Un cuento sobre relaciones quebradas de Sebastián Trujillo con ilustración de Tano Rios Coronelli.
El cigarrillo se quemaba hasta la mitad. Estaban en la calle. Cara a cara. Rodeados de árboles sin hojas y en cuyas ramas volaban moscas verdes que dibujaban estrellas invisibles. La brisa arrastraba el eco de cánticos de aves ocultas en las cornisas de los edificios de la ciudad.
Ella le había gritado que era un pedazo de mierda. Las nubes, rotas, filtraban un rayo de sol grisáceo. Parecía como si alguien hubiera disparado al cielo con uno de esos revólveres usados para matarse un domingo en la noche.
Él arrancó de entre sus labios lo que iba quedando del cigarrillo. Casi la colilla. Escupió una burbuja pegajosa, amarilla. Y, ardiendo todavía, la arrojó a la mitad de su frente transparente y pecosa. La chica derramó una lágrima pálida y extensa por su ojo izquierdo. Giró como una espiral. Se largó moviendo el culo con una belleza triste, a un callejón a patear bolsas y tachos metálicos de basura.
Las cenizas cayeron al pavimento. Permanecieron rojas un instante. Él simplemente se quedó en ese lugar. Contemplando el humo ascender a la altura de los tobillos de la multitud. Luego desapareció para siempre.
En el apartamento sin muebles estrelló el único florero de la estancia contra la pared. Preparó café. Añadió un chorro de ron y lo bebió frente a la ventana de cedro. Empapada de sudor reflexionó sobre las veces que fingió amar. No pudo evitar sentirse desgarrada, cortada, a causa del abandono y la soledad.
Bloqueada -dijo-, metiendo la nariz en la taza. Bloqueada porque no podía escribir un poema con sus dedos manchados de sangre y cenizas. Porque no podía tatuar la piel de algún vejete que estuviera a punto de morir mientras miraba telenovelas frente a un televisor de dos canales y que a duras penas conseguía encender.
Detrás de ella se formó una figura a blanco y negro. Tenía alas como las de Un señor muy viejo con alas enormes. La abrigó sin que ella lo notase.
Sin ganas, cogió un papel y empezó a escribir algo sobre las palizas obligadas del bien y el mal. De repente, como una chica que piensa al límite, consideró que nunca se está tan sola como suele creerse. Lo que escribía no era especial. No obstante, la mantuvo viva, al menos, un día más. Especialmente un amanecer más. Aquel espectro se marchó volando a través de las nubes perforadas. Pero dejó una bonita pluma negra y de neón junto a las migajas del florero.