embargo hay una línea fina donde el pastiche se convierte en voz propia, y tiene que ver con el talento, la lucidez, la autoconsciencia. Esto es lo que separa a Chazelle de Tarantino. Donde Tarantino encuentra una fuente lúdica, que respeta y profana simultáneamente para re-elaborar un discurso, Chazelle prefiere hundirse en el goce pleno de la nostalgia.

Y la nostalgia es un sentimiento choto.

La nostalgia es un movimiento improductivo y conservador, que expone una mirada deshistorizada y condescendiente sobre un pasado que se idealiza. La nostalgia nos lanza a un tiempo abstracto e imposible: el pasado ya no existe. Mientras, se desestima la posibilidad de cambio, porque estamos volviendo los ojos a un pasado romántico, vaciado de sus problematizaciones.

¿Cuál es la nostalgia de Chazelle? La de un género moribundo, el musical, al cual no logra darle aire renovador (La La Land es otra de esas películas que se va a encolumnar detrás de El Artista. ¿Alguien se acuerda de El Artista?), y así Chazelle, en vez de repensar cómo llevar un género que ama (de lo cual no hay dudas) al siglo XXI, maquilla a sus actores, a sus decorados, y arma algo que no le hace justicia a su propia tradición (Top Hat ya superó los 80 años y le pasa el trapo).

 

El misterio de la imagen

Sin embargo mi problema principal con Chazelle tiene que ver con su mediocridad, con la ausencia de una dimensión de misterio en sus imágenes.

Tratemos de definir una imagen. Brutamente. En general.

No vamos a poder. Las palabras no van a alcanzar para intelectualizarla, para reducirla a una correspondencia unívoca. Saussure lo explicó muy claro: uno dice “casa” y esa casa es todas las casas. La belleza de las imágenes se presenta en esa rebeldía (y este es el carácter místico que algunas religiones entendieron tempranamente).
Ahora bien, Chazelle debe ser uno de los directores que menos entiende esto (a la inversa: uno de los que más exageran la sola correspondencia icónica). Lo que se ve es lo que es, y nada más. Y esto no es una apelación a una especie de “sinceridad”, “realismo” o “ascetismo” -porque las imágenes que Chazelle compone son artificiosas-, sino una mediocridad a la hora de ofrecer un margen inexplorado: que las imágenes puedan decir algo más que lo que nuestras palabras pueden decir de ellas.

Por esto las películas de Chazelle son tan olvidables. Una imagen, para valer la pena, debe estar en fuga de nosotros. En Chazelle, las imágenes son terriblemente cercanas. Ni cuando pega la cámara a un instrumentista ni cuando pone a los amantes a bailar en el espacio es posible creer que hay algo más porque el problema es que falta todo lo demás alrededor: lo que convierte a una imagen en un problema social, histórico y/o político. ¿Cómo no ver que La La Land es solamente ese escenario berreta y a medio hacer por el que se mueven sus personajes sin un mínimo de orgullo?

¿Significa esto que todos los planos de una película deben responder a este criterio? No. Pero al menos una imagen debe hacer valer el misterio de una expresión. A una imagen, al menos, debe exigírsele que sea algo más.

 

Justicia

En mi casa, los Oscars siguen.

Estoy sentado en mi computadora siguiendo por Twitter lo que pasa. Me aburro. Vuelvo al living, no sé por qué prendo la tele. Aparece la cara de Jimmy Fallon, están por dar el premio a mejor película.
Y entonces, una especie de justicia inesperada.
Como un reverso ridículo y real, irrumpe otro final doble: el inconsciente salvaje de La La Land, tirándose encima de Chazelle, arruinándole el premio mayor, dejándolo con esta carita:

Esa noche me fui a dormir feliz.

Escribe Valentino Cappelloni

Valentino Cappelloni nació en 1992 en Mar del Plata, Argentina. A los 18 años partió hacia Buenos Aires para estudiar cine. Hoy está terminando la Licenciatura en Artes Audiovisuales en la Universidad Nacional de las Artes (UNA). Es ayudante de cátedra y miembro del Comité Organizador del Congreso Internacional Witold Gombrowicz.

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4 Comentarios

  1. Muy buena la nota!

    ¿Tiene «ecos» de Faretta, o me parece solo a mí?

    Comparto casi todo lo que decis (sobre todo la objeción a la nostalgia), pero eso no me hace odiarlo al pibe, ni dejar de disfrutar algunos momentos de sus películas.

    En fin…

    • Valentino Cappelloni

      Gracias Ariel.
      La verdad, leí poco y nada a Faretta, ja.
      No es sencillo explicar el odio, supongo, porque es algo demasiado visceral, pero es lo que traté de desarmar.
      A mí Chazelle me perturba mucho.
      Abrazo.

  2. La culpa no es de Chazelle…

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