Un río de aguas claras

Compartimos un cuento de María Lublin ilustrado por Lucas Iranzi sobre la mente, los vínculos y sus recovecos.

Para esa navidad, ella le compra un libro en un negocio del centro. Lo ha visto expuesto entre las guirnaldas y lucecitas de colores de la vidriera, mientras da vueltas eligiendo los obsequios que pondrán en el árbol que arman para esa fecha en el centro del pequeño living. Él detesta los festejos y los textos de autoayuda, aunque nunca le dijo nada al respecto. También odia la ciudad, particularmente en la que viven. Su departamento es un cubículo en el que nunca entra la luz. De esto y de su fantasía de irse a vivir al campo, sí habló varias veces, pero nunca consiguió interesarla. Tampoco en tener un hijo, que es una ilusión que ella no comparte.

Aquella noche, después de que los invitados se marchan toma el libro que su mujer le entrega: quita el papel y finge atención en la tapa, lo hojea. Esperaba una caña de pescar, o un reel nuevo o cualquier cosa que significara aire libre, pero ensaya una sonrisa porque ella lo mira atentamente. Luego le entrega su obsequio: una red con la que se supone que ella iba a atrapar los peces que él pescaría con el aparejo que pensaba recibir. Los dos luchando contra un pez enorme y resbaladizo en la orilla de algún hipotético río. Ella da vuelta el artefacto de un lado y de otro, pasa sus dedos entre la malla sin entender muy bien para qué le da eso y luego se tapa la cara y se pone a llorar. Él no sabe qué hacer, porque también teme echarse a llorar con ganas, entonces coloca la mano en el hombro de su mujer, que se agita en pequeñas convulsiones, y la deja allí, inmóvil como un animal muerto, mientras las luces parpadeantes del pino los iluminan alternativamente de rojo y de blanco.

Ella se calma de a poco, y él retira cautelosamente la mano de su hombro, un poco avergonzado sin saber bien de qué.

Aquella navidad fue el día en que empezaron a tener miedo, aunque ellos, por supuesto, nunca se dieron cuenta del comienzo. Al principio fueron temores vagos, de enfermarse o ser lastimados de alguna forma y luego esos temores se centraron en cuestiones concretas como la posibilidad de que estallara una guerra, porque leían señales de peligro y fragilidad por todas partes, y les parecía que la paz del mundo, incluso de la horrible ciudad del insignificante país en el que vivían, podía volar por los aires en cualquier momento.

Es posible que para aliviarse comenzaran a leerse mutuamente las noticias más perturbadoras que encontraban en internet y posteriormente se aficionaran a las películas de terror que miraban fumando ansiosos un cigarrillo tras otro, hasta que el cenicero quedaba repleto y entonces uno de los dos (generalmente ella), decía “suficiente por hoy” y se iban a la cama. Asustarse con las cosas que les sucedían a otros, en la realidad o en la ficción, los ayudaba a sobrellevar ese miedo inexplicable, que crecía a medida que pasaban los inviernos y los veranos y que ellos pensaban que era como una marca de la pareja, una intimidad que no lograrían con nadie más que con el otro.

Una tarde lluviosa, a él lo llaman al despacho del decano de la universidad en la que trabaja como ayudante de cátedra, para ofrecerle el traslado a una ciudad más pequeña, pero como titular y con un sueldo más interesante. Se sorprende y agradece la invitación, aunque pide una semana para contestar. Cuando llega al departamento enciende la computadora para buscar las referencias del lugar al que lo convocan. La ciudad tiene un río, cuyo nombre significa “aguas claras”.

Cuando ella regrese del trabajo, se lo dirá, va a buscar los términos adecuados para convencerla, aunque tenga que agotar un diccionario de sinónimos de la única palabra en la que él puede pensar en este momento y que es la palabra felicidad; le dirá que sin ella no va a irse a ningún lado, por supuesto, pero que espera que esta vez, esta única vez, haga por él algo que le es tan necesario que casi podría decirse imprescindible.

Al escuchar el mecanismo de la cerradura su corazón se acelera. Por la forma en la que ella arroja las llaves contra la mesita de entrada tiene la certeza de que algo definitivo en ellos, en el pequeño departamento, en la horrible ciudad en la que viven, está por suceder. Se levanta del sillón y camina por el pasillo para ir a su encuentro, va a abrazarla y luego le dará la noticia, pero al ver su rostro demudado advierte que lo que temía ha sucedido, y cae en la cuenta inmediatamente de que no sabe quién es esa mujer que lleva los rasgos de la suya, tampoco reconoce como propios los objetos que lo rodean, y esa sensación de estupor, quizá, hace que no pueda pronunciar las palabras que desea y que ha preparado con esmero, aunque ya no las recuerda ni las va a recordar jamás, así como tampoco el río de aguas claras que no conocerá, ni el hijo que jamás van a tener, ni los libros de autoayuda que ella seguirá regalándole por las navidades, mientras él  bebe agua embotellada, que es la única manera en que podrá relacionarse con el agua —no con los peces—, de ahora en adelante.

Escribe María Lublin

Expuso desde el 2000 en muestras individuales y colectivas: en Galería Espacio 10 (Palermo, CABA), en el Primer Salón Nacional de Artes Visuales (Cipolletti, Río Negro), en la UFLO (Universidad de Flores) y en el Museum of the Americas, para el ciclo The South in the South Arte Argentino en EE. UU. (Florida, Miami-USA a través de la curadora Beatriz Zucaro, directora de Loft Espacio Alfa Fine Art (CABA). También ganó la “Perla de Mar” en el ciclo Arte Contemporáneo del Museo del Hombre del Puerto de Mar del Plata.

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Compartimos un cuento del libro Piso Trece de Paola Escobar (Barnacle, 2024), ilustrado por José Bejarano.

6 Comentarios

  1. Lublin, lovely short story, lovely Lublin. Envidio el modo que usted tiene de escribir. El mismo cuento, si lo hubiese escrito yo, lo que no es imposible (si es cierto lo que dicen los críticos repetitivos, que todo lo digno de escribirse se escribió) pero muy poco verosímil, me hubiese extendido folios y folios produciendo el desconcierto y el tedio de mis supuestos lectores que no tengo. Pero usted describe de un modo directo, simple y conciso un pino llenos de luces y dos infelices que se ofrecen respectivos presentes que no quieren. El presente en todo su esplendor de signo: como libro, como red y como pez. El presente como signo oprobioso de un futuro infeliz en un pueblo sin río, en un vientre sin hijos, en un mundo con sed. Ninguno de los dos quiere el presente que se le ofrece. ¡Oh, Lublin! ¿No es cierto que es eso del cuento lo que nos sucede? ¿Quién quiere el presente que tiene hoy? De un modo u otro no queremos ni este presente ni el único futuro que se nos ofrece como cierto. No queremos ni el libro que nos dice cómo vivir ni redes donde se enrede el futuro (signo: un pejerrey ilusorio cubierto de petróleo). En fin, su cuento me llenó de gusto. Cheever no lo hubiese escrito mejor.
    Lovely, Lublin. Lovely.

    • Marcelo, una maravillosa devolución, es lo que intenté transmitir. Gracias por tu generosidad. Esta respuesta, viene de alguien a quien admiro por su talento, así que es doble mi alegría. Y sí, lo hubieras escrito distinto pero de modo atrapante como lo son todos tus cuentos

  2. El terror de lo cotidiano. ¡Muy bueno! Una joya escalofriante.

  3. Lo que los une es la manera en que se relacionan con el miedo a vivir y el deseo.
    La forma directa y concisa potencia el poder del relato y su mensaje.
    Mis aplausos por ese final perturbador. Luego de leerlo me animé a imaginar ese mismo final en varios de mis proyectos, lo que me sirvió para saber cuál de ellos son esenciales y qué estoy dispuesta a hacer por ellos.
    Gracias María! Un placer seguir conociéndote a través de tus creaciones.

    • ¡Gracias Virginia! ¡Qué buena devolución! Y sí, todos padecemos en mayor o menor medida esa tensión que te transmitió el cuento. Además si te hizo pensar en tus propios proyectos… ¡qué más puedo pedir! Te deseo la mejor elección y que nunca te alejes de un río de aguas claras. Un beso

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