La transparencia del verbo en la tradición de la filosofía occidental y cómo encarnarlo en la la diversidad de cuerpos. El aporte de ambigüedad y opacidad de las artes: los casos de la tragedia griega y el cine danés. La tecnología traslúcida y el triunfo de la visibilidad. Ilustra María Lublin.
En el principio fue el verbo –logos– y luego, el verbo se hizo carne. El gran tema del pensamiento antiguo fue el pasaje de la unidad a la pluralidad; de ese verbo único y verdadero a la carne múltiple y vacilante.
Milenios más tarde, el filósofo posmoderno Jacques Derrida denomina a este pensamiento “logofalocentrismo”. El logos es transparente. La palabra del logos clasifica, recorta, define (o lo intenta) sin pérdida.
Gran parte de la filosofía occidental se despliega en el pasaje entre lo Uno del logos y los diferentes cuerpos; y la traducción de los cuerpos sin lenguaje, al lenguaje transparente del logos. La participación platónica y la definición aristotélica por género y especie son ejemplos de ello.
Siglos después, ya en los albores de la modernidad, Descartes leerá esta imposición de transparencia en clave de claridad y distinción; características que deberá ostentar cualquier idea que se precie de verdadera. La ciencia, tenderá a esta absoluta claridad sin resto.
Pero, detrás de este pensamiento hegemónico de los grandes filósofos, se asoma, perturbadora, otra concepción del mundo, a saber, la de la tragedia.
Ambigua y esquiva, la palabra de la tragedia es toda enigma. Y es esta ambigüedad la que permite la proliferación del sentido.
La ambigüedad y la vaguedad de los lenguajes naturales producen pérdida. La tragedia da cuenta de ello. Edipo, por poner un ejemplo harto célebre, malinterpreta el oráculo, y de pronto sobreviene la pérdida: el padre asesinado, la madre -demasiado- amada, la ceguera y los hijos del incesto que heredarán la tragedia como una peste. Sin embargo, la malinterpretación no es un error, ni una falla que puede ser eliminada mediante una traslación correcta; es, antes bien, el nudo gordiano y medular de la cuestión.
No hay forma de generar una única interpretación verdadera. Y esto es así porque la palabra propiciada por el oráculo de Delfos y la esfinge consiste en un enigma.
Y el enigma no clasifica, no recorta, ni subsume la realidad. Por el contrario, conecta desde la ambigüedad. La palabra distribuye los destinos siempre corpóreos; y, a su vez, la humanidad se halla a tientas, en esa encrucijada abierta por el enigma.
Uno de los filmes contemporáneos que traduce esta tensión entre la palabra del logos transparente y la opacidad de la existencia es Anticristo de Lars Von Trier. Todo en esta película es visceral y se halla envuelto en una atmósfera siniestra que prefigura un desenlace fatal. Tiene los elementos de la tragedia: la muerte de un inocente, la claustrofobia, los lazos de una familia descompuesta y en pleno proceso de putrefacción.
La palabra logocéntrica del protagonista masculino, tan clara y distinta, funciona con precisión de escalpelo para diseccionar las distintas partes de la psiquis, con el objetivo de ver a través de ellas.
El protagonista es un terapeuta que rompe con toda ética profesional al psicoanalizar a su esposa luego de la pérdida del hijo en común. Con el correr del filme, se va exponiendo la raíz normalizadora detrás de la intención benévola. Ese logos ahora intenta codificar el dolor y la pérdida como patologías.
Pero, nuevamente desde las profundidades, penetra la tragedia más feroz. La mujer ━y lo femenino en su totalidad, para Von Trier━, comienza a desplegarse ante los ojos asombrados del protagonista y de los espectadores.
Heráclito de Éfeso, hacia el siglo VI A.C., hablaba de una especie de equilibrio tensionado entre opuestos. La ruptura de ese equilibrio expone la guerra que se ocultaba tras una fachada de calma, Por ejemplo, observamos una cuerda fina, estirada, sumamente tensionada; si la cortaramos, quedaría dividida en dos partes que irían a ubicarse súbitamente en uno de los dos extremos, mostrando que ambas terminaciones generan una presión tan imperceptible como implacable.
La tragedia funciona como esa cuerda en el momento del corte, todo en ella es un equilibrio entre transparencias y opacidades, pero el equilibrio es tan frágil que cualquier nimio movimiento en las piezas quiebra la armonía total.
Poco después de Heráclito y de la explosión de la filosofía clásica y de la tragedia ática, el pathos griego, pare una nueva casta de pensadores. En una Stoa[1] del ágora ateniense, aparecen los estoicos, unos filósofos que osan poner en cuestión la lógica aristotélica y, con ello, enrevesan todo lo conocido.
El mundo para el estoicismo es como un gran animal en cuyas entrañas se retuerce la existencia toda. Cíclicamente destruido y reconstruido de entre sus restos, por medio de un proceso que se dio en llamar Ekpirosis o gran conflagración universal.
Con el estoicismo, el logos puro y diáfano de los filósofos deviene algo más opaco. Alejado ya del lenguaje, constituye la medida que ordena y organiza los cambios cíclicos que se dan en el cuerpo del mundo. Y si tenemos en cuenta que los estoicos defendieron la teoría del eterno retorno, podemos rastrear en este logos la herencia de la fatalidad trágica.
El lenguaje como se lo conoció hasta ese momento cambia, o mejor dicho, se quiebra. Para la filosofía estoica hay dos clases de palabras: por un lado, los sustantivos y adjetivos que nombran a los cuerpos y son corporales en sí mismos. Por otro lado, aparecen los expresables, partículas del lenguaje que son en su mayoría verbos.
Así, el lenguaje, objeto de la lógica estoica, se separa del mundo, para conformar el ámbito de los incorporales; aquellos efectos o productos de los cuerpos.
El verbo ya no está en la carne. El acto de cortar, por ejemplo, no se encuentra ni en el cuchillo ni en el cuerpo herido del que sólo puede predicarse el participio adjetivado “cortado”. En la realidad más profunda todo ocurre como si partículas del metal del cuchillo se introdujeran y entremezclaran con las partículas de algún cuerpo lacerado. El “cortar” no agrega ni quita nada al cuchillo, pero tampoco a la carne palpitante que se rasga ante su filo. El verbo “cortar” se libera.
Así, el platonismo se invierte y ahora son los cuerpos los que producen la dimensión pura, insípida y transparente de las ideas. Sin embargo, esas ideas nunca normalizarán el mundo gobernado por el logos de las profundidades.
Pero esa especie de revuelta del estoicismo con su logos corpóreo fue acaso un fenómeno breve en la Historia del pensamiento occidental. Y el otro logos, el que clasifica y normaliza, terminó por imponerse.
En la actualidad, la tensión entre claridad y opacidad parece romperse, de manera que el mandato de visibilidad y transparencia lo colma todo.
Las nuevas tecnologías erigen la información y la comunicación como piedra fundamental de la subjetividad., infinidad de aplicaciones para volvernos transparentes a otros sujetos, devenidos usuarios. Un mundo en que “todos quieren contar sus secretos hasta vaciarse de roña. Purgarse para estar limpios, inodoros e invisibles como pura información. En el capitalismo afectivo la transparencia es un ideal al que se debe aspirar: comunicarlo todo” (J. P. Zooey, 2017: 32).
Todo sucede como si nada quedase del mundo más que una epidermis traslúcida. De pronto, la intimidad se vuelve lo más execrable para ese ojo de Sauron de la tecnología que todo lo ve. Y así llegamos, en la exacerbación de la transparencia, a este presente donde todos no sólo somos visibles ad nauseam, sino que también pugnamos por serlo con todas nuestras fuerzas.
BIBLIOGRAFÍA
J.P. Zooey. (2017). Sol artificial, Buenos Aires, Paradiso.
[1] Pórtico o galería de columnas que se encontraba en la entrada de los templos griegos.
Interesantísimo estudio. Los griegos inventaron el logos, el logos filosófico, el lenguaje despegó de la carne, de lo inmediato, con el logos. El lenguaje de los romanos del siglo I antes de nuestra era no tenía incorporado términos que se elevaran de su practicidad, su organización, sus legiones. Por ello el poeta Lucrecio (S I ane) debió tomar prestado de sus vecinos los griegos palabras referidas al pensamiento filosófico, en su libro De rerum natura.