Trainspotting 2 o la nostalgia como experiencia colectiva

Viendo la secuela de Trainspotting advertí una paradoja. La fantástica y ultra-viralizada apoteosis: “elige la vida. Elige un empleo. Elige un televisor grande que te cagas. Elige tu futuro…” se encuentra en las dos películas. Sin embargo, entre las dos hay una gran diferencia. En la primera, la elección se proyecta hacia el futuro; en la segunda, se retrae a un mero recuerdo. Así caí en la cuenta de cuan sujetos podemos estar a un sentimiento particular, que merodea sobre todos aquellos que ya hemos vivido lo suficiente como para añorar otros tiempos. Me refiero a la nostalgia. Palabra que etimológicamente significa dolor y regreso. La cuestión es que, mientras veía como Renton y sus amigos trataban de lidiar con esto, me bastó con girar la cabeza para entender que todos los que estábamos ahí, teníamos entre 30 y 40 años y habíamos ido en busca de una respuesta: ¿Habrían podido los muchachos de Edimburgo, de alguna manera, enterrar los años felices? Y si así fuera – nos preguntamos – quizá desesperadamente, ¿cómo lo hicieron?

Días después, y luego de unas cuantas horas muertas de reflexión, concluí en que la pregunta me resultaba inaudita porque probablemente estuviese mal formulada. Como el viejo Descartes, entendí que antes de afrontar la empresa, debía preguntarme si era posible obtener una respuesta. Dudar es una cuestión de método – me repetí hasta el hartazgo – y finalmente creí hallar el error: el problema no es la nostalgia, sino el cómo la afrontamos. Los sentimientos rara vez pueden ser juzgados, quizá por eso el gran bigotudo de Röcken profesaba que la moral de los sentimientos no sirve más que para papel picado. El odio – por mencionar a uno de los más subestimados – es tan necesario que creo firmemente que quien dice no odiar, es porque tiene alma de sacacorchos.

Ilustremos un poco esto: podríamos aducir que la nostalgia es el sentimiento correspondiente al estado anímico de la melancolía. De esta manera, ésta no haría más que incitarnos a un estado de apatía y tristeza que, por llevarlo a un caso extremo, hasta podría inducirnos al suicidio. Pero si en vez de extremarnos en proposiciones non fácticas, intentáramos hallar el punto medio, encontraríamos que la nostalgia puede ser tan solo un peldaño, quizá el más necesario, en la consecución de un bien mayor, a saber: conocernos más a nosotros mismos. En una clase magistral de los años 30´, Heidegger citaba a Novalis y comenzaba su lección gritando a viva voz que la filosofía no es más que una nostalgia. Y no había en semejante afirmación ironía alguna o siquiera una pizca de pesimismo. Trataba de indicarles a sus estudiantes que la filosofía no es (ninguna) ciencia. Que se aprehende mediante una búsqueda que se inicia, justamente, con la nostalgia: el filósofo nunca puede sentirse en casa. El filósofo es un apátrida.

Aclarado el tema, estuve a punto de descansar satisfecho, pero una reseña de la película, en un conocido diario, me devolvió al centro del asunto. Parece ser que al autor de ésta, la secuela le había gustado, pero (conjetura adversa) – no es la original – sentenciaba (como si eso pudiese agregar algo). En fin, yo había creído que todos los que fuimos a ver la película, buscábamos saber como proseguía la historia. Me había equivocado. Lo que buscábamos, en realidad, era encontrarnos otra vez en la misma historia – y digo bien – en la misma / e idéntica / historia: con Renton a sus 20 años, con la Edimburgo-cloaca de los 90s´, con nosotros mismos disfrutando de las novedosas salas de cine Village en plena bonanza menemista. Y me fastidié. Y ya no pude dejar de pensar en cómo podría haber hecho Danny Boyle, para contentarnos a todos en nuestra estúpida e inevitable añoranza de un pasado que nunca termina por-venir.

Fue así que concluí que la nostalgia puede no ser un problema mientras sea la de uno. Pero ¿qué hacemos con la nostalgia del otro? El problema pareció deslizarse hábilmente de la esfera filosófica a la del psicoanálisis. El Otro: pesadilla lacaniana.

Me puse a pensar en frases harto repetidas que referían a la idea de que todo tiempo pasado, justamente por pasado, fue mejor: “Ya no se juega al futbol como se jugaba en nuestra época”, “la juventud de hoy no es la de nuestra generación”, “la misa ricotera era otra cosa” y la cumbre de la nostalgia política – ¿por qué no? – “Peronismo era el de antes”. Y entendí que en cada una de ellas, no solo hay un alto grado de nostalgia, sino que también se vislumbra la acción de borrar con el codo lo que escribimos con la mano. Tal vez exigimos de los que vienen, no tener el tupé de reapropiarse de algo que fue nuestro: la pelota, el Indio, la juventud. Y que al parecer, no podrá ser de nadie más, y acaso, no podrá ser de nadie nunca más.

Todos los que alguna vez caímos en ese patoterismo, solemos invocar un concepto que todavía no tengo del todo claro: la “experiencia”. Oscar Wilde solía decir que ésta no tiene valor ético alguno, es simplemente el nombre que le damos a nuestros errores. De esta manera, se me ocurre formular la hipótesis de que lo que buscamos es remendar nuestros errores en el otro (pobre del otro, entonces – me digo – sobre sus hombros cargamos la pesada herencia).

Sin embargo, podría ser también que tengamos razón y como Matusalén, hayamos transitado 969 años en una sola vida. Así, seguramente, ya lo hayamos experimentado todo. Pero entonces el problema sería otro: no nos quedaría más que el desencanto de no tener un porvenir. Como afirmaba Benjamin, corremos el riesgo de convertir a la experiencia en el evangelio del filisteo.

Solo por esto, deberíamos sacudirnos la perpleja nostalgia de encima y dejar que los que vienen se reapropien de los conceptos. O quizá yo esté pecando de predicamentos y, entonces, la mejor opción sea la del escribiente Bartleby que optó por no hacer nada: lograr que el sentido determinante de la praxis sea un sin-sentido, es ya bastante hazaña.

No lo sé, puede que deba alegar insanía y locura ante el inevitable paso del tiempo. Como sea, ahora que me encuentro en esta orilla no se me ocurre más que armar castillos de arena y por eso, finalmente, voy a optar por reescribir el final de la novela: Renton muere atragantado por un cubito de hielo en mitad de su último whisky. Sick-boy muere con una soga al cuello y la mano derecha sobre su miembro. Spud muere de tristeza al convertirse en oficinista. Muere también Begbie, de susto, en una madriguera. Mueren todos. No queda nadie. Tal vez así y solo así, podremos decir sin temor a contradecirnos… ya ni la nostalgia resultó ser lo que era.

Escribe Pablo Fernando de Dios

Pablo de Dios es egresado de la carrera Ciencias de la Comunicación, aunque asegura que el titulo le resulta fortuito porque de Ciencias entiende más bien nada, y como comunicador, dice no ser mas que un gran conversador. Algo así como un Licenciado en Charla. Vive en General Roca, al norte de la provincia de Río Negro (en el culo del país) y desde ese páramo ventoso y transgénico, trata de desperdigar algunas semillas que espera que broten por otros lares. Sufre del síndrome "Vargas Llosa frente a los políticos": cada vez que alza la voz para hablar de literatura, los que lo rodean comienzan a mirar para otro lado. Por eso se ha decidido a escribir en este Colofón. Espera que lo rehabiliten.

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Un Comentario

  1. Excelente nota de este gran conversador!

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