Tanguez

Dibujo: María Lublin

Un cuento de Juan Estevez sobre el paño verde, la tiza, el taco y un hombre llamado Pocho Malhombre. 

Pocho Malhombre, cuando sus manos sostenían un taco y jugaba al casín o a la carambola, deslumbraba a partidarios y contras.

Si a Pocho le venía el trance inconsciente, encontraba el punto exacto a golpear para que la bola, impulsada con la ciencia bruja que las noches moldearon en su pulso, recorriera los más románticos trazos hasta llegar al destino. Poesía en el paño verde escrita con la tiza azul de la punta de los tacos en esas esferas de andar, entonces sí, estilizado.

El Tuerto Blas no lo soportaba.

Buen jugador el Tuerto, tanto que nadie lo había semblanteado tan bien como para sospechar siquiera que la antorcha del mítico brillo de su único ojo orgánico y disponible para el uso, flameaba con el viento tormentoso del disgusto de tener de rival a ese hombre.

Pocho Malhombre era lo que él nunca fue y menos sería: alguien respetado y querido. Más aún: Pocho Malhombre era temido.

Él en cambio no pasó de ser un desgraciado toda su vida en la que buscaba compensar su falta de visión en el otro ojo, el que llevaba de adorno con aquella mirada tan intensa como inerte.

No se permitía errar. Donde pusiera el ojo debía poner la bola, porque para eso el Tuerto Blas también era jugador de casín desde gurí chico, un moquiento que se arrimaba a los billares a ver y registrar con su único ojo dónde finalmente asestaba la suela de la punta del taco, qué efecto le daba el jugador observado, qué fuerza le daba al impulso del taco.

Nadie sospechó de él, ¡cómo iban a sospechar!, si era un gurí con un ojo tapado por un parche que hacía mandados a cambio de la buena voluntad y la suerte del que se lo había encargado.

Su ojo hábil comenzó a adquirir el brillo de los brillantes y el otro que ganó en una tenida del mejor de cinco en carambolas a tres bandas al Tuerto Camino no le fue en menos. Esa fue su desgracia.

Resultó crecer siendo un afamado «taco» de su ciudad y a nadie se le escapó jamás el brillo intenso de sus ojos. Llegó a confundir a descuidados bajando el párpado del hábil y levantando el otro, el del ojo de vidrio. En búsqueda de certezas y aumentada la aureola de misterioso fenómeno, de lejos viajaban jugadores que llegaban a coparle la parada. En esas ocasiones, ni los más acérrimos rivales locales iban a aprovechar para apostar en su contra.

Mucho menos Pocho Malhombre.

Sólo cuando ya no quedaba forastero con plata en la faltriquera, cuando ya los visitantes se habían ido para no confraternizar desde la derrota, Pocho apretaba el taco que había dejado el último adversario del Tuerto.

La batalla estaba decretada.

Únicamente Pocho Malhombre era capaz de ofrecerle en cada nuevo enfrentamiento una ventaja más que la anterior. Sabía el Tuerto que iba a perder y que debía aceptar sin vueltas; con circunstanciales sonrisas, inclusive, dado el público presente propenso a dar escarnio a los cobardes.

Sudaba.

Perdía, no por temeroso ni porque su juego fuera de baja calidad. Por el contrario, cada batida en esa esgrima de floretes de madera le significaba al ciclópeo perdidoso un avance en la calidad de su juego.

Pero Pocho era imbatible.

Lo confirmó aquella noche cuando, después de dar varias vueltas fumando frenéticamente y largando lejos el humo para no enceguecer el ojo de ver, emprendió el camino al boliche.

Antes había apuñalado a Pocho del lado del hígado y, sin conmiseración ni agallas, lo había dejado caer sin ver dónde porque huyó sin correr, sin mirar atrás.

Entró al boliche. Avanzó unos pasos y reculó suavemente. Todos los pares de ojos de alrededor lo miraban. Había brillos en los cabos de los facones que curiosamente comenzaron a asomar como resplandecientes soles oro y plata, por debajo de los sacos. Brillaban también los lugares de roce en el metal opaco de los revólveres mostrados como cuervos de picos atrapados por los cinturones.

Se dio cuenta que iba a tener el último gesto de su vida, que enseguida iba a matarse para ser un hombre que tenía lo que tenía que tener. Estiró la mano para elegir entre varios bufosos que aletearon pendiendo de los dedos índice y pulgar de unos cuantos parroquianos.

Se mató sin gritar, sin gemir, hasta sonrió cuando se puso el cañón en la boca. Esa sonrisa fue el instante más mágico que nunca había vivido. Condensó allí las densas historias que conformaban su vida para ver en una sola, clara, veloz secuencia, sus cuarenta y nueve años. La sonrisa que tuvo ya desde antes de separar los dientes sin perder la distancia entre las comisuras de los labios, para recibir, sonriente, a la muerte, que entraría con la prisa de una bala que terminaría reventada en la araña del viejo boliche del barrio.

Si alguien más debía morir mejor que fuera él. Así lo determinó en acto reflejo porque había vivido lo suficiente entre gente de códigos. Por eso la sonrisa fue otra cuando fue repintada con el delineador de su paz interior.

Su sentido del honor cumplido.

Había reculado instintivamente al ver el cuerpo de Pocho tendido boca arriba en la mesa de casín, como un lampiño Cristo de la bohemia, de brazos y ojos abiertos.

En el cuenco de la mano izquierda, la tiza que siempre llevaba en su mano azulada.

En el hueco de la tiza, un trofeo: su ojo de vidrio lagrimeando la sangre del muerto sobre el taco que minutos antes fuera improvisado bastón.

Escribe Juan Estévez

Nació cuando Jim Morrison cumplía 13 años y cuando el cumplía 14 mataron a JoHn Lennon. Leyó historietas y se cagó de frío en la infancia pero lo supo cuando en la secundaria le regalaron un gabán. Se escapó de su casa a los 15 y les escribía a sus amigos. A veces a su madre. Creció, se casó, fue padre de tres varones, comenzó el periodismo por error y no paró de escribir. Editó semanarios, revistas (una cultural y otra de humor), tres libros que vendió en su ciudad (Mercedes). En 2016 le otorgaron el Premio Nacional de Literatura de Uruguay por su primer y única novela hasta entonces: Entusiasmo Sublime. Ahora despunta el vicio de hacer literatura periodística, prepara otra novela y está regresando a las rutas luego de cinco años de convalecencia por un accidente.

Para continuar...

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