A partir de la entrevista que le hicimos, Sergio Bizzio nos compartió este texto inconcluso, leído en la presentación del disco en el Museo del Libro y de la Lengua, 2015. Collage de Mariano Lucano.
Desde muy chico quise dedicarme exclusivamente a la música. Y aunque me dediqué exclusivamente a escribir, no soy un músico frustrado, al contrario: me pasé la vida componiendo.
Para explicar esta contradicción –que no me dediqué a la música y que me pasé la vida componiendo- tengo que hablar de dos etapas: la música concebida de manera abstracta, y el recurso de la ejecución ignorante.
Con “música concebida de manera abstracta” me refiero a música muda. Fue lo que empecé a hacer alrededor de los doce años: música que sólo se imagina, que no se ejecuta. Me sumergía en un ensueño de composición del que salía siempre con un tema nuevo, a veces con dos, y a veces –ya más adelante, en la época en la que no hacía canciones sino música progresiva- con el disco entero. Al término de cada una de esas experiencias, que eran diarias, anotaba los títulos de los temas, y cuando ya había reunido material suficiente para un Long Play, me daba el lujo de editarlo dibujándole una tapa y una contratapa y anotando las letras en el sobre interno, todo convenientemente abrochado. Quizá ésta sea una fantasía habitual a los doce años de edad, pero en mi caso sigue adelante décadas después, varias décadas después. En efecto, debo ser el autor de más discos imaginarios del mundo: alrededor del mil (si no me equivoco).
No sentía ninguna necesidad de interpretar lo que imaginaba. “Yo busco únicamente la inspiración que duerme en el corazón del instrumento –dijo un maestro chino de cítara hace ya varios siglos-. ¿Para qué extenuarme haciendo ruido con las cuerdas?”. Mis padres, preocupados por los frecuentes y cada vez más largos trances en los que caía, y durante los que me veían mover apenas la cabeza, los labios y los dedos, como si temblara, me compraron una guitarra. Y si hasta entonces no había sentido nunca ninguna necesidad de tocar un instrumento, ahora que tenía uno entre manos entendí que iba a resultarme imposible rozar siquiera la sombra real de mis melodías mentales si no aprendía, si no estudiaba y practicaba. Y ya que tenía un instrumento ¿por qué no intentarlo?
En el pueblo donde vivía en esa época había nada más que dos profesores de guitarra, uno más raro que el otro: Vittorio y Marocco. Vittorio ni siquiera era guitarrista: tocaba el teclado en una banda de covers llamada Grupo Ero (la integraban el panadero, el cartero, el sodero y el carnicero), y a lo largo de una semana me dio tres clases infinitas de solfeo en el garaje de su casa, a veces incluso con el auto adentro. Así, apretado entre el auto y la pared mientras unos albañiles refaccionaban el living, me pasé las tardes haciendo aletear una mano en el aire, sobre un pentagrama, y repitiendo una letanía de notas que para mí tenían exactamente ningún sentido. Abandoné.
El otro, Marocco -un hombre bajito y muy relleno, siempre de saco y corbata- era un guitarrista serio, académico; un concertista. El problema era que se dormía durante la clase. Me había enseñado una chacarera de tres acordes –chacarera que recuerdo todavía y que es el único tema convencional que puedo tocar en la guitarra- y ni bien yo empezaba a rasgar las cuerdas y a cantar, él dejaba caer la cabeza sobre el pecho y se dormía. Era desolador para mí seguir adelante con el maestro dormido… La chacarera duraba tres minutos, de los que Marocco dormía por lo menos dos y medio. A veces roncaba. A veces dejaba de respirar durante buena parte del tema para volver de pronto a la vida con un espasmo y una agónica bocanada de aire, sin despertarse nunca. Se despertaba con el rasguido final, con el silencio. “Muy bien”, decía, “vamos de nuevo”.
Marocco me daba clases dos veces por semana, lunes y miércoles, en el comedor de su casa. La primera vez que fui me enseñó los acordes de la chacarera, y apenas conseguí saltar de un acorde al otro, lo que me resultó bastante fácil, se quedó dormido. En el camino de regreso a casa pensé que aquello había sido un accidente, algo que podía ocurrirle a cualquiera, pero en la segunda clase, la del miércoles, se durmió de nuevo ni bien empecé a cantar. Volvió a dormirse en la tercera clase, y también en la cuarta clase, y abandoné.
Me dio vergüenza decirle a mi mamá que el profesor se dormía, porque a pesar de mi corta edad ya tenía mi orgullo –ni se me ocurrió que ella podía sentirse estafada, con lo caras que eran las clases-, así que cuando me preguntó por qué no quería ir más hice un gesto de tedio que implicaba a la música en general, como si en esas pocas clases hubiera entendido que la música no era lo mío, y dejé la guitarra sobre un sillón. Mi mamá la levantó en el acto diciendo que lo mejor que podíamos hacer, si no la iba a usar, era regalársela a Javier, un primo mío bastante grandulón que cantaba canciones de los Bee Gees en un inglés inventado, con un entusiasmo inigualable, y al que días atrás le habían roto su vieja guitarra criolla en la cabeza durante una pelea en un fogón. Yo asentí.
Mi guitarra no era vieja, era un modelo nuevo de Casa Nieto, angosta, liviana, con la base de la caja recortada en un arabesco y clavijas metalizadas. En ese momento no me importó que el plan fuera regalarla –nunca la había necesitado, después de todo-, pero el jueves a la noche, y el viernes desde la tarde, y durante todo el sábado, es decir día tras día, hora tras hora, fue acentuándose la sensación de que estaba a punto de perderme una oportunidad única de aprender a tocar, y que el domingo ya era bastante intensa. El lunes volví a lo de Marocco, puntual.
Como siempre, Marocco se durmió en la primera estrofa. Que duerma todo lo que quiera, me dije. Había pensado tanto en lo que podía llegar a hacer si alguna vez dominaba el instrumento, que la somnolencia de Marocco se me aparecía ahora como un escollo menor. Llegué incluso a pensar que los cabeceos del maestro tenían su lógica: era un concertista respetado, un virtuoso, ¿cómo no iba a dormirse con una chacarera de tres acordes en manos de un novato? La chacarera, como dije antes, duraba tres minutos, pero la clase era de una hora, así que yo tocaba el mismo tema unas quince veces, descontando las pausas entre una y otra interpretación y las esperas que seguían a mi último rasguido, hasta que Marocco se despabilaba, siempre a medias, y me hacía un comentario desganado o una corrección antes de ordenarme que la tocara otra vez. La clase terminaba cuando yo le avisaba que ya era la hora. Si hubiera sido por él, podríamos haber seguido así toda la tarde.
Es probable que el sueño de Marocco esté en la base de mi imaginación como escritor, del mismo modo en que el orden original de aquellos acordes reaparece una y otra vez en lo que toco hoy en día (etapa de la ejecución ignorante, de la que no tuve tiempo de hablar todavía), porque sabiendo el tema de memoria, teniéndolo dominado e incluso enriqueciéndolo con variantes y arreglos que ya en esa época me parecían de lo más personales, en las clases siguientes, mientras lo interpretaba, me puse a fantasear con las causas de su somnolencia, lo que me llevó a una composición llena de gracia, por lo menos para mí, sobre la vida del maestro. Yo tocaba y cantaba en automático, y mientras lo hacía dejaba a la imaginación volar.
Ahora bien. ¿Por qué no me enseñaba otro tema? Es verdad que de tanto en tanto el maestro me confiaba un acorde nuevo, pero ¿por qué no un tema completo? Eso es algo que nunca sabré. Sospecho que aquella chacarera en particular o su repetición funcionaban como un sedante, porque bastaba con que yo, en un juego de prueba y error, le incorporara los acordes recién aprendidos para que él, sin despertarse, se revolviera en la silla. Me divertí durante una clase entera haciéndolo dormir con la chacarera original, que a veces tocaba dos y hasta tres veces seguidas, sin interrupción, empalmándolas, para llevarlo a un sueño profundo y luego arrancarlo de allí con los acordes nuevos, e incluso con variaciones de la letra (“No, eso no”, recuerdo haberlo oído murmurar), pero no insistí.
No sé si debería haber dicho al principio que me dediqué exclusivamente a escribir, porque ahora quizá no se crea lo que sigue.
Yo no conocía de la casa de Marocco más que el comedor y un sector del patio trasero, al fondo de un pasillo oscuro con una puerta a cada lado. Marocco vivía solo, era viudo o soltero; de hecho, yo nunca había visto a nadie ahí adentro más que a él, pero en varias ocasiones había escuchado pasos y un ruido de cajoncitos que se abrían o cerraban, o el crujido de una puerta. Dando por descontado que se trataba de la señora que, según mi mamá, lo ayudaba con la limpieza, nunca le había llevado el apunte (al hecho, al tema). Hasta que una tarde, sorpresivamente, vi a una chica que venía hacia nosotros por el pasillo, saliendo de la penumbra. La chica debía tener doce o trece años, según la recuerdo ahora, pero en aquél momento me pareció mucho mayor. Llevaba puesto un vestido blanco y zapatos también blancos y avanzaba tocando la misma chacarera que yo en una guitarrita reluciente, nacarada, pequeñísima. Hice un silencio al verla, me paralicé, pero ella no dejó de tocar en ningún momento, lo que impidió que Marocco se despertara. Cuando se paró a mi lado pensé, asustado, que iba a besarme, por la mirada, por la sonrisa, pero en lugar de eso me pidió con un gesto frío del mentón que siguiera tocando. Entendí que me proponía un sistema de postas para mantener dormido al maestro, y arremetí de nuevo con la chacarera. Ella dejó entonces la guitarrita a un lado, metió hábilmente dos dedos en el bolsillo interior del saco de Marocco y le robó un cigarrillo. Uno solo, sin sacar el paquete. Después dio media vuelta y se fue por donde había venido.
Abandoné. Pero no por eso. Abandoné porque al día siguiente, en un cumpleaños, otro de los alumnos de Marocco nos regaló un mini recital durante el que interpretó los temas que llevaba aprendidos con él. Era música sacra, litúrgica, y su habilidad con la guitarra era pasmosa. Daba, más que la impresión del talento, la de tener un buen maestro, lo que me hizo sentir distinto, pero más que nada mal, porque era evidente que Marocco nunca se había dormido con él y que no le había enseñado nunca ninguna chacarera. Mantenía la espalda recta, con una oreja apenas inclinada sobre el instrumento y una sonrisita cómplice en los labios, como si el instrumento le dijera barbaridades en secreto mientras sus dedos volaban sobre las cuerdas. En esa época yo no sabía qué era el budismo zen, caso contrario, quizá, hubiera sacado algo en limpio de aquellas sesiones de siesta. Conmigo se dormía porque no confiaba en mi digitación, o en mi capacidad para la música clásica, desconfianza seguramente inspirada por la forma de mi guitarra, tan moderna.
En algún momento de mi vida me distraje a pleno con la literatura. Y aunque no dejé de componer, ni de tocar, lo cierto es que nunca aprendí. Por pereza, absorbido por la literatura o por la razón que fuera, mantuve, sin embargo, una relación intimísima y suficiente con la composición, y no padecí nunca la incapacidad de interpretar “a mi manera” lo que imaginaba. Al cabo de años y más años de práctica, creo haber alcanzado -en el pasaje desde la dimensión mental de la música hasta su ejecución, es decir a los instrumentos, a los sentidos- una nada despreciable ignorancia.
Lo hacía tan bien y al mismo tiempo tan mal que lo único que me faltaba era una banda. Milagro: un día Francisco Garamona me invita a formar parte de un combinado de músicos y no-músicos. Los músicos eran él y Alan Courtis. Los no-músicos (que es como decir los no-videntes) éramos Alfredo Prior y yo.
Durante dos brevísimos y suculentos años nos juntamos semana tras semana en un estudio de grabación. En aquellas sesiones, los que sabían tenían que “desaprender”. (Los que no sabíamos podíamos seguir así). Con instrumentos desafinados adrede, con guitarras de tres cuerdas, con pianos rotos, grabamos dos discos exquisitos: “Juicio al perro” y “Los hielos de América Latina”, este último con la incorporación de Mariano Galperín como bajista y Nicolás Moguilevsky en teclados, por decir algo, y los firmamos como Súper Siempre. Fue una época de absoluta felicidad. Dimos incluso una serie de conciertos. Tocamos en el parque de la casa de Victoria Ocampo mientras la gente huía en masa. Tocamos en un museo con una orquesta de treinta no-músicos, haciendo tal pelota de ruido y electricidad que el público estaba entre hipnotizado y atónito. Quien haya pensado que aquellas presentaciones eran performances no entendió de qué se trataba. Tocamos en un festival de bandas punk. Eso fue increíble. Llegamos al lugar, un sótano pintado de azul, nos sentamos a una mesa en un rincón y, mientras nos emborrachábamos, escuchamos una tras otra las pruebas de sonido de las bandas invitadas. Era una más pesada que la otra. En determinado momento se acercó a nuestra mesa uno de los organizadores y nos preguntó si queríamos probar sonido. ¡No! ¿Qué sonido íbamos a probar? Ni siquiera habíamos afinado los instrumentos. El caso es que fuimos los primeros en salir a escena. Y tocamos tan fuerte, tan raro y tan desaforadamente que, para nuestra sorpresa, las bandas que nos seguían… cambiaron sus repertorios. Habían calculado que después de lo nuestro lo de ellos iba a parecer James Taylor.
Finalmente, como la gran mayoría de las bandas profesionales, “nos separamos”: unos querían hacer melodías y tocar bien y otros no, y no hubo acuerdo. Fin del sueño. Courtis retomó su trabajo con bandas experimentales alrededor del mundo, Prior volvió a sus pinturas, Garamona a sus discos y a su editorial, Galperín a su cine, y yo a mi literatura y a la música muda.
En un ensayo titulado “Sonata para piano y aspiradora”, el sinólogo Simon Leys, a quien he citado aquí en dos o tres oportunidades sin nombrarlo, recuerda el descubrimiento que hizo el joven Glenn Gould un día que estaba en su casa tocando el piano y la mucama puso en marcha la aspiradora, que hacía un ruido ensordecedor. Dice Gould: “Por supuesto, continuaba sintiendo: podía experimentar esa relación táctil con el teclado que tan rica es en asociaciones acústicas; y también podía imaginar los sonidos que yo producía, incluso sin oírlos. Pero lo extraño es que esta nueva forma de música me pareció de repente superior a todo cuanto había precedido a la intervención de la aspiradora, y los pasajes en los que no podía oir el menor sonido me parecían los mejores”.
Imaginar el sonido. No hay nada mejor que imaginar sonidos sin oirlos. No obstante eso, mil años después de aquella chacarera y al término de la experiencia con Súper Siempre, en el año 2007 me animé a contratar media jornada diaria durante una semana en un estudio de grabación con el propósito de registrar lo primero que se me ocurriera. Por fin iba a arrojarme desde lo más mullido de la mente hacia el abismo del oído y, con la esperanza de no matarme en el salto, hacer sonar mis composiciones mudas. Improvisaciones editadas, las llamaría, en realidad, porque a la primera pista grabada le agregué después cosas a conciencia acá y allá y edité cada track con la inestimable colaboración del ingeniero de sonido. Agrupé el resultado final bajo el título de “Música para pensar sentado”.
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