¿Cómo afecta a una cultura y a un ambiente la presencia de un inmigrante? ¿Cuándo se configura lo autóctono? En el año 1831, el francés Alexis de Tocqueville viajaba a Norteamérica para entender estos fenómenos, para entrar en contacto con lo salvaje y con el espíritu predatorio de lo que él entendía ya como una nueva raza. Compartimos una lectura del libro Quince días en las soledades americanas de Alexis de Tocqueville. Escribe e ilustra Lucas Iranzi.
Alexis de Tocqueville fue un aristócrata francés que en 1831 viajó a Norteamérica con la intención de realizar un estudio sobre el sistema penitenciario norteamericano. En dos años se le revelaron novedosos y profundos intereses. En Quince días en las soledades americanas atestigua el avance de una civilización por sobre otra forma de entender el mundo:
-¿Y qué ha pasado con los indios? (…) se deshacen día a día como la nieve bajo los rayos del sol.
Los indios que describe Tocqueville en este libro están corrompidos por los vicios europeos. No los matan con las armas sino con alcohol e indiferencia.
“Los verdaderos dueños de este continente son aquéllos que saben sacar partido de sus riquezas” dice un norteamericano antes de entrar a la Iglesia a escuchar que todos los hombres son hermanos.
En lugar de un árido lupanar de rústicas perversiones, Tocqueville se encontró con las viejas y conocidas ambiciones del conquistador. Las libertades insospechadas perimidas por el antiguo anhelo de progreso individual.
El autor nos aclara lo que esperaba encontrar en su viaje: “… un país poblado de manera incompleta y parcial, como Norteamérica, sin duda presentaría todas las condiciones de existencia y ofrecería la imagen de la sociedad de todas las épocas. Así, en mi imaginación, Norteamérica era el único país en el que se hubiera podido seguir paso a paso todas las transformaciones a las que el estado social somete al hombre, y donde era excepcionalmente posible percibir dicho proceso, como una vasta cadena que descendiera de eslabón en eslabón, desde el opulento patricio de las ciudades hasta el salvaje del desierto. Allí, en suma, esperaba encontrar, contenida en unos pocos grados de longitud, toda la historia de la humanidad.”
Su fantasía es perecedera: se decepciona al encontrar, en todos los estratos, rastros de una civilización que él conoce muy bien. Para abarcar las pequeñas diferencias que construirán un nuevo personaje predatorio y comprehensivo, Tocqueville construye una figura que es la del Pionero. El Pionero ya no es un inmigrante. La diferencia queda zanjada en su espíritu, los “europeos” tienden a ser citadinos conformistas, en cambio “el verdadero norteamericano”, el pionero, se adentra en lo salvaje impulsado por su ambición.
Tocqueville profundiza: el pionero vive solo en su casa, con su familia. Una ambición desmedida lo trajo a las soledades norteamericanas y, en su fuero interno, probablemente entienda a su familia como una extensión de su persona: los sentimientos se han confundido en un profundo egoísmo. Hasta su hospitalidad, según Tocqueville, es algo tan razonado como un deber que despierta desconfianza. Concluye: “Este hombre desconocido es el representante de una raza a la que pertenece el porvenir del nuevo mundo; raza inquieta, razonadora y arriesgada que ejecuta fríamente aquello que sólo puede ser explicado por el ardor de la pasión; raza que de todo hace un negocio, sin exceptuar la moral y la religión.”
La generalización en la que incurre Tocqueville al tratar de definir al pionero no está exenta de contradicciones. Algunos ejemplares con los que quisiera confirmar sus teorías le contestan, sobre los indios: “prefiero dormir entre ellos que entre los blancos”.
Un oso atado a una cadena cual mascota, llamado Trinc, le devuelve el color al entramado que Tocqueville pretende configurar en su pionero. Su pionero, frío, tenaz, argumentador despiadado (que) toma de la vida salvaje todo cuanto pueda arrebatarle. Lucha sin cesar contra ella; la despoja cada día de sus atributos.
Mientras, en contraposición, el inmigrante es quien“…Fue arrancado a sus tranquilas costumbres; su imaginación fue conmovida por cuadros novedosos; se ha transplantado bajo otro cielo”.
Ya sabemos: la luz de la civilización quemará matices hasta derruir la tierra bajo los pies.
El libro avanza hacia la definición de un hombre de las soledades (ya sea indio como europeo) conformista en su plácida convivencia con lo natural, en contraposición a un pionero que deviene norteamericano modificando el entorno para imponer una comodidad ulterior, una comodidad revestida de historia: construcción y reconstrucción.
El salvaje mira al hombre civilizado desestimando sus empresas como si fueran un juego de niños, lo ve como un animal construyendo su nido con exagerada vehemencia. Inmigrante y salvaje duermen donde los encuentra la noche. El pionero crea su propio techo, su propia oscuridad.
Un goce melancólico ilumina la travesía, el autor se considera afortunado, camina a merced de una naturaleza intempestiva y finita. Incluso corre, aguijoneado por feroces mosquitos que lo asedian, manteniéndolo despierto.
El norteamericano como animal predatorio no fallará, Tocqueville asume con resquemores su superioridad práctica. Temor, nostalgia y contemplación inundan una narración que parece fallar dadas sus nociones fundamentales. Se trata de un hombre civilizado tratando de comprender en tiempo real. Presa de prejuicios, al comienzo, sólo ve reflejos esquivos de su propia cultura. Al recorrer lo indómito distingue las disonancias, los orgullos individuales, la precisión práctica y la ambición; construye una figura formada por una nube de creencias disímiles al amparo de una ambición en común.
El relato culmina el 29 de julio de 1831, a un año de la revolución francesa del 30: una revolución que trajo de nuevo una Constitución que reconocía la soberanía nacional. En el libro esos sucesos se opacan ante una naturaleza silenciosa, de soledades absolutas.
Ésta última alusión prefigura lo que al poco tiempo el autor explorará y desarrollará en profundidad en su libro «Democracia en América».