Compartimos éste claustrofóbico cuento de Orlando Espósito, ilustrado por José Bejarano.
Vuelvo de un lugar que no existe. Un lugar vacío de tiempo y espacio, vacío de nada. Un lugar que no es, que nunca fue, que no continúa pero sigue sin estar. No hay luz allí. No es allí, allí. No hay luz ni oscuridad. Ahora que estoy volviendo me ciegan destellos de fragmentos de recuerdos, una memoria que es como un desierto de arenas movedizas. ¿Ahora? No hay ahora, ni antes, ni después. Vuelvo. Regreso desde la nada sin haber estado. Si quedan huellas, vestigios, rastros, siento que los pierdo, que se esfuman a pesar de mí.
Me deslizo por un tubo húmedo. Sé que voy hacia abajo pero solo es una sensación; no sé qué me espera ni adónde llegaré. Está oscuro, pegajoso, apoyo las palmas de mis manos y trato de frenar la caída sin resultado. Me rodean el silencio y la oscuridad absolutos. Mis hombros casi rozan una superficie pringosa.
Las paredes del conducto parecen flexibles; cada tanto se angostan o ensanchan. Por momentos me falta el aire. Un engrosamiento traba mis piernas encogidas. Trato de estirarme pero no puedo. Ahora sigo, doy un par de tumbos, una vuelta completa y avanzo de cabeza. Me ahogo, no puedo respirar. Floto sin destino en la oscuridad.
Consigo pasar los brazos y clavo los codos. Todo duele; una de mis piernas está a punto de quebrarse. La rodilla se clava contra una protuberancia. Quiero gritar, abrirme paso hacia la superficie pero no logro discernir dónde es arriba ni dónde es abajo.
Tengo miedo, conozco la muerte y tengo miedo. No quiero repetir esa cancelación de todo, no quiero volver a flotar en la nada sin tiempo ni gravedad, me resisto a permanecer sin nombre, sin memoria, una ausencia en el vacío negro.
Sé que va a venir la putrefacción de la carne, la lenta destrucción del cuerpo, la angustia por el fin inevitable después de un estar sin sentido. Arde la piel por la fricción en el ducto. Logro detener la caída por un momento y llego a retroceder usando un pliegue que, aun siendo gelatinoso, me permite hacer la suficiente fuerza como para ir hacia arriba.
Otra vez en caída. Ya no puedo resistir. Lo peor es eso: el deseo de la derrota, las ganas de entregarse y dejarse caer o nadar hacia la orilla, una cuchilla con el filo de lo inexorable, lo absoluto. Me ahogo. Trato de flotar pero el conducto es tan estrecho que no puedo mover los brazos. Quiero respirar pero un líquido salobre inunda mi garganta, mis pulmones. No quiero morir así.
Intento dar una brazadas pero estoy inmovilizado por la estrechez del tubo. Sumido en la negrura, envuelto por ese manto viscoso, grasiento, tengo ganas de abandonarme. Dejar de luchar, abandonar ese forcejeo que no sirve para nada, ahogarme de una buena vez en esa negritud densa y salina, darme por vencido y entregar lo que me queda.
Una luz blanca hiere mis pupilas. Estoy perdido. Trato de gritar. Expulso del fondo de mi garganta ese líquido denso y salobre, tomo aire y grito. Grito hasta que me arde la garganta, hasta que los pulmones están a punto de reventar. Estoy de vuelta.