Los tigres de la memoria y las distintas siluetas del vértigo y la traición

Acerca de Los tigres de la memoria [1973] de Juan Carlos Martelli, re-editada por Letra Sudaca [2016]

Si se tratara de una novela escrita una vez concluida la última dictadura podríamos decir, sin temor a caer en hipérboles, que Los tigres de la memoria es uno de sus mejores retratos, sino el mejor. Pero no, la novela de Juan Carlos Martelli, escritor, periodista y psicoanalista, data de 1973, de modo que el amarre histórico pierde, cuanto menos, el lugar neurálgico del análisis y aguarda a un costado para servir de acompañante o salvataje; o quizás, por qué no, para acechar; para acechar como acechan los tigres y también acechan los traidores.

Ganadora del Primer Premio Sudamericana-La Opinión, con un jurado compuesto por Julio Cortázar, Rodolfo Walsh, Juan Carlos Onetti y Augusto Roa Bastos, Los tigres de la memoria fue luego llevada al cine por Carlos Galettini, en 1984. Algunas décadas más tarde, exactamente en el año 2016, la editorial marplatense Letra Sudaca la reeditaría y conseguiría, además, que el prólogo estuviera a cargo de Martín Kohan, uno de los escritores argentinos contemporáneos de mayor prestigio.

Para acechar como acechan los tigres y también acechan los traidores; porque si de algo se caracteriza la historia, esta historia, la de Martelli, y la otra historia, la gran historia, la nuestra, es de estar plagada de tigres y de traiciones; y de traiciones que, lejos de imponer cierres u obcecar, operan como elementos reveladores, epifánicos, algo que el autor comprendió y plasmó con virtuosismo y sensibilidad.

La novela es narrada por Cralos, un viejo que odió Buenos Aires y que por ese motivo decidió refugiarse en un balneario de playa, para terminar su vida sin mayores sobresaltos que los que puede generar el pique de una corvina. Sin embargo, todo ese futuro ya diagramado cambia de un momento a otro. Y el cambio, irreversible cambio, no es más que el retorno de un pasado que parecía sepultado pero que, a las claras del relato, solo se hallaba oculto y a la espera del zarpazo.

Hasta que vino Serafín, más exactamente hasta que vino El Gordo, yo estaba sentado sobre el interminable atardecer pensando que estaba más al Sur que nunca sabiendo que había vuelto a mi país llamado Argentina pero que era como estar en cualquier otra parte del mundo –las playas, los mares son idénticos-, sabiendo que hacía frío, que la pampa era lo que había visto antes de detenerme en el boliche: una cosa verde pero sangrienta, un agujero y al borde del agujero yo estaba cayéndome al agua, convertido en nadie.

Una vez consumada la ruptura con la vida que llevaba en la costa trabajando en el bar de Don Antonio, Cralos se sumerge en una progresión de negocios ominosos a cambio de la vida de sus hijos militantes.

Y Cralos respira mucho. Respira mucho porque lo necesita, tanto él como la novela. Porque Cralos y la novela son distintos pero son lo mismo, entonces respiran, lo necesitan. Y porque Cralos, además, respira en nombre de todos los que se vieron necesitados de hacerlo, y en nombre, también, de los que respiraron demasiado; de los que tanto, tanto respiraron que no les quedó tiempo para más. Porque el tiempo, que en Cralos va y viene, cínico, ambiguo y terrible, lúdico, pero que al menos se mueve, es decir, vive, para otros se ha cortado de un instante a otro, súbito, atroz.

La novela es una obra de un nivel altísimo. Con una narración en primera persona, maneja con inobjetable eficacia una historia tan tremenda como fácil de arruinar, por la crudeza y potencia de sus escenas y el manifiesto anclaje político. Para eso, no solo incluye fragmentos que dan aire a un relato que, en caso de no tenerlos, se ahogaría en pocas páginas, sino que introduce oraciones en tercera persona, escuetas y estratégicas, que rápidamente podrían ser catalogadas como uno de los tantos recursos técnicos del autor, pero que también pueden ser entendidas como un respiro del mismo Cralos, narrador y personaje de la historia. Un respiro que llega en momento justo.

Un respiro que posterga el ataque del tigre.

Yo me rendí. Había dormido una hora. Pidieron hablar con Cralos. Cralos se rindió. No fue bello, como otras rendiciones que él haya contado. Caminaron simplemente hacia las habitaciones y cuando un perro, el sin nombre, gruñó, lo mataron.

La novela está magistralmente escrita. Pero ahora bien, el otro de los elementos que se suma para hacer del texto un fenómeno que trasciende la técnica narrativa es el carácter premonitorio. Es cierto que Martín Kohan tiene de qué agarrarse para deslizar, en el cierre del prólogo, que leer la novela “en clave de profecía, como novela de anticipación de lo que pasaría pocos años después, resulta menos interesante que leerla como lo que es: un libro de 1973, y de lo que ya por entonces pasaba”. Sin embargo, y sin negar, claro, que en 1973 tuvo fin la autodenominada Revolución Argentina, dictadura militar que derrocó al presidente Arturo Illia y se mantuvo en el poder durante siete años, Los tigres de la memoria no deja de parecerse más a una premonición brutal, sensible -e insensible- del horror que se vendría a partir del 1976.

Es una novela que trabaja sutil y eficaz los pasajes de aparente tranquilidad, pero que a su vez se siente cómoda con el vértigo, como si ese fuera, en esencia, su estado natural. Y ahí se teje otra clave de lectura: la relación del narrador y la historia con el vértigo. Es que la década del setenta no tuvo más que tres años sin asedio dictatorial; tres años que, además, significaron el fin de un proceso militar pero el inicio del más sanguinario de todos, de modo que nunca terminaron de desprenderse de un clima represivo que operaba en cualquier plano.

Fueron tiempos en los que no había margen para la distracción, tiempos en que el vértigo bien podía ser sinónimo de cotidianidad como de inminente desastre. Y eso es algo que el autor comprende y refleja de dos maneras. Por un lado, el vértigo se hace carne en algunos de los personajes principales, como es el caso de El Gordo, quien en distintas situaciones pretende encontrar la solución mediante arrebatos coléricos. Por el otro, se adueña de la narrativa, gestando, en ciertos pasajes, una auténtica avalancha de enunciados. Avalancha que no es más que un intento por deshacerse lo antes posible de algo que quema.

Ahora todo existe, todo duele el presente el pasado el futuro mis hijos el país sangriento el Jorge el Caballero el viejo Custer el Albino los muertos y los lejanos yo mismo las culpas bastardas Beatriz lo que puede suceder mañana las ciudades de las que había escapado estar vivo, morir.

Escribe Branco Troiano

Marplatense. Periodista recibido en TEA. Estudió sociología. Trabaja para Una Brecha, productora cultural. Fue guía en CityTours literarios y prejurado en concursos de cuentos. Además colabora en medios digitales y revistas. Dio un taller de escritura creativa para adultos mayores. Escribe ficción. En 2018 ganó el premio Osvaldo Soriano de cuentos de La Plata. Soldado de Ricardo Piglia.

Para continuar...

Tinieblas para leer

Con una narrativa lacrimógena Tomás Eloy Martínez supo contar como nadie el dolor de los comunes. Desde Hiroshima hasta New Jersey cargó con obsesiones tan argentinas como sus fantasmas y su pluma frenética soltó una de las obras más grandes de la literatura latinoamericana: Santa Evita. Ilustración de Tano Rios Coronelli.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *