Un corazón en las alturas

Compartimos un cuento de Sebastián Trujillo con ilustración de José Bejarano.

Un disco de fuego, similar al sol cayendo del firmamento, agujeró la superficie. Perforó más allá del centro de la Tierra. Y, en los rostros de la multitud contemplando lo ocurrido, comenzaron a formarse gestos vulnerables, de navajas. El cráter emanaba humo de colores. Igual al brochazo de un artista errante pintando en las miserias del alma, la carne. Luego ascendió lo caído. Y ellos no pudieron retroceder o aniquilarlo. 

Era un individuo dorado, finalmente. Un hombre de la aglomeración desenfundó el revolver. Pero, en reemplazo de la bala, disparó la flor de otro mundo. Los pétalos flotaron. Y el instante fue tan bello que dio la impresión de ser el génesis, la obra del artista del sueño. 

– ¡Revélate! -gritó el tirador. Vibraba de terror. De absoluta desconfianza. 

El individuo dorado habló. Su voz sonaba a música, al amor.

-Soy el ángel solitario-confesó-he venido a hacerlos dioses. A transformarme en vosotros. Bajé a comprender el reino del caos, el absurdo. El absurdo, repitió. Y suspiró. 

El ángel pisó el polvo. Y descubrió que, a pesar de buscar sueños impuros en el desierto, la muchedumbre conservaba todavía la belleza del diamante en bruto, violento. Regaló sus alas al tirador. Éste aleteó torpemente. Voló. Y en algún lugar del aire desapareció el miedo teñido de sangre. Aunque, en el suelo, el ángel sintió al revés. 

Perdía intensidad el resplandor de oro. En el camino, en el extraño camino de espinas y calaveras, halló a una borracha a punto de esfumarse por la alcantarilla. Pero, al cruzar sus miradas, ella recobró la sobriedad. Y sonrió azul. El ángel, por vez primera, contempló el paisaje a través de una lagrima. Melancólico, sin embargo, bebió vino para secarse los parpados de cristal. 

Anduvo, frío, cansado, hacia calles donde gigantes y peleadores con aspectos de moscas destrozaban sus huesos a puñetazos. Competían por monedas mientras hijos de putas lanzaban dados en aguas marrones. Trazó una línea divisoria entre los guerreros de la nada. Hedían. Y, al ritmo de los movimientos fugaces y asombrosos de la vida, escupieron el trozo de metal. Se abrazaron. Hermanos, se dijeron. Y el aroma, de un reino superior y desconocido, eliminó la pestilencia de nubes negras flotando encima de sus cráneos trepanados. 

Al ángel le costó entender la importancia de la moneda. La agarró y guardó en su bolsillo. Poseyéndola en el pantalón se le reveló el significado. Y, siendo así, deseó algo únicamente para sí mismo. Aunque, paralizado de arrepentimiento, mató, colérico, a la vanidad, el dominio, cualquier capa de mugre ensuciando el amor. 

Transformó hombres y mujeres ansiando erigir templos encima de la mierda. Ansiando enjaular aves plateadas. Mutaron, de un modo hiperrealista, en niños. Jugaron en el milagro de la existencia. Y, como magia, se encendieron velas blancas en las palmas de sus manos. La lluvia, a cantaros, no pudo apagarlas jamás. 

Pasado los años, los últimos años moviéndose en espiral, el ángel adoptó la imagen de un vagabundo encadenado al llanto y el asesinato. Pero el mundo no. La ciudad dejó de ser masa, mancha, crimen o castigo. Ya eran luces verdaderas, limpias.

El ángel solitario, podrido del modo en que se descompone un cadáver, se incorporó. Subió la escalera que conduce al cielo de la noche. Los nuevos dioses nombraron a la Tierra Edén. Estalló una pirotecnia. Apareció para siempre el sol y una estrella dibujando un corazón en las alturas, la eternidad. Y, desde entonces, nadie volvió a extraviarse en los pasillos de la soledad.   

Escribe Sebastian Trujillo

Sebastián Trujillo. Periodista nacido en el Caribe colombiano. 27 años. Ha escrito para la Revista Cinosargo, Chile. Revista Desbandada, Alemania. Revista Monolito, México. Revista Elipsis, Colombia.

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Playlist

Compartimos un cuento del libro Piso Trece de Paola Escobar (Barnacle, 2024), ilustrado por José Bejarano.

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