Tinieblas para leer

Con una narrativa lacrimógena Tomás Eloy Martínez supo contar como nadie el dolor de los comunes. Desde Hiroshima hasta New Jersey cargó con obsesiones tan argentinas como sus fantasmas y su pluma frenética soltó una de las obras más grandes de la literatura latinoamericana: Santa Evita. Ilustración de Tano Rios Coronelli.

Con la persistencia del periodista y una letra minúscula, Tomás Eloy Martínez bocetó un itinerario y con ayuda de la Enciclopedia Británica escribió los nombres de un recorrido al otro lado del mundo. El director lo miró espeluznado cuando pidió un viático monstruoso pero necesario y, de alguna manera que el cronista nunca pudo explicarse del todo, accedió a financiar ese proyecto alocado. TEM, que tenía más imaginación que bolsillo cuando trabajaba en Primera Plana, proponía visitar Hiroshima y Nagasaki veinte años después de las bombas atómicas. En Japón pasaría casi dos meses y algunas penurias y escucharía historias terribles de víctimas de la radiación que ya no creían en nada más allá del horror.

Las palabras de esos japoneses abandonados a su suerte acompañaron a TEM durante toda su vida, y se volcaron en forma de textos en el diario y en recopilaciones posteriores. También lo siguieron de cerca los desarraigos del exilio y los vaivenes políticos, y una obsesión por entender el peronismo y el derrotero de su figura inmanente que perfeccionaría su estilo literario, lindante entre la crónica dura y la ficcionalización de la realidad que es, al fin y al cabo, la única manera posible de entender el realismo trágico de Argentina.

El primer acercamiento hacia el cadáver de Eva Perón lo tuvo en un sueño en 1963. En ese momento paladeó un cuento furtivo que quedó inconcluso y que llevaba como título Tinieblas para mirar. Ocho años más tarde una fuente militar le confesó que el cuerpo estaba enterrado en Milán con un nombre falso y en ese momento entendió que su destino era contar esa historia. El trabajo terminó en 1995 con la novela documentada Santa Evita, que es, también, la obra argentina más traducida, editada y vendida de la historia, con un comienzo lacerante, heredero del nuevo periodismo: “Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir. Se le habían disipado ya las atroces punzadas en el vientre y el cuerpo estaba de nuevo limpio, a solas consigo mismo, en una beatitud sin tiempo y sin lugar. Sólo la idea de la muerte no le dejaba de doler. Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura, el vacío, la soledad del otro lado: el cuerpo huyendo como un caballo al galope”.

Santa Evita posicionó al autor como una de las voces narrativas indispensables de su país pero su obra y sus vivencias eran vastas. Una década antes había publicado La novela de Perón, una antología basada en un póker de entrevistas que le hizo TEM al ex presidente en Puerta de Hierro en los setenta en las que recorrió toda su biografía, incluyendo pasajes desconocidos en ese momento como su origen humilde en Lobos y su formación militar en la Italia de Benito Mussolini. Durante esos encuentros conoció a José López Rega, el secretario privado de Perón en España y quien sería el encargado, años después, de darle el ultimátum que lo empujó al exilio para escapar de la Triple A.

El destierro fue uno de sus dolores más profundos. Con lo puesto se refugió en Venezuela, en donde fundó El Diario de Caracas, un medio gráfico progresista que tenía como buque insignia sus columnas de opinión. En esa época el país presidido por Carlos Andrés Pérez llegó a ser el único de Sudamérica que conservó su ordenamiento democrático y por ello era, junto a México, el primer paso de todo exiliado argentino. No obstante, el recurrente pensamiento de que nunca podría regresar a Argentina carcomía las entrañas de TEM y alimentaba la fogata de su obra. Curiosamente, el periodista y escritor que logró documentar sin tapujos los años de plomo de su patria, las tragedias de la guerra y los lugares comunes de la muerte, sólo logró plasmar el sufrimiento del ostracismo en Purgatorio, su última novela. Allí imagina el reencuentro postergado entre un hombre desaparecido y su mujer exiliada, que sigue viendo a su compañero con la misma fisionomía del instante de su desaparición en un anacronismo fuera de lugar, a miles de kilómetros de Argentina.

Durante su estadía venezolana TEM, además, escribió muchos cuentos que no fueron publicados hasta después de su muerte, con una nota posliminar que corporiza su pesar y empuja una vocación catártica: “Escribí varios de los breves textos que siguen en una casa de Campo Claro, en Caracas, entre 1979 y 1982. En esos años, empecé a temer que jamás podría volver a mi país y el exilio se me tornó intolerable. Me sentía atrapado dentro de un ser que no era el mío, en casas y paisajes fugaces donde nada perduraba. De esas confusiones, nacieron algunos de estos ejercicios narrativos, que también aspiraban a la fugacidad. Me parecían entonces meteoritos desprendidos de un planeta en ruinas, aunque nunca supe qué significaban ni cuál era el planeta. Treinta años después, sigo sin saberlo. Hace ya mucho que quiero alejarme de ellos y no encuentro otro modo que dejarlos caer aquí, en tiempos y lugares en los que todo les es ajeno pero en los que conservan al menos su condición original de fragmentos desorientados”.

En 1991 logró convencer a su esposa de instalarse en Argentina, pero un tiempo después sus obligaciones académicas lo trasladarían a New Jersey, en donde fue profesor en la Universidad Rutgers. En Estados Unidos compró una típica casa americana en Highland Park y el cronista que atravesó mil mudanzas y otros tantos países en convulsión de repente encontró sosiego en un monótono barrio en el que las cosas y las personas se sucedían infinitamente como en Truman Show. Fueron épocas felices hasta que en 2000 un accidente de tránsito provocó la muerte de Susana Rotker, la crítica literaria venezolana que fue su pareja desde los tiempos del exilio. En una decisión muy personal la despidió en su columna de La Nación cumpliendo una máxima de Rodolfo Walsh, la de ser fiel al compromiso de brindar testimonio en los momentos difíciles.

En sus últimos años recibió las distinciones más calurosas. Fueron reeditadas sus obras, entre ellas la imprescindible La pasión según Trelew, fue miembro de número de la Academia Nacional de Periodismo y ganó el Premio Alfaguara de Novela con El vuelo de la reina. También se rescató parte de su biografía sobre la que se sabía poco, especialmente su participación como director periodístico de Telenoche y sus guiones de cine en primitivos tiempos de vacas flacas. TEM, que fue además un gran titulador, siguió escribiendo hasta el final, incluso cuando el cáncer empezó a jaquear su cuerpo pero extrañamente mantuvo la movilidad de sus dedos lentos que traqueteaban incansablemente el teclado de la computadora portátil. Él nunca le escapó al bulto e incluso fue cronista de su propia enfermedad revisitando los mejores recursos de su pluma, reafirmando algo que repetía asiduamente, que un escritor es aquello que escribe.

Escribe Matías Rodríguez

Matías Rodríguez nació en 1992 en La Plata. Es periodista y abogado y escribió en la revista El Gráfico y en el diario Infobae.

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