“Ruido de Fondo”, o de las coincidencias inexplicables

Sobre White Noise, la película de Noah Baumbach, el libro de DeLillo y los derrames tóxicos, tanto el de Ohio como el de Ituzaingó. Escribe María Lublin. Ilustra Javier Ranieri.

No hace mucho tiempo, y a causa de eventos que se fueron encadenando sin que yo fuera consciente de ello, me llamó la atención una película que se exhibe en Netflix, y que su director Noah Baumbach tituló “White Noise”, traducida como “Ruido de Fondo”; aunque para mí “Ruido Blanco”, que sería la traducción literal, se ajusta más a lo que el film muestra.

Los eventos que me llevaron hasta el sillón, al control remoto y la película, se sucedieron casi como si un algoritmo propio de mi cerebro lo hubiera guiado hasta ese momento. Pero antes de relatar la cadena de acontecimientos que culminaron en Ituzaingó, Provincia de Buenos Aires, a más de mil quinientos kilómetros de distancia de mi lugar de residencia, aclararé que vivo entre las montañas del sur de la Patagonia Argentina, rodeada de bosques en los que de las lengas y los ñires (árboles típicos de esta zona geográfica), penden líquenes color verde pálido, que—según afirman los expertos— indican la calidad purísima del aire.

Mi intención, entonces, es indagar hasta qué punto las coincidencias son tales, es decir si existen casualidades o causalidades (como se preguntó Jung en su momento, concluyendo por lo segundo, que acabó denominando “sincronicidad”) y encontrarles un significado.

La cadena de pequeños hechos debe haber comenzado mucho antes, pero desde donde recuerdo, se desarrolló de esta forma:

En el comienzo de este año, estaba terminando de corregir un libro de cuentos propio, y en las pausas leía relatos de diferentes autores, lo que provocaba que inevitablemente hiciera comparaciones con mi propia escritura, infligiéndome pequeños daños en mi autoestima  que dejaron, no obstante no llegar a ser shocks, ciertas cicatrices dolorosas; hasta que saltando de un autor a otro, llegué a Foster Wallace y su libro “Extinción”, y en ese momento me convencí por completo de que nunca podría escribir un relato como él lo hacía. Abandoné entonces la corrección y me aboqué a tomar clases con Wallace (post mortem, porque mi admirado escritor se suicidó hace años). Miré entrevistas en You Tube, leí un compilado de las mejores entrevistas que se le hicieron, indagué qué autores lo habían influido, qué le gustaba comer, por qué jugaba tan bien al tenis, etc. Descubrí así, que había dos escritores a los que él admiraba profundamente: Thomas Pynchon y Don Delillo. Fui por ellos, y leí “La Subasta del lote 49” del primero y “Cero K” del segundo. Pude darme cuenta de que para comprenderlos cabalmente, era necesario haber vivido en la cultura norteamericana, cuestión que no me sucedió con el propio Foster Wallace, cuya literatura parece tener el don universal de transmitir una ironía amarga, un sarcasmo cruel e inocente a la vez que nos sumerge de lleno en “el modo de sentir norteamericano”.

No obstante, no me di por vencida con sus maestros y seguí leyendo, tratando de entender las sutilezas, alusiones y metáforas.

Una noche, decidida a poner mi mente en blanco me senté frente a la TV a buscar una película en el canal de Netflix.

La primera que la plataforma me ofreció, fue “White Noise”, basada en la novela “1985” de DonDelillo. Decidí verla por varios motivos:

1.- Me encantan las coincidencias, tienen algo de mágico.

2.- He aprendido que un buen director puede “traducirme” en imágenes más comprensibles las atmósferas de un libro que quizá no alcance a interpretar del todo. (Digresión: como me sucedió con el monólogo de Molly Bloom, de James Joyce, cuya falta de puntuación me irritó al punto de revolear el texto, hasta que encontré una obra de teatro de José Sanchis Sinisterra, basada en él y maravillosamente interpretada por Magüi Mira y se me aclaró todo y la disfruté tanto que la vi cuatro veces)

3.- No tenía nada más interesante que hacer.

Así fue entonces que me sumergí en el extraño mundo de la película: los miedos y las paranoias, los conflictos de una familia ensamblada, los secretos, las traiciones, las venganzas. Una mezcla de drama familiar y policial, un poco surrealista y otro poco apocalíptico, en un cóctel que me llevó a entender qué es el Ruido de Fondo. (Aunque para mí es el Ruido Blanco: ese que permite dormir sin interrupciones, tal como el de un ventilador, una máquina que produzca un ronroneo constante, o una lista de reproducción de Spotify de sonidos bineurales). Porque eso es lo que vi en la película, más allá de la trama, del absurdo de algunas situaciones: estamos tan permeables a las “sugerencias” de los medios que, salvo en los aislados casos en los que no hay acceso a ellos, irremediablemente sucumbimos y nos duermen.

Entusiasmada por las implicancias, le sugerí la película a un amigo: ya la había visto y no lo convenció demasiado (en favor de su director, digamos que tomó una novela considerada intraducible al cine), y para mí lo hizo muy bien, pero respeto las opiniones ajenas en cuanto de gustos se trata. A los pocos días, recibí de él un video de You Tube y una recomendación que circulaba insistentemente por whatsapp: En Ituzaingó se había producido un derrame de productos tóxicos: una nube potencialmente peligrosa se cernía sobre la población del Oeste del Gran Buenos Aires, tal como en la película sucedía en el Medio oeste de EEUU. El gobierno instaba a la población a quedarse en sus casas y colocar trapos mojados en puertas y ventanas.

—No puede ser una coincidencia, le respondí a su mensaje.

—Y… al menos una relación —me contestó, enigmático.

No hizo falta que me pidiera que escriba algo sobre esto. Me conoce lo suficiente como para saber que el daño ya estaba hecho: no me quedaba otra que ponerme a pensar. Y eso es lo que he intentado en esta nota, que no es una reseña ni mucho menos de la película, sino un intento de indagación de causas y azares, como diría Silvio Rodríguez en su hermosa canción.

¿Y qué he concluido divagando de este modo?: Que terminamos asumiendo los miedos que nos dicen que tenemos que tener, dándoles la razón a teorías que— a poco de pensar— son descabelladas, y entonces las preguntas que me resultan fundamentales son:

¿Aún existen la verdad y la mentira y ya no somos capaces de distinguirlas? ¿Estamos durmiendo el sueño de la posverdad acunados por el Ruido Blanco?

Escribe María Lublin

Expuso desde el 2000 en muestras individuales y colectivas: en Galería Espacio 10 (Palermo, CABA), en el Primer Salón Nacional de Artes Visuales (Cipolletti, Río Negro), en la UFLO (Universidad de Flores) y en el Museum of the Americas, para el ciclo The South in the South Arte Argentino en EE. UU. (Florida, Miami-USA a través de la curadora Beatriz Zucaro, directora de Loft Espacio Alfa Fine Art (CABA). También ganó la “Perla de Mar” en el ciclo Arte Contemporáneo del Museo del Hombre del Puerto de Mar del Plata.

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