Dibujo: María Lublin

 El Ulises o cómo transitar una vida anodina sin morir en el intento.

De la épica primigenia Gilgamesh a la Divina Comedia: El arte contemporáneo y cómo disfrutarlo sin vueltas. Escribe Lucas Iranzi e ilustra María Lublin.

Se suma una traducción a la épica intertextual del Ulises de James Joyce realizada por Marcelo Zabaloy con la colaboración de Edgardo Russo. La tarea de inimaginable complejidad se ha visto enriquecida por unos noventa años de estudios críticos y nos permite volver a acercarnos a esta esquiva obra en un cálido argot rioplatense, tan callejero como en el original se pretendió. Al tratarse de una edición crítica, contempla las ediciones originales existentes, incluyendo la edición francesa de Auguste Morel con la colaboración de Stuart Gilbert -enteramente revisada por Valery Larbaud y el autor- y ofrece un cuadro comparativo con las diferencias encontradas. También incluye anotaciones enumeradas a lo largo del texto y desarrolladas al final del libro manteniendo la idea original de que éstas no entorpezcan la lectura.

El Ulises transcurre el 16 de junio de 1904 y recorre ese día con un hilo conductor mítico que transmite la conciencia de sus personajes y ahonda en sus pensamientos haciendo uso de todos los estilos y formas que posee la palabra escrita. La lectura virginal se verá sometida a un alambicado laberinto que entre irrupciones y contradicciones, transita momentos lúdicos, eruditos, lascivos, escabrosos y esenciales, ocultos bajo el manto de un anodino día cualquiera. Por ejemplo, en un restaurante, Leopold Bloom protagonista y publicista, piensa, narra, fluye:

(…) Sopa, carne y postre. Uno nunca sabe los pensamientos de quién se está masticando. ¿Y después quién lavaría todos los platos y los tenedores? A lo mejor para ese entonces todo el mundo esté comiendo píldoras. (…)

Ulises, de James Joyce (traducción de Marcelo Zabaloy con colaboración de Edgardo Russo)

La prensa norteamericana propagó la idea de que este estilo se podía relacionar fácilmente con el día a día de un ciudadano común, de este modo se quiso acercar la obra a los lectores intimidados por la propuesta. El editor Bennet Cerf consideró insuficiente esta comparación y, deseando alcanzar un público más amplio, encomendó una guía que sirviera para facilitar la comprensión del libro a cualquiera que quisiera abordarlo. Si bien Joyce había transmitido una especie de guía entre sus amigos (incluida en las primeras páginas de la edición de Cuenco del Plata), ésta sólo servía para darle una aproximación simbólica a una lectura más especializada y era mucho más sintética que la guía detallada con la cuál Cerf quería vender el Ulises. Por esto mismo Joyce rechazó la idea y aun así, Cerf vendió el libro adjuntándola y generando un gran fenómeno de ventas.

La guía de Cerf para disfrutar el Ulises no proporcionó a los lectores las armas necesarias para integrar y analizar las conexiones que establecieran. En vez de eso, se les daba un objetivo y una serie de señales que apuntaban a dicha meta (…) transformó el desafío que proponía la literatura moderna en una herramienta de marketing que prometía un descubrimiento inmediato del <<significado>>, en lugar de la contemplación profunda. (…) crearon una dependencia servil hacia los críticos en lectores que esperaban ser más independientes. Al mismo tiempo, quedaron a expensas de un mercado en el que la distinción y el gusto ya no se podían proclamar mejores raseros de calidad que las meras cifras de venta.”

Cómo disfrutar la gran novela de James Joyce, Ulises de Catherine Turner.

La prosa singular del Ulises posee la cualidad de ser deleitable por sí misma y los numerosos interrogantes que despierta forman parte de su encanto. Para poder entender mejor esta idea, consideremos el ensayo de Susan Sontag, Contra la interpretación. Allí Sontag enuncia que si bien la interpretación en campos como la sociología y la psicología ha resultado liberadora, resulta inconveniente a la hora de abordar contextos artísticos, donde se vuelve reaccionaria, impertinente, cobarde y asfixiante.

(…) En una cultura cuyo ya clásico dilema es la hipertrofia del intelecto a expensas de la energía y la capacidad sensorial, la interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte (…) Y aún más. Es la venganza que se toma el intelecto sobre el mundo. Interpretar es empobrecer, reducir el mundo, para instaurar un mundo sombrío de significados (…) El mundo, nuestro mundo, está ya bastante reducido y empobrecido. Desechemos, pues, todos sus duplicados, hasta tanto experimentemos con más inmediatez cuanto tenemos (…)La interpretación, basada en la teoría, sumamente cuestionable, de que la obra de arte está compuesta por trozos de contenido, viola el arte. Convierte el arte en artículo de uso, en adecuación a un esquema mental de categorías.”

Contra la interpretación de Susan Sontag.

Profundo conocedor de las vicisitudes del hombre moderno y su ansias, Joyce auguraba: “Si lo revelara todo inmediatamente, perdería mi inmortalidad. [En Ulises] he metido tantos enigmas y rompecabezas que tendré atareados a los profesores durante siglos discutiendo sobre lo que quise decir”

Este refinado sortilegio reduce el ámbito académico a una caterva de filisteos que no hace más que perderse entre lúdicos interrogantes. Aclaro que, si bien el tono soberbio puede redundar en la reducción mencionada, hay una inesperada ambigüedad en esta afirmación y es que para Joyce lo lúdico es, precisamente, cosa seria. Sus enigmas y acertijos se configuran a través de asociaciones culturales y personales, ligando una tradición literaria a la rutina de sus personajes. A partir de este concepto la lectura cambia radicalmente. Podemos ser oficinistas que sienten la necesidad de saber de qué se está hablando, qué relación se oculta, como es qué hay una forma de demostrar mediante el álgebra que Shakespeare es el abuelo de Hamlet y cómo esta idea puede causar gracia también. Es ésta la inquietante maestría con la que Joyce establece un vínculo entre las tradiciones eruditas y callejeras, sin hacer uso de una fórmula sino de un sistema insospechado que refleja las profundas contradicciones humanas y que envuelve todos sus ámbitos: la propia lengua.

Joyce desafía al lector a tomar conciencia de que no hay una sola forma de entender el mundo, la propia, sino tantas como personas conforman el planeta. Esta cruda y simple verdad, en su praxis se vuelve ajena, inaccesible, como un idioma foráneo del cuál no poseemos conocimiento alguno: La mente de otro. A partir de aquí la tarea de Joyce a través de sus ideas y la tarea de los traductores a partir de su profunda comprensión, constituyen un complejo dispositivo que desentraña una forma de trascender. Creo que por esto mismo cuando Joyce dijo que Dublin se podría reconstruir a partir de su libro no hablaba en un sentido urbanístico, sino más bien con la amena imprecisión característica de sus personajes, en un sentido filológico. Permítanme un ejemplo histórico que generó vínculos que se profundizaron y expandieron a tal punto que un fragmento de texto alcanzó a todo tipo de lector, de una forma u otra.

El 3 de diciembre de 1872, en Inglaterra, George Smith presentaba en la Biblical Archaelogical Society un descubrimiento que alteraría las raíces de la filología moderna. Entre las tablillas provenientes de las recientes excavaciones en Nínive había algunas líneas que hacían referencia de modo puntual e indiscutible al relato bíblico del Diluvio universal. El hallazgo adquiere relevancia histórica al tratarse de la primera vez en la cuál se halla un texto atávico y fundamental en un ámbito ajeno al Pentateuco.

Estas tablillas estaban escritas en asirio-babilónico, una lengua semítica afín al hebreo y al árabe que ocultaba en sus raíces una lengua más antigua: la sumeria. El proceso de reconstrucción de esta lengua de origen no semítico condujo a la correcta interpretación de fragmentos aún más antiguos con los cuáles se pudo comprender que el Diluvio Universal encontrado por George Smith era parte de un texto más grande y más antiguo denominado La épica de Gilgamesh, que a su vez se componía de múltiples leyendas de la tradición oral y las aunaba con una impronta narrativa, por lo cuál se pudo inferir que incluso el Diluvio tuvo un origen independiente.

(…) los cinco cantos de Gilgamesh (…) no fueron ni los únicos ni los primeros poemas sumerios, pero tienen el raro mérito de, tras haber sido puestos en circulación como entretenimientos cortesanos hace unos cuatro mil años en la ciudad de Ur, al cabo haber sido refundidos y “plagiados” por toda la posteridad vecina, tanto autóctona (babilónica) como extranjera (…) El detalle de que se trate de una obra literaria que superó a su pueblo y su lengua no es menor (…) Pues justamente que se la haya copiado es lo que resulta notable: por primera vez en la historia humana, que sepamos, se le atribuyó a un producto de la mano del hombre el distingo de su duplicación; y es en este gesto, en su re-producción más que en su producción original, que parece anunciarse el surgimiento de una nueva conciencia, en la que la veneración y el afán de conservación desbordan por mucho a lo puramente utilitario y práctico (…)”

Gilgamesh o del origen del arte de Marcelo G. Burello

Una tradición literaria de al menos mil años antecede a la épica de Gilgamesh y la nutren de referencias que se tornan oscuras gracias al ineluctable fin de su civilización. Del mismo modo en el que Gilgamesh influyó en muchos clásicos antes de que nosotros como civilización moderna supiéramos de su existencia. La Biblia, La Odisea y hasta algunos cuentos de Las Mil y una noches se nutrieron inequívocamente de ésta primitiva épica. Por lo que habría que empezar a pensar en qué medida es la naturaleza de una idea y no su referencia lo que pervive y cómo, al apelar a referencias circunstanciales la obra pergeña su supervivencia. En el caso particular del Ulises, lo encontramos gravitado por Shakespeare, Homero, Dante e Irlanda y se compone, con un atrevimiento inusual, por ciudadanos comunes y vulgares. Todas estas referencias y muchas más son carne de un palimpsesto misterioso cuyas peculiares exigencias, como por ejemplo, un profundo conocimiento de la historia política irlandesa, nos lleva a preguntarnos, qué pasaría si quisiéramos elidir alguna de ellas en una primera lectura, cómo funcionaría la Divina Comedia en el hipotético caso de que el rastro de Virgilio se hubiera difuminado con su civilización.

<<¡Oh! ¿Eres tú aquel Virgilio, aquella fuente
que de elocuencia derramó raudales?>>,
repuse yo con ruborosa frente.
<<¡Prez y honor de poetas inmortales, 
que el estudio y amor que puse en tú obra 
me valgan ante ti cuál tú
me vales!>>Todo maestro, si no es tú, me sobra. 
Mi bello estilo, que en ti halló acicate, 
solo del tuyo su belleza cobra.

Divina comedia de Dante Alighieri  (Versión poética de Abilio Echeverria)

Hay un placer en el texto en sí que no se dilapida, y una profundidad que se avizora atractiva. Vemos como textos modernos conducen al pasado y nos ayudan, incluso como civilización, a reconstruir y a reivindicar la trascendencia de algunas historias. Al tomar conciencia, estas peculiaridades históricas dimanan de la tarea del traductor un recorrido y una forma propia de hacer viajar las palabras a través de la cultura y sus vericuetos regionales. En Los traductores de Las Mil y una Noches, Jorge Luis Borges critica y desmenuza las traducciones realizadas por Burton, Mardrus y Galland, y al llegar a Enno Littmann, el más acertado, el más preciso y correcto de todos según la Enciclopedia Británica, Borges prefiere disentir y aclara: “Mi razón es ésta: las versiones de Burton y de Mardrus, y aun la de Galland, sólo se dejan concebir después de una literatura. Cualesquiera sus lacras o sus méritos, esas obras características presuponen un rico proceso anterior. En algún modo, el casi inagotable proceso inglés está adumbrado en Burton – La dura obscenidad de John Donne, el gigantesco vocabulario de Shakespeare y de Cyril Tourneur, la ficción arcaica de Swinburne, la crasa erudición de los tratadistas del mil seiscientos, la energía y la vaguedad, el amor de las tempestades y de la magia. En los risueños párrafos de Mardrus conviven Salammbô y La Fontaine, el Manequí de mimbre y el ballet ruso…”

Inmersos en las aguas profundas del Ulises, se establece una nueva relación con el idioma, cada texto adquiere un valor por las palabras elegidas pero la textura particular de sus corrientes se deshilvanan y las palabras y sus raíces históricas quedan expuesta a medida que una narrativa transida cede al caos, al engaño de la palabra. Una escena en un bar, un marinero les habla a los protagonistas, les pregunta sus nombres, de inmediato menciona que conoce a alguien que se apellida igual que uno de ellos, que tiene el mismo nombre que el padre. Pero al desarrollar los méritos y características de ese alguien homónimo a la figura paterna descubrimos que se trata de otra persona. Una broma simple, pero que en los terrenos escarpados del Ulises, deriva en una forma de ver cómo la desconfianza alcanza a la identidad de los personajes, a las mismas palabras que los definen, como versa Julieta.

¡Solamente tu nombre es mi enemigo!
Seas Montesco o no, tú eres el mismo.
¿Qué es Montesco? No es un pie, ni una mano,
no es un rostro, ni un brazo, no es ninguna
parte del hombre. ¡Cambia de apellido!
Porque, ¿qué puede haber dentro de un nombre?
Si otro título damos a la rosa//con otro nombre nos dará su aroma.
Romeo, aunque Romeo no se llame,
su perfección amada mantendría
sin ese nombre. Quítate ese nombre
y por tu nombre que no es parte tuya
tómame a mí, Romeo, toda entera.

Romeo y Julieta de William Shakespeare (Traducción de Pablo Ingberg y Pablo Neruda.)

El enigma se vuelve abstruso, casi inasequible, la investigación es pragmática e indolente, los hallazgos se descifran sólo contemplando su inherente ambigüedad y el descifrar no es más que otra forma de interpretar y en el interpretar se ahogan las emociones, pero entonces cómo pensar, cómo transmitir, cómo llegar a la persona que tenemos al lado, si estamos presos en el redil de una charla tanto interna como externa, usando palabras ajenas y heredadas, si elegimos alejar de ellas todo significado, vaciarlas de su sentido, de sus asociaciones. Aisladas, en la sensación pura y en el más completo silencio, se escuchan las palabras escritas en el Ulises, palabras de un hombre al quedarse sólo:

¿Al quedar solo, qué oyó Bloom?

La doble reverberación de pasos que se alejaban sobre la tierra nacida en el paraíso, la doble vibración del arpa de un judío en el resonante callejón.

¿Al quedar solo, qué sintió Bloom?

El frío del espacio interestelar, miles de grados por debajo del punto de congelamiento o el cero absoluto en Fahrenheit, centígrados o Réaumur; los incipientes indicios del amanecer.

Ulises, de James Joyce (traducción de Marcelo Zabaloy con colaboración de Edgardo Russo)

Cambiar el punto de vista, mascar una idea, rumiarla entre laberintos propios y entrelazados en una forma de interpretar, de entender y disfrutar. Perderse en una visión personal, en una concatenación insospechada. Lo que Joyce pareciera querer recordarnos es que, si bien los héroes se dedican a hazañas imposibles y pocas personas están capacitadas para la épica, por lo general olvidamos que la épica nace del carácter humano y como si revirtiera los papeles, nos recuerda que, en un principio, es nuestra propia humanidad un modelo para los dioses (sobre todo en la medida en que necesitamos que esto sea así para poder entenderlos).

Con su peculiar forma de trascender, Joyce intentó salvarse y salvarnos de una vida anodina a la que la mayoría estamos condenados. Buscarle la vuelta, tomar conciencia e iluminar esa conciencia con su propio saber exacerbado, con ese inquietante laberinto y recordarnos que al caminar por la calle recorremos ideas, fragmentos de historia, mundo, cultura y tiempo a cada paso y nos encontramos con un texto que continúa trascendiendo y que se encuentra en esta realidad. Tan hiperbólica de información que rápidamente podemos encontrar un fluir colectivo en cada red social, desprovista, eso sí, de la lírica y procaz poesía del autor irlandés.  

Escribe Lucas Iranzi

Lucas Iranzi es egresado de la ENERC, escribió y dirigió tanto cortos de ficción como documentales. También guionó y produjo shows teatrales de escasa difusión. Tiene múltiples personalidades pero no partícipes de un desorden o, al menos, eso afirma él. Sin ir más lejos esto lo escribió él ¿Por qué usa la tercera persona? La verdad: No lo sé.

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Barro Sublevado

Literatura y política son ejes inseparables en la obra de Perlongher. Su compromiso político se refleja en su obra literaria y en sus artículos relacionados a problemáticas ignoradas como, por ejemplo, la prostitución masculina o la situación de los homosexuales en el contexto de la pandemia de Sida. En este texto Ignacio Marcora recorre tanto los subterfugios de Perlongher como los de Osvaldo Lamborghini, otro escritor que le dió forma a los márgenes de los años ochenta. Ilustra Mariano Lucano. 

3 Comentarios

  1. Interesante reseña – artículo, pero de todas formas cuánto escepticismo frente a las prevenciones académicas de Joyce de hace casi un siglo. Esos filisteos no cambiarán más, sea cuál fuere el ladrillo que se les ponga adelante.

  2. Que bella y decente hipertextualidad; recuerda a Borges. Es consolador encontrar aún escritores preocupados tanto por la forma como por el fondo.

    Procuro -aspiro- hacer lo mismo, sea en un futuro. He aquí alguno de mis eternos intentos:

    https://perrosverdes.jimdo.com/

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