Túneles, grutas y cuevas. La fascinación del hombre por el inframundo y el acto sagrado de cavar la tierra profunda. Escribe Gabriela Puente. Collage Mariano Lucano.
En Grecia existió (y existe todavía) el más extenso, sinuoso y umbroso túnel fabricado en la Antigüedad. Llevó el nombre de su constructor, Eupalino, y fue edificado en el siglo VI a. C., con la intención de servir de acueducto para la ciudad de Samos.
No importa aquí el túnel en sí mismo, ni los usos más o menos sublimes, cotidianos o escatológicos que se le dieron, sino el símbolo más antiguo e intrincado de cavar, de venerar la tierra profunda; y el vínculo de este acto tan humano con lo trascendente.
Vinculado a lo anterior, numerosas cuevas tienen un lugar privilegiado en la mitología griega, se entraba en ellas con la reverencia, la fascinación y el temor con el que se ingresa a algún lugar considerado sagrado. Como ejemplo encontramos las cuevas donde habitaban las ninfas, la cueva de Pan, o la más sacrosanta de todas, aquella cueva cretense del monte Ida, donde Zeus recibió, de las ubres de la divina Amaltea, miel en lugar de leche.
La veneración de estas cuevas naturales o cavadas en las rocas y en la tierra por manos humanas constituye quizás una reminiscencia del antiquísimo culto a la diosa madre, y un símbolo de su hondo y profuso vientre.
Cuentan los griegos que el mundo, luego del derrocamiento de los Titanes, se dividió en tres partes: el cielo convino a Zeus, cuyo atributo fue el potente rayo; el ancho Ponto, el mar, fue a las manos de Poseidón y el Inframundo tocó a Hades en el reparto. En cuanto a los atributos de estos últimos dioses, Poseidón fue el propietario del magnífico tridente que permitía descargar su furia metamorfoseada en temibles ciclones y tormentas marinas. Y Hades, por su parte, poseyó el anhelado casco de la invisibilidad que le permitía recorrer el mundo de los vivos sin ser visto por ellos; quizás una metáfora de la potencialidad y ubicuidad de la muerte.
Cada uno con su parte, cada uno con su formidable poder, pero fue Hades, sin dudas, el más temido entre ellos. Habitó en una región que se dividía a su vez en tres: en un extremo se hallaban los campos Elíseos donde iban las almas de los héroes y luego, más cerca de la Era cristiana, de los justos e iniciados; en el otro extremo se hallaba el Tártaro, lugar de castigo para los corruptos y mítica prisión de los Titanes. Por último, aquellos que llevaron una existencia gris y no encastraban en ninguna de las regiones anteriores, debían vagar eternamente sin rumbo ni memoria por los campos Asfódelos.
Cada uno de los reinos (uranio, marino e inframundano) tenía una posible conexión con la tierra y sus efímeros habitantes. Las blancas cumbres vinculaban a los hombres con el cielo, las espumadas costas, con Poseidón. Pero el camino a los infiernos fue el más lóbrego y peligroso de todos; ya que implicaba la penetración de algún hueco cavado en las profundidades de la tierra.
Hubo griegos que no pudieron esperar su hora y, cuando sus sombras se derramaban aún sobre la tierra, marcharon ansiosos a adentrarse en el Inframundo. Para estos transgresores existieron cuevas, grutas y pozos que escondían las puertas de acceso al Hades.
Según la mitología fueron pocos los héroes y heroínas que se atrevieron a traspasar la frontera entre el mundo de los vivos y los muertos, entre ellos, Heracles, Orfeo, Teseo, su amigo Perítoo, Psique y Dionisos. La mitología latina, vía Virgilio, añade al fundador de Roma, Eneas, como uno de los transgresores. Finalmente, durante la Baja Edad Media, Dante en su Divina Comedia hace de sí mismo el último hombre que lleva a cabo el siniestro descenso, guiado por el alma del propio Virgilio.
Pero volviendo a los mitos griegos, uno de los más procaces tiene justamente al descenso de Dionisos como protagonista. El mito narra el origen de la planta consagrada a Dionisos: el higo.
Se hallaba el dios en la búsqueda de la entrada al Hades para recuperar a su madre Semelé, cuando se encuentra con Prosimno quien para algunas fuentes fue un pastor de belleza radiante y para otras, un rudo luchador; éste accede a mostrarle la puerta de entrada, pero con una condición: debía la deidad dejarse amar como una mujer; el dios promete cumplir a la vuelta del reino de los muertos, Prosimno señala sonriente una gruta a orillas del lago de Lerna, Dionisos la penetra. Cuando finalmente regresa de la sombría travesía, Prosimno ya había muerto. Dionisos, embargado en dolor, pero aun ardiendo de deseo, visita la tumba del joven donde había brotado una planta de higuera, talla un falo con una rama y se sodomiza a sí mismo.
El deseo de un dios por un simple pastor conlleva a una práctica sexual peculiar que si bien no es deshonrosa en sí misma debe desarrollarse dentro de una codificación que reproduzca la dominación de lo subalterno por lo más elevado. Sólo los efebos y esclavos (y por supuesto las mujeres) podían permitirse el placer de la pasividad. En el mito dionisíaco, la transgresión sexual queda insolublemente unida a una transgresión más profunda de tipo metafísico o escatológico, aquella que lo lleva a violar las puertas de acceso al Inframundo. Así el mito de Dionisos, como su culto, muestra una vez más su potencia subversiva y destructora de ciertas jerarquías impuestas.
Si hablamos de la acción de cavar la tierra, no podemos dejar de mencionar el vínculo con las ceremonias de enterramiento de cadáveres.
En un tiempo la práctica de la inhumación compitió con el fuego; luego terminó imponiéndose. Es por medio de aquella que los cadáveres son devueltos a la hondura implacable de la tierra.
Vale mencionar que la función de estas técnicas mortuorias como la inhumación y la cremación consistía en evitar el despedazamiento del cadáver por animales salvajes. Lo esencial para los griegos era conservar el eidos o la forma y apariencia humana del muerto, sin la cual éste no podía acceder a la existencia inframundana.
Invariablemente, las aberturas en la tierra o roca fueron asociados con un acceso a la vida póstuma. Por lo que cuevas, grutas y túneles fueron en la antigüedad los intersticios por donde supo colarse la muerte. Generadores de un improbable pasaje y una inefable mezcla que tuvo a los vivos y muertos entre sus elementos.
Bibliografía
Kerényi, Karl. (2004). Eleusis, imagen arquetípica de la madre y la hija. Madrid: Siruela.
Vernant, Jean-Pierre. (1989). El individuo, la muerte y el amor en la antigua Grecia, Barcelona: Paidós.
Una cosmogonía donde el inframundo con Hades se adueña del misterio. Túneles para la catábasis, para el remo de Caronte y el amnésico río aleteo. Me gusta leerla a Gabriela
Muchas gracias! tan presentes esos túneles inframundanos aun (sobre todo) en estos tiempos.
Este ensayo, que me parece excelente, Gabriela, me hace salir un poco de mis túneles y cuevas.
Gracias, Orlando, por estas bellas palabras!