Un cuento de Sebastián Trujillo sobre una noche de barro y luna. Ilustra Cindel García.
Buscaba a su nena como vagabundo. Estaba desesperado por la ausencia. Durante los últimos años alucinó con su existencia alrededor. Aquella noche fumaba en el balcón mientras pensaba en la incapacidad de acostumbrarse a las escenas de la vida. La arquitectura de la ciudad proyectaba sombras iguales en el horizonte mojado, regado de hojas muertas.
Arrojó las cenizas al vacío. Ansioso, agarró una cerveza del refrigerador, una maleta cargada de libros, música, escritos, fotos en blanco y negro; y caminó por las aceras donde alguna vez ella anduvo. Una luz de neón brillaba a través de una ventana abierta. Se escucharon ecos de melodías de piano junto a risas ebrias.
Eran las dos de la madrugada. Entró en un prostíbulo. Una puta, de dientes rotos, se sentó al lado. Borracha, empezó a llorar como si estuviera muy hambrienta adentro del corazón. Él se largó. Cabreado con el tiempo. Sintiendo el alcohol calentándole las sienes reflexionó si las lágrimas o la dentadura de la horrible mujer serían similares a las de su nena.
Por soledad, quizás, tuvo la sensación de que algo absolutamente abstracto iba tras sus pasos. Hundió las huellas en el lodo. Resbaló y se revolcó en el piso del mundo. Una luna amarilla, tenebrosa y llena de cráteres flotaba encima.
Porque era pintor decidió encontrarla. De manera que de regreso preparó el lienzo. Pintó una mujer agraciada. Ojos plateados. Como de lince. Nalgas fantásticas. Encendió un porro. Seguía sucio, destilando sangre cerca de la boca. Pero sonrió cuando dos aves negras volaron con sus alas rotas. Brillando bajo los rayos de un sol apenas tibio y naranja que asomaba en un punto que parecía ser el comienzo del firmamento.