César Aira tiene más de cien libros publicados ¿cómo es la experiencia de quién lee estos libros? Compartimos el tercer episodio del conjunto de reseñas que Marcelo Zabaloy fue configurando con lipogramática paciencia en Cartas Amargas y que iremos trabajando en este medio con nuestro estilo. El collage que acompaña esta publicación fue realizado por Mariano Lucano.
Recientemente me expresé sobre unos libros escritos por mi vecino, el célebre escritor pringlense que obtuvo el premio Formentor. Quiero decir de nuevo que estos textos que escribo solo tienen el propósito de decir lo que opino después de leer un libro, como si lo discutiese con un desconocido en el tren con el fin de sufrir menos un extenso periplo. Porque lo cierto es que me propuesto leer todo lo que este hombre escribió desde sus comienzos. Y este esfuerzo de ojos, cerebro y sobre todo económico, porque los libros los compro con mi propio peculio, vuelve legítimo mi inocente escrutinio de lector comprometido con lo que escriben los escritores de estos tiempos, que mi ilustre vecino, según suele decir, no lee por motivos que muy suyos y comprensibles. Pero yo los leo.
Primero diré, no lo bueno, puesto que lo de bueno o no bueno es discutible, sino lo que me gustó de los últimos dos libros suyos (de mi vecino, no del tipo del tren que puse como mero ejemplo) que he leído. El primero de estos dos es El ondeo que lee e incluye sueltos y revisiones de libros que publicó en distintos medios entre 1981 y 2010. Es menester insistir en que solo opino sobre gustos si bien como se dice, sobre gustos no se escribe. Porque no es mi intención discutir o emitir un juicio en 2021 ocho lustros después de lo que se escribió en 1981. Hoy nosotros los de entonces no somos los mismos y por cierto somos muy distintos, muy otros, muy diferentes, y del mismo modo que no reconocemos en el espejo ese rostro que en un tiempo fue joven y bello, nuestros escritos de juventud poco tienen que ver con lo que escribimos hoy. Sospecho que muchos de sus textos y reflexiones no debe reconocerlos hoy como propios, lo que es bien lógico.
Comencemos pues con los tesoros descubiertos en este primer libro de hoy: ‘Los escritores deben tener un conocimiento profundo de otros léxicos distintos del suyo y leer todo lo posible en estos léxicos de otros pueblos. De ese modo construyen en su cerebro y en su sinhueso y oído el entorno propicio en el que posiblemente prosperen los torrentes de expresiones, esos dispositivos no propios del decir corriente, que de no existir impiden el crecimiento lingüístico de un pueblo.’ Coincido cien por ciento con su opinión. Sin bien es cierto que uno puede tener un dominio del inglés o del léxico de Molière, o incluso del chino, el nipón o el turco, pero en último término desconoce cientos de otros léxicos riquísimos.
‘El mundo de los libros tiene muy poco interés en el devenir de un pueblo. Los libros son el juego de un grupo muy menor, como el juego de trebejos o el coleccionismo de sellos de correo, por lo que es lógico que el pueblo no se inquiete ni un poco por ellos.’
‘Los libros que queremos con devoción son los que sentimos como si hubiesen sido escritos en un léxico desconocido.’ Este bello concepto (de Proust) en un contexto de posmodernismo unido con cuestiones de orden estético, ontológico y hermenéutico –con menciones de Heidegger y Nietzsche–, produce un poco de confusión en lectores como uno, con modestos o nulos conocimientos filosóficos, como el mismo escritor pringlense lo reconoce en su elogio del texto que se publicó en Krisis (Siglo XXI Editores, 1982), en virtud de los excesos de erudición de los dos jóvenes impulsivos que lo escribieron suponiendo que uno leyó todo lo que ellos leyeron. Pero los dos primeros renglones que vengo de referir son por cierto luminosos.
Otro enorme beneficio de este libro es que produce en el lector un deseo ferviente de descubrir los numerosísimos libros que le son por completo desconocidos, pongo por ejemplo Sebregondi retrocede, que por lo que veo fue escrito primero en verso y luego como nouvelle o novelón. Tendré que leerlo. Die verneinung lo desculé con google, quiere decir ‘el hecho de decir no’, pero no lo comprendí. Y por supuesto deseo leer El fiord, que según dijo otro reconocidísimo escritor de los nuestros en un célebre juicio sobre el mismo: ‘es un globo perfecto, pero de estiércol.’
Otro punto que me gustó mucho es el elogio de Roussel, escritor muy poco leído de cuyos libros he leído de todo un poco. Que yo lo recomiende es como el señor que quiere descubrir el sol con un quinqué; quiero decir, es ocioso que yo recomiende los libros de Roussel puesto que Roussel fue un célebre escritor que recibe el elogio del célebre escritor pringlense. En su momento Roussel fue tenido por loco, como mucho otros héroes del modernismo y posteriormente fue reconocido. No sucedió lo mismo con el pobre J.P. Brisset, pero eso no tiene ningún vínculo con lo que quiero decir hoy. De todos modos es un poquitín excesivo el desprecio que mi vecino siente por los escritores que escriben prolijo y bien. Pero en este segmento no me permitiré objeciones. O si objeto, no me extenderé mucho: todos conocemos escritores que escriben bien en todos los sentidos y por eso no son previsibles ni simplones del mismo modo que conocemos escritores que escriben de un modo bien pero bien retorcido y reciben numerosísimos elogios y un no entiende un pito, como de vez en vez me sucede, y existen otros escritores que escriben difícil y que se supone que son ilegibles y uno los entiende porque sí (puede ser por cierto que uno quiere entenderlos). En síntesis, no coincido con ese desdén. En principio descreo del reproche y el desdén, del tipo que fuese y sin que me importe quién es el que lo propone.
Me gustó lo que dice en ‘Lo incomprensible’, que Chesterton dijo sobre los versos de Browning, ‘que es oscuro porque lo que tiene que decir él lo ve con nitidez y por consiguiente no cree pertinente que se lo explique.’ Es por cierto muy ingenioso si bien no es muy condescendiente con los lectores que desconocen los versos de Browning y quieren leerlos. Sordello, su primer –de Browning– libro de versos, provocó un enorme desconcierto entre sus lectores por ser de comprensión imposible; como si estuviese en chino y por eso todo el mundo quiso leerlo. Dicen que un señor muy enfermo, un devoto lector de Browning, se enteró del libro en su lecho de muerte y quiso leerlo. Un primo generoso fue corriendo y se lo compró; este señor pudo leerlo todo y en sus últimos resuellos dijo en un quejoso suspiro: ‘No entendí un comino.’ Y dicho esto, el pobre hombre, murió. Glorioso elogio de Browning, ni qué decir de Chesterton y del primo generoso.
Debo leer un montón de escritores de Medellín. Me urge leer los libros de Emeterio Cerro de quien lo desconozco todo. Me lo propongo firmemente y este es otro mérito enorme del libro que pretendo descubrir con este humilde e inocente escrutinio.
En lo sucesivo expreso los menos, que como todo lo bueno y lo excelente, tiene este libro. Espero no producir escozores en seguidores sensibles, pero no quiero ser obsecuente y por consiguiente es un riesgo que debo correr.
Comienzo por lo que entiendo fue posiblemente un impulso juvenil pero que de un modo u otro sigue vivo en el célebre escritor pringlense y recorre poco menos que todos sus escritos; el desdén o desprecio injusto por el lector. Porque el lector, hombre o mujer, o lo que fuese, si quiere se excluye solo de lo que no es de su gusto o de lo que no entiende. En su momento pudo ser un signo de distinción o de erudición decirse prescindente de los gustos del público, pero los conceptos y opiniones vertidos por escrito no vencen y siguen vigentes. De todos modos no creo en el escritor que se desentiende del público ni bien (por mérito propio) se consigue su público. Porque primero lo consigue escribiendo lo que él supone que el lector exigente quiere leer. Por el bendito procedimiento o por el método que se le ocurre. Y en los sucesivos libros, y digo esto sobre los escritores en su conjunto, todo es cuestión de repetir, sino en contenido, por lo menos el menú de opciones que construye con enormes esfuerzos y del que no puede desentenderse por mucho que lo niegue y lo reniegue. Y los escritores de fuste como mi vecino de Coronel Pringles pueden permitirse ese tipo de lujos repitiéndose de un modo en extremo imperceptible. Gombrowicz lo dijo, uno no puede sino repetirse y creerse un genio.
Otro punto que no me gustó fue el repetido juicio cruel sobre otros escritores, incluso dos escritores reconocidos en el mundo entero y que en su momento recibieron sendos premios Nobel. ¿Por qué? Me pregunto, y no encuentro el motivo. Hubiese sido suficiente no leerlos o no incluirlos entre sus escritores preferidos. Como es excluido, por lo menos en este libro, el querido Filloy. Su muy conocido menosprecio por el inventor de los cronopios es un golpe, siempre en mi opinión, injusto e inmerecido. Somos muchísimos los que de jóvenes quisimos escribir como Julio y no lo conseguimos ni lo conseguiremos de viejos. Si bien, de nuevo, gustos son gustos.
Del mismo modo me produce desconcierto su repetido sonsonete de no querer leer lo que escriben los escritores de hoy. Yo, como humildísimo escritor desconocido leo lo que él escribe, y los dos somos de hoy. Entiendo el punto de que el tiempo es finito y los libros infinitos y que escoger uno es destruir los otros hundiéndolos en el desprecio, el desconocimiento y el olvido eterno. Y entiendo que es un derecho leer solo lo que escribieron vetustos y modernos e incluso posmodernos, pero creo que es un deber de buen tipo no exhibir un ruidoso desinterés por lo que escriben los hodiernos. Porque, como dije y me repito, en su momento él tuvo su lector, y lo tuvo bien merecido. Son muchos los buenos escritores desconocidos y merecen si no el socorro de los notorios, por lo menos que no se los ignore y se fomente su conocimiento.
Entre 1981 y 2010, el período comprendido por estos textos, repito, no vi el nombre de Filloy. Puede ser cuestión de gustos. Puede ser. Pero es un olvido notorio.
No quiero seguir extendiéndome. Terminé de leer el libro y sentí un ligero escozor porque me reveló mi profundo desconocimiento. Folios y folios fueron convenciéndome del pobre nivel de mi intelecto que no me permite comprender un buen número de conceptos que se proponen como evidentes, supuestos que no consigo deglutir por mucho que me lo propongo. Es lo mismo que me sucede con los textos filosóficos, pero eso no se lo imputo.