Sebastián Trujillo pervierte la ciencia ficción con su particular estilo en este cuento ilustrado por Tano Rios Coronelli.
Allí estaba aquel tipo, en la cama, observando a una araña tejer espirales cerca de la luz del techo. En los labios aún conservaba la colilla del cigarrillo que acababa de fumar.
Tres. Cuatro o cinco años. Quizás la vida entera desde que se arrastró como una iguana en mitad de la redacción del periódico. Había gritado que era el último día del mundo. Lloraba. Reía el director. Algunos colegas vomitaban o corrían para extraer el alfiler pinchándole el cráneo. “Lo siento. En mi carne la oscuridad retrata imágenes. Como si fuera plastilina, dibuja sonrisas y movimientos tan extraños e incomprensibles”. Dijo cuando cesó su tormenta. Le pidieron que buscara ayuda. Que se largara para siempre. “Sí”, contestó a lo segundo.
Destrozó la telaraña con una navaja. Escupió la colilla. Tenía el jean roto, negro de cenizas. El torso descubierto. Las costillas a punto de perforarle la piel. Se cubrió la cara con las viejas gafas polarizadas. Después acomodó la argolla que colgaba de su oreja izquierda.
Puso el carro en marcha. Pero no pudo recorrer completamente el camino. El motor de aquella chatarra estalló. Solo consiguió avanzar una cuadra. Las chispas se convirtieron en llamas y rápidamente arrasaron con el auto.
Era ruinas el paisaje. Hierro derretido. Fábricas abandonadas. Esqueletos de animales y gente diseminados en el terreno agrietado, cubierto de polvo. Como el fin. Como el desplome de la cruel y borracha naturaleza. El color del ambiente alternaba entre plateado y el aspecto oxidado de las alcantarillas.
Pensó en ese instante si algo más le quedaba a la Tierra. Cayeron del cielo objetos desconocidos. Aunque algo de la rara lluvia le trajo el recuerdo de los relojes y la champaña. Evitando ser aplastado por el firmamento, decidió meter medio cuerpo en un río que parecía una alfombra mágica. Resultaba increíble que todavía intentara sobrevivir. Todo le superaba. La vida y la muerte.
Un monitor de computadora tenía piernas de mujer. Mostraba y decía con voz de máquina:
ERROR. AÑO 1993.
SISTEMA EN ESTADO DE RESTAURACIÓN.
LUCIFER HA MUERTO.
AÑO 3000.
28 NOVIEMBRE.
2020.
UN MILLÓN DE AÑOS. CUALQUIER TEMPORADA. THE END.
Arboles sin hojas brotaron del suelo. Luego el suelo se hizo agua. Él no se hundía en la profundidad. De manera que empezó a bailar. Su sombra, moviéndose de un modo interesante, se proyectó en la superficie del rarísimo mar sin olas, de acuarela. Parecía el alma en estado de perfección. Un león del Atlas resucitado le miró a los ojos. Manso. No rugía. Solo cantaba como un hermoso pájaro de neón. Aquel tipo explotó. Y el humo que dejó daba la impresión de ser la esencia que ocultan las estrellas.