Ilustración: Lucas Iranzi

El jardín donde vuelan los mares

A partir de la muerte del músico Gabo Ferro, Ignacio Marcora hace un repaso por la música que escuchó en diferentes etapas de su vida. Una especie de Rompan Todo – documental de Netflix de Rock en español- personal que habla una sola lengua: la del propio rock. 

 

Intro.

El día 8 de octubre moría Gabo Ferro. Aún en shock por la noticia escribí unas palabras de agradecimiento y la revista tuvo la generosidad de compartirlas en las redes.

Sobre la base de ese texto, reconstruí un poco el recorrido que me llevó a sentir semejante pena por su partida.

El texto que sigue ya no es solamente de agradecimiento a Gabo Ferro sino una crónica y una reflexión en torno a la importancia de la música, y del arte en general, en la vida de un chico de Aldo Bonzi de comienzo de los noventa.

 

Este es el jardín donde vuelan los mares

Fito Paéz

En los noventa mi viejo laburaba tercerizado para correo Andreani.

Repartía encomiendas en una Fiat Fiorino cremita, con el logo de la empresa a los costados. A veces, trabajaba los sábados y me llevaba con él. Temprano a la mañana nos levantábamos y salíamos. En invierno, cuando todavía era de noche, yo me sentaba en la butaca de copiloto y, en las penumbras, me gustaba imaginar que estábamos en la cabina de una nave espacial con todas esas lucecitas rojas y anaranjadas, listos para el despegue.

En uno de esos viajes galácticos mi viejo puso un casette en el estéreo de la camioneta y sonó Subiendo la colina o Doblando la curva y la banda se llamaba Cridens. La guitarra del comienzo fue una inyección de adrenalina y yo, Mia Wallace. Esa mañana cambió un poco el mundo: había conocido el Rock and roll. Me pareció la mejor música del planeta.

Unos meses después, también en cassette pero en el patio de casa, sonó el Vivo en Wembley de Queen y ya no me quedaron dudas. De ahí en adelante me hice fanático de la banda con el mejor cantante de la historia: durante años escuché sin parar el disco en vivo y los dos grandes éxitos. Hasta que, en el año 1998, pedí de regalo de cumpleaños Una noche en la ópera.

¿Qué puede hacer un chico pobre aparte de escuchar discos de Rock?

                                                                                     El “Torcaza” (vecino del barrio)

 

Con ése disco vino otro punto de quiebre: me empecé a encerrar en mi cuarto a escuchar música con las luces apagadas, a aprenderme de memoria las letras y, lo más revolucionario, darles un significado propio. Eran una manual para la vida: Queen me hablaba del amor, de la amistad, del bien y del mal. Todo el mundo estaba contenido en ese CD.

Por la misma época, también leí Cyrano de Bergerac y Sobre héroes y tumbas. Esas canciones y esos libros me dieron las armas para enfrentarme al conurbano primero y para hacer las paces, después.

Como no tenía muchos amigos- estaba empezando la secundaria en capital, rajándole un poco al barrio- y para colmo, no me gustaba jugar al fútbol, puedo decir que mis compañeros fueron los discos y los personajes de los libros y de los comics. Me escuchaban, me entendían y hasta me aconsejaban. Así aprendí un montón de cosas de un montón de discos y otro montón de libros. La mayor enseñanza fue que ellos siempre iban a estar.

¡Y qué alegría fue para mí cuando encontré a otros chicos con los que podíamos hablar de esto!

Conociendo Jarlinjam

Al rock nacional llegué “tarde” cerca de los 17- aunque ya me gustaban mucho un disco de La renga y dos de Fito- y llegué vía Sumo y de ahí sin escalas a Divididos.

El primer recital grande que vi fue un Divididos en Obras al aire libre que se llovió todo antes y había mucho barro.

Esa vez fui con unos compañeros de laburo de mi viejo -que era su encargado en una estación de servicio- y supongo que por eso me tenían que cuidar, pero duramos juntos lo que duró el primer acorde del primer tema, Basta fuerte. Más allá de que la explosión atómica que supuso ese comienzo colaboró para que nos separásemos, calculo que querían hacer la suya y más temprano que tarde, los perdí de vista. Eso sí, mientras duró nuestra sociedad, fueron unos monjes de clausura.

De golpe y porrazo, estaba solo.

Solo y en un pogo furioso. Tirado a la pileta sin saber nadar.

Intuitivamente entendí que me tenía que dejar llevar.

Sí. Tuve miedo.

En pleno zarandeo, un borcego se me hundió en el barro. Quedé clavado, con el pie enterrado hasta el tobillo, a contra mano del caudal de gente que me empujaba en su camino al escenario. Yo no me podía mover y empezaba perder el equilibrio, al borde del esguince y el pisoteo. Hasta que alguien- alma caritativa- me sacó del aprieto con un divino boleo en el culo. Me sentí agradecido. Después, al instante me vino la euforia y sin dudarlo me volví a sumergir, señor, en ese río loco.

Estar solo, pero en comunión con una multitud- esa paradoja de las movilizaciones, de las tribunas y de los recitales-, convencido de que miles de personas estábamos sintiendo lo mismo, fue pura droga; una forma de perder la conciencia, de trascender el “yo”; budismo Nacional y popular con sahumerios de prensado paraguayo y olor a chivo. No se equivocaba el Pity cuando hablaba de una nueva religión. Creo que la entrada estaba 15 pesos.

Mientras esperaba el colectivo empecé a sentir un dolor. Era el dolor de la patada que me había metido de cabeza a la cultura del rock de acá, pero de entonces. El del Abandono y del descontrol. Dionisíacos y profetas pensábamos en ir al coliseo a prendernos fuego.

¡Qué buenos tiempos! ¡Qué tiempos adorables!

Luca Prodan

Desde ese día, empecé a ir a recitales. Sin embargo- tal vez un poco por fóbico y otro poco por seco- terminé prefiriendo los shows “chicos”. Así fue que seguí bastante a los Peréz García cuando estaban girando con su segundo disco, Ya.  Íbamos con los pibes y pibas del barrio (pero entonces se decía solamente “los pibes”).

Muchos shows en antros, muchos conurbano, mucho contar monedas, mucho subir sin pagar y, al segundo, ya golpear el techo del bondi con una mano y pasar el escabio con la otra; pero hubo un show en particular en un espacio recuperado en San Justo- en una víspera o en una Navidad- que quedó en la memoria de todos los presentes.

Tocaron a beneficio Los Pérez y Naranjos. Tremendo. Un blend entre Woodstock y El amanecer de los muertos. Imposible de reproducir. Macumba a cargo del Árabe; fogón y arena a cargo de Olguín. Mezcla rara de angustia con cañita voladora.

Ninguno de los presentes pasaba un antidoping, por eso es muy difícil precisar la fecha. Suponemos que fue en el 2003.

Aquellos primeros años de los dos mil fueron tiempos muy oscuros.

Yo había terminado la secundaría y no había horizonte y, entonces, en las brumas del no future del conurbano, laburando de a tandas y de cualquier cosa, el rock era una trinchera a lo Apocalipsis now matancera. Doctrina del aguante y delitos menores de guerra contra uno mismo y contra tercero. Y a pesar de que todo estaba mal, de que nos estábamos suicidando con venenos de la pésima calidad, nunca nadie dijo que estaba triste.

Con el sinsentido zumbándonos de cerca y, si algo de espanto nos faltaba para hermanarnos, llegó diciembre del 2004.

A nosotros, Hijos de la trinchera, nos había crecido una coraza de tanta intemperie y tanto rock and roll como todo llanto. Lo peor de todo era que ya no la notábamos. Sin embargo, ése fin de año, algo se había roto ahí adentro y para siempre. Probablemente nosotros.

 

 Ninguna cuna más segura y fina/ Que aquella que nos echa, nos transforma y nos abriga

                                                                                                                Gabo Ferro.

El año siguiente empecé el CBC para letras, carrera que terminé abandonando por un trabajo estable en un hostel en San Telmo.

Otro año más pasó hasta que un amigo me invitó a un concierto “chiquito”.

Entonces “¿quién sos Gabo Ferro?” me preguntaba cuando atónito- para mal- lo escuchaba, creo, que en un local de ropa de la calle Florida. Si mal no recuerdo también tocaba Arial Minimal. En aquella época todo lo que no fuera eléctrico y furioso no me gustaba.

En el conurbano al rock había que bancarlo como fuera, esto fue post-cromañón, y Gabo Ferro le estaba faltando el respeto al rock, a la testosterona, a la voz grave, al barrio, a la trinchera. Él desnudo y sin coraza estaba teniendo más aguante que cualquier banda que hubiera visto. Guitarra y voz, nada más.  Calculo que sería el año 2006 o 2007, no sé, pero el tipo estaba cantando lo que me sonó a una chacarera de putos[1].  Me pareció un payaso. O- mejor- una contradicción, un puto con aguante.

Y no volví a pensar en él hasta que, una década más tarde, escuchando una canción[2] suya pude llorar la muerte de mi abuela Juana que se me había quedado atragantada de puro macho. Ya no me pareció un payaso.

Gabo Ferro, me ayudó a desprenderme del uniforme. Había llegado el momento de desarmarme y sangrar. Ese fue otro punto de quiebre porque, si la música me había enseñado a resistir, ahora me enseñaba a ser frágil, a quebrarme y a rearmarme.

Otra postal, un año más tarde en la cima del cerro Saturnino cerca de El Bolsón, volví a escuchar la misma chacarera, pero, como había cursado un seminario de género allá por el 2013 y había visto a Susy Shock[3] en Casa Brandon y en la Tribu y me había leído su poemario transpirado, la pude entender y dimensionar el gesto transgresor de Gabo Ferro aquella primera tarde en que lo vi.

La última vez que  fui a un recital de Gabo fue en el 2018 en el Konex, cuando presentaron junto a Sergio CH lo que es, a mi entender, uno de los mejores discos de la música de acá de la última década, Historia de pescadores y ladrones de la  Pampa argentina[4]. El show fue potente, virtuoso y desprolijo por momentos. Nuevamente no se parecía a nada que hubiera visto.

El disco de Ferro y Chotsourian (ex­- Los Natas), funciona como una magnífica puerta de entrada a la obra de ambos artistas o un camino de vuelta al rock. Porque Gabo Ferro supo hacer rock en los ´90 con su banda- ya legendaria- Porco. Supo hacer rock y supo dejarlo.

Bonus Track

El 8 de octubre de este año de la fiebre, por descuido del Señor, supimos la noticia que le puso un punto a esta crónica que todavía estaba por escribir.

Por mi parte, sigo aprendiendo con las canciones de Gabo Ferro. Un poco con cada escucha y es, hasta el momento, el último artista que me cambió un poco la vida.

Un poco, como aquella madrugada de los noventa.

Un poco voy a llorar, como aconsejaba.

Gracias desconocido.

[1] https://www.youtube.com/watch?v=9t-fIhxM_Q0  la canción se llama El amigo de mi padre

[2] https://www.youtube.com/watch?v=tN4Qiw2aLTM la canción se llama Soltá.

[3] https://www.youtube.com/watch?v=fTDLdT_5ItA Susy Shock es, a esta altura, una figura insoslayable y  yo, reivindico mi derecho a ser un monstruo es un poema fundamental.

[4] https://www.youtube.com/watch?v=T_33mOkv-iE la canción se llama Crudo a tu cautivo. Gabo Ferro tiene varios discos en colaboración con otrxs artistxs, por ejemplo con Luciana Jury, otra “bestia” de escenario, o el escritor Pablo Ramos.

Escribe Ignacio Marcora

Ignacio Marcora ( 1985, Lanús) Creció y se formó en Aldo Bonzi. Es escritor, toca la guitarra (Manzanitas) y profesor de Castellano, Literatura y Latín egresado de Instituto Superior Joaquín V. González Recientemente publicó su primer libro "Los Brillantes"

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Un Comentario

  1. Che, qué lindo recorrido por la adolescencia es este relato!

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